El 24 agosto de 1953, Aurelia Schober acudió a comisaría para denunciar preocupada la desaparición de su hija, Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963), una joven brillante, admitida en el Smith College, la universidad de artes liberales para mujeres de Massachusetts, que acababa de pasar un frenético mes en Nueva York, después de recibir una beca como redactora invitada de la revista Mademoiselle.
“Para resumir mi reacción ante mis problemas más inmediatos –le explicaría tiempo después a un amigo en una carta que su progenitora no llegó a enviar–, el caso es que a principios de julio decidí ahorrar algunos centenares de dólares quedándome en casa para escribir y aprender taquigrafía, olvidándome de la escuela de verano. Es decir, intentar reducir gastos y ser creativa, ya sabes. La verdad es que ya daba por seguro que podría asistir al curso de creación literaria de Frank O'Connor en Harvard, pero al parecer varios millares de otros escritores más bien brillantes habían decidido otro tanto y no lo conseguí. Despechada, decidí que, si no era capaz de escribir por mi cuenta, no valdría nada de todos modos, y resultó que no solo no logré aprender ni un solo signo taquigráfico, sino que también me encontré sin nada que decir en el mundo de las letras; porque era una persona estéril, vacía, sin experiencia de la vida ni conocimientos, y sin NINGUNA CULTURA LITERARIA”.
La madre de Plath al ver a su hija notablemente afectada por aquel rechazo –y después de que esta le enseñara varios cortes en las piernas–, la había llevado a varias consultas psiquiátricas, donde fue sometida a un tratamiento de electrochoque que, lejos de ayudarla, traumatizó y arrinconó aún más a la joven escritora. “Pronto solo me quedaba por decidir la hora exacta y el método que utilizaría para suicidarme”, continuaba en su misiva. Por suerte, aquel intento fracasó. Fue su hermano Warren quien, tras escuchar un débil murmullo de auxilio, la encontró tres días después, prácticamente inconsciente, pero aún con vida, en un rincón del sótano de su casa, donde había permanecido sin moverse desde que 72 horas antes había ingerido un bote entero de somníferos.
El verano en que electrocutaron a los Rosenberg
“Fue un verano raro, tórrido, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg, y yo no sabía qué había ido a hacer a Nueva York”, narraba no en vano casi una década después en su única novela, La campana de cristal. La historia de una joven, Esther Greenwood –alter ego de la propia escritora–, con una carrera prometedora en los Estados Unidos de los años 50 que, poco a poco, veía cómo se iba quedando sin opciones, hasta sentir cómo se asfixiaba dentro de su propia burbuja. Como si el talento de la propia Plath, ávido de expandirse y ante la imposibilidad de hacerlo en un mundo dominado por hombres, la hubiera acabado ahogando de algún modo.
Pero aquel estío, entre exigentes jornadas en la oficina y salidas nocturnas, fue, sin duda, determinante en la vida de Plath. “El traslado a Nueva York –le escribió a su hermano a finales de junio– fue tan rápido que soy incapaz de razonar lógicamente sobre quién soy y hacia dónde me dirijo. He estado extasiada, horriblemente deprimida, desconcertada, entusiasmada, me he sentido iluminada y enervada, todo lo cual hace la vida muy difícil y novedosa”.
Publicada bajo el pseudónimo de Victoria Lucas en 1963, pocas semanas antes de culminar, tristemente, su suicidio –esta vez sí, cuando después de preparar el desayuno de sus hijos, metió la cabeza dentro de un horno y abrió la llave del gas –, Random House lanza una nueva y hermosa edición por su 60 aniversario, ilustrada por la Premio Nacional Sonia Pulido. De su brillante mano nos adentramos poco a poco en la quebradiza mente de la escritora. Un homenaje a una de las novelas más importantes del siglo XX que el sello literario completa con la reedición de su voluminoso epistolario Cartas a mi madre.
Más allá de la leyenda negra
De la genialidad de Plath, nos queda lo poco que publicó, pero hay que destacar lo bien que envejece su obra. Los grandes temas de este comienzo del siglo XXI que hoy se descubren como una tendencia literaria –la perspectiva de género y la salud mental, afectada por la presión social y cultural–, redundan como un eco demasiado cercano en La campana de cristal. Entre sus páginas, por ejemplo, la escritora reflexiona sobre las relaciones de hombres y mujeres y su doble rasero: “Tal vez fuese bonito mantenerse pura y luego casarse con un hombre puro, pero ¿y si de repente, una vez casados, él confesaba que no era puro, igual que había hecho Buddy Willard? No soportaba la idea de que a una mujer le impusieran llevar una vida pura, mientras que a un hombre se le permitía llevar una doble vida, una pura y otra no”.
De hecho, como había escrito a su madre en 1953, nada se interpondría entre ella y la escritura: “Estoy decidida a que ningún crío de pecho llorón se interponga en mis estudios universitarios y me impida viajar al extranjero. Siempre he controlado juiciosamente mi vida sexual y no debes preocuparte en absoluto por mí. Las consecuencias de las aventuras amorosas me privarían de mi libertad e independencia para la actividad creativa, y no tengo intención de dejar que nada me frene”.
Como apunta Aixa de la Cruz en el prólogo escrito en 2019, Plath tenía una mente privilegiada que iba mucho más allá de su aura de escritora maldita. “Aunque su suicidio pueda oscurecer la estela que desprende su figura, hay mucho que aprender de la vida y de la mirada de Sylvia Plath (…). Alejaos, por tanto, de la leyenda negra de la poeta suicida y sumergíos en un texto donde la ironía y el ingenio brillan por encima de la pesadumbre”, aconseja la autora española.
De hecho, la propia poeta, que asumió la escritura de La campana de cristal como algo “para ganar dinero y como ejercicio”, tal y como le había confesado a su madre a quien en un momento dado, presa probablemente del desánimo, le había pedido que se olvidara del libro, había comentado el carácter algo distendido de esta novela a su hermano en 1962: “Creo que llegaré a ser una buena novelista, muy divertida; lo que escribo me hace reír a carcajadas, y para que pueda reírme ahora, tiene que ser endiabladamente gracioso”.
Entonces las voces cesaron
En aquellos casi diez años, no obstante, la vida de Plath había cambiado mucho. De aquel verano asfixiante de su juventud, a las tormentas de nieve que azotaban Londres, a donde se había mudado con su marido, el poeta Ted Hughes, en 1959 tras quedarse embarazada. El invierno de aquel año fue uno de los más fríos que se recordaban, con récords de bajas temperaturas que no se habían registrado en más de un siglo, y sus hijos y ella misma enfermaban continuamente. Parecía casi premonitorio que aquella novela sobre sus problemas de salud mental que tanto la habían castigado a los 20, volviera a traer un periodo de claroscuros prácticamente idénticos una década después.
Escrita mientras se separaba de su marido, con quien se había casado en 1956, Plath tenía bruscos cambios de humor, como muestra en las numerosas cartas a su madre o a su hermano. Desmoralizada, asfixiada por las cuentas para llegar al fin de mes, con dos niños pequeños, describía así su situación a sus seres más queridos: “Solo me encuentro en una situación difícil en el aspecto físico, mentalmente estoy bien, equilibrada, y estoy escribiendo lo mejor que he hecho nunca, sin parar desde las cuatro hasta las ocho de la mañana cada día”. Para más tarde afirmar: “Siento como si hubiese perdido toda identidad bajo la avalancha de decisiones y responsabilidades a que me he visto sometida durante estos últimos seis meses, con los niños exigiendo constante atención”.
En sus últimos meses, ella misma se veía como “una piltrafa, toda huesos que me asoman literalmente por todas partes y grandes ojeras, a causa de los somníferos que tomo, tos de fumadora”. Finalmente, el 4 de febrero de 1963 le envió a su madre una última misiva: “No he escrito a nadie porque me siento un poco deprimida; una vez pasado el cataclismo, empiezo a comprender que todo esto es definitivo, y que verme arrancada de mi bovina felicidad maternal y arrojada a la soledad, en medio de penosos problemas, no tiene ninguna gracia”.
Una semana después, y a pesar de haber expresado su deseo de volver a ir a terapia, preparó el desayuno de sus dos hijos, Frieda y Nicholas, selló la puerta de la cocina con cinta adhesiva para no intoxicar a los niños, que dormían en la habitación, se recostó sobre el horno y abrió el gas. “Arreciaba un viento frío –describió en La campana de cristal–. Noté que me transportaba a gran velocidad por un túnel hacia el interior de la tierra. Entonces el viento cesó. Hubo un estruendo, como de muchas voces, que protestaban y discutían a lo lejos. Entonces las voces cesaron”.