Varias lecturas y algún suvenir que de rebote llegó a sus manos fueron envenenado a Joseph Brodsky con Venecia. Siendo un veinteañero tenía claro que, si alguna vez salía de Rusia, el primer lugar que quería visitar era la capital véneta. El plan lo tenía muy bien definido en su cabeza, como revela en Marca de agua (Siruela), el bello libro que le dedicó a la ciudad, donde entrecruza, a través de la estética, la poesía y la filosofía, “Alquilar una habitación en la planta baja de algún palazzo para que las olas levantadas por las embarcaciones, al pasar, salpicaran mi ventana, escribir un par de elegías al tiempo que apagaba mis cigarrillo en el húmedo suelo de piedra, toser y beber y, cuando me estuviese quedando sin dinero, en vez de subirme a un tren, comprarme una pequeña Browning y volarme la tapa de los sesos sin más miramientos, incapaz de morir en Venecia por causas naturales”.
Esta proyección ultrarromántica no terminó de consumarla, por suerte. Pero sí que estableció una íntima cotidianidad con Venecia. “Con dos o tres excepciones, debidas a ataques al corazón y emergencias concomitantes, mías o de otro, cada Navidad, o poco antes, emergía de un tren/avión/barco/autobús y arrastraba mis maletas, cargadas de libros y máquinas de escribir, hasta el umbral de este o aquel hotel, este o aquel apartamento”. Era una rutina que asentó ya durante su etapa como profesor en los Estados Unidos, a partir de los 32 años (en 1972), cuando ya se había autoexiliado de la URSS. Cada invierno, tenía cinco semanas de margen para dejar atrás las obligaciones lectivas y ese lapso, a lo largo de dos décadas, lo aprovechó para ‘empadronarse’ puntualmente en Venecia.
El frío atroz que le envolvía, con una humedad que calaba sin excepción en todas las estancias en que se hospedaba, no lo arredraba. Con resignación asumía además que la calefacción siempre terminaba fallando. Era parte de la rutina veneciana, que, sin fuente de calor alguna, acentuaba su rigor. “Como resultado, tú tiemblas y te vas a la cama con los clacetines de lana puestos, porque aquí los radiadores mantienen sus ciclos erráticos incluso en los hoteles. Sólo el alcohol puede aborber el rayo polar que te atraviesa el cuerpo tan pronto pones el pie sobre el suelo de mármol, con o sin zapatillas, con o sin zapatos”.
Muy simpática es la pugna que mantiene con su compañera para evitar el lado de la pared, que despide una gelidez polar. Echan a suerte a quién le toca pasar la noche pegado al congelador. Ella pierde y procede a afrontar el trance. “Se envolvió bien para pasar la noche -jersey de lana rosa, bufanda, medias, calcetines largos- y después de contar uno, due, tre!, saltó a la cama como si se tratara de un oscuro río. Para ella, italiana, romana, con unas gotas de sangre griega en sus venas, probablemente lo fuera”.
Pero él quería el invierno. Así le valía. Venecia en verano le originaba un desdén mayúsculo. Decía que jamás iría en fechas estivales. “Ni aunque me apuntaran con una pistola”. Daba sus razones, que tienen su gracia por la mala leche con que están cimentadas: “Tolero muy mal el calor, y las fuertes emisiones de hidrocarburos y sobacos aún peor. Las hordas en pantalón corto, especialmente cuando relinchan en alemán, también me atacan los nervios, entre otras cosas por la inferioridad de su anatomía -la de cualquiera- frente a la de las columnas, pilares y estatuas, o por el efecto que su movilidad -y todo lo que la abastece de combustible- proyecta en la estasis del mármol”.
[Que no nos toquen Venecia: una ciudad bajo amenaza]
Si levantara su cabeza hoy, su estupefacción sería aun peor. ¿Qué pensaría de la invasión desaforada que sufre la laguna? Menos mal que ya le cortaron el paso a los grandes cruceros, que con sus gigantescas medidas alteraban los equilibrios de un hábitat tan frágil, uno de los más expuestos a los efectos del cambio climático. En Marca de agua, publicado en 1992, el escritor estadounidense de origen ruso (y judío), ya alertaba del desastre que se avecinaba sobre la ciudad, que a su juicio era “una obra de arte, la mayor que ha producido nuestra especie”.
Y añadía: “No es posible devolver la vida a un cuadro, mucho menos a una estatua. Se los deja en paz, se los protege de los vándalos, en cuyas hordas tú mismo puedes encontrarte”. Una interpelación directa del Nobel de 1997 que conviene tener muy presente, al igual que el magnífico alegato contra el turismo masivo que despliega el escritor neerlandés Iljan Leonard Pfeijffer en Gran hotel Europa (Acantilado), también con Venecia como epicentro de su incisiva narración.
Brodsky alternó romances y periodos muy solitarios en Venecia, en los que apenas hacía vida social. Cuenta que era muy perezoso para organizarse con protocolos como los de comprar entradas para un museo o para La Fenice, y que por tanto pasaba el tiempo enclaustrado, leyendo y escribiendo. Una situación que no difería tanto de sus delirios románticos juveniles. En la colección de estampas que agavilló en Marca de agua regala pasajes que ilustran bien el efecto que provoca en un ser humano el síndrome de Stendhal.
De alguno de esos chispazos estéticos han nacido otras obras, como Gemella dell’aqua, composición de Luis de Pablo, que se inspiró en una imagen recogida en el libro: los músicos de un ensemble tocando en una iglesia sobre una tarima para salvar l’aqua alta que anega el suelo. De ahí concluye Brodsky que la música es gemela del agua. Por cierto, ya que estamos con la música, tiene su gracia cómo el poeta dispara contra Wagner y Chaikovski, por los que sentía “alergia”.
Y ya que estamos con las alergias de Brodsky, consignamos otra de la que también da cuenta en Marca de agua. La lectura de los Cantos de Ezra Pound le conduce a la siguiente reflexión: “Resultaba extraño, en alguien que había vivido tanto tiempo en Italia, que no se hubiera dado cuenta de que la belleza nunca puede ser un objetivo, de que es siempre un subproducto de otra clase de empeño, a menudo de naturaleza muy corriente”. Para tomar nota: poner demasiada intención consciente en el empeño de construir algo bello es contraproducente.
El caso es que a los arquitectos y constructores de Venecia sí parece que persiguieron la sublimación de las formas. Y que la aspiración tuvo una recompensa. Brodsky la describe con un vuelo metafísico que deja al lector suspendido en el embeleso: “Es como si el espacio, más consciente aquí que en ningún otro lugar de su inferioridad frente al tiempo, le respondiera con la única propiedad que este no posee, con la belleza”. En ella quiso fundirse Brodsky. Sus cenizas, tras morir en Nueva York, fueron llevadas, por expreso deseo suyo, al cementerio veneciano de la isla de San Michele, donde también yace Stravinski.