¿Tiene sentido regresar hoy a José Ortega y Gasset (1883-1955) tras tanta glosa acumulada en el museo de nuestra historia? ¿Somos herederos aún de una obra viva? Una vez que terminamos de leer esta monumental aproximación de José Luis Villacañas (Úbeda, 1955) solo podemos responder a esto afirmativamente.
Han sido múltiples las aproximaciones y no pocas las biografías intelectuales orientadas a trazar su retrato sistemático. Si Ortega es como una luz que produce distintas refracciones conforme al distinto prisma histórico, ¿qué luminosidad proyecta su figura en el siglo XXI? Este era el objetivo de la biografía de Jordi Gracia (Taurus, 2014). Ortega no es solo objeto de reverencia hagiográfica; sigue siendo campo de batalla de nuestro presente: “maestro en el erial” o “pensador que anticipó la democracia”.
Recordemos además cómo, en el contexto de una España desangrada por la guerra civil, Manuel Sacristán, aún entre el marxismo y el falangismo, valoraba en Ortega no tanto un “sistema” como un modelo cultural para la reconstrucción de un país herido.
[El Ortega y Gasset de Jordi Gracia]
El intento de Villacañas es ambicioso; no omite la literatura secundaria, pero prefiere confrontarse cuerpo a cuerpo con un pensador que destila tanta reflexión desde su circunstancia vital; está a la altura del educador español pero haciendo justicia al filósofo. Percibo aquí una diferencia respecto al libro de Gracia, escrito en un contexto donde, en un momento de relegitimación de nuestra herencia liberal, Ortega permitía repensar una posible intelectualidad orgánica al servicio de una sociedad moderna.
El libro de Villacañas no descuida esta dimensión, pero la amplía hacia una reconstrucción del contexto filosófico. Que el intelectual orgánico rinda cuentas al filósofo introduce cierta intempestividad productiva: Ortega es percibido como una figura trágica, quizá no graníticamente modélica, pero honesta, “el mayor prototipo de héroe intelectual que los españoles conocemos”.
José Ortega y Gasset es percibido por José Luis Villacañas como una figura trágica, quizá no graníticamente modélica, pero honesta
La lectura resulta fascinante. Bajo el caso Ortega, Villacañas nos obliga a replantear nuestra relación como herederos no solo del siglo XX filosófico, sino también, y sobre todo, de un siglo que filosóficamente fue fugazmente español. Ortega marca así el contorno del terreno de juego de la modernidad y sus ambivalencias. Brilla especialmente el análisis sobre la “rebelión de las masas”, donde Villacañas agudamente percibe las contradicciones del liberalismo orteguiano. Tampoco se escatiman duras palabras. Por ejemplo, por su voluntaria ceguera en una visita a la Alemania nazi.
La obra dibuja una última y sintomática tensión: Goethe o Heidegger. Aunque en la era de las masas Ortega ya no podía aspirar a ser “hombre orquesta”, tampoco apuntó, como decía Arendt del segundo, a esa fusión de chusma y élite. Pesa aún la tentación carismática, un señorío que hoy huele a rancio, pero Ortega es más que eso.
Aunque resulte a veces poco perceptivo ante las nuevas circunstancias –la emancipación femenina, nuevas conciencias decoloniales–, Ortega sigue vivo. Dos ejemplos. No solo resultan estimulantes sus planteamientos antropológico-filosóficos; corrientes como el realismo especulativo (Graham Harman) han vuelto a Ortega para contraponerlo —justicia poética— nada más y menos que a Heidegger. Aunque no oculta su predilección por los modelos humanos de Freud y Weber, Villacañas sigue el movimiento apasionado del pensar de Ortega desde las propias categorías orteguianas.
No es baladí: si no hacemos un relato de lo que nos une —y aleja— de él, no podremos percibirnos correctamente en el presente. Hoy, el arco ejemplar de su tensión importa: “ser más que los demás pero inferior a nosotros mismos”.