“Quiero ser delgado como un pincel… quiero gustarme”. Miope y enfermizo, si algo deseaba Andy Warhol (1928-1987) era parecerse a lo que había soñado de sí mismo, así que nunca dudó en quitarse años y fingirse descendiente de aristócratas. Lo era, en realidad, de Andrej Warhola y Julia Zavacky, una humilde pareja de aldeanos eslovacos emigrados al Pittsburgh de Andrew Carnegie, el magnate de las acerías. Conforme al sueño americano, Andy ascendería por la escala social, pero se hizo artista y fueron los ricos quienes bajaron, hasta pagar auténticas fortunas por sus falsas cajas de detergente y sus latas de sopa.
Una muerte también falsa descorcha Warhol: la vida como arte (Taurus, 2023), la oceánica biografía del pintor, cineasta, escritor y pícaro a cargo del crítico estadounidense Blake Gopnik. Son 1.080 páginas y otras 750 de notas –desterradas a internet y, ojo, sin traducir– en pos de una figura indestructible. Literalmente: tras recibir un disparo de Valerie Solanas, un rescoldo de su troupe de inadaptados, el artista fue declarado clínicamente muerto el 3 de junio de 1968 a las 16:51, pero Giuseppe Rossi, un cirujano que pasaba por allí, vio contraerse su pupila. Se extinguió ese día el Warhol salvaje de los 1960. Le sobrevivió un negociante melancólico, que encadenaba noches en el Studio 54 con la soledad de una mansión repleta de bagatelas.
“Lo que hagas fuera de Nueva York no importa”. El rey pálido había llegado a la ciudad en 1949. Nada más bajar del autobús, empezó a granjearse una fiel clientela en el mundo de las revistas y la publicidad gracias a sus ilustraciones delicadas, casi femeninas. En 1952 tenía ya tanto trabajo que, cuando su madre se fue a vivir con él –su padre había fallecido diez años atrás–, la puso a rotular (gratis) sus dibujos. Julia no hacía más que decir que se quedaría un tiempecito, mientras su Andy encontraba esposa. Andy, que se estaba quedando calvo, se compró su primera peluca.
En 1952 tenía ya tanto trabajo que, cuando su madre se fue a vivir con él, la puso a rotular (gratis) sus dibujos
¿De qué vale el realismo si la realidad es irrelevante? Aunque la decadencia del expresionismo abstracto parecía abonar el terreno para Warhol, hasta inicios de los 1960 todo fueron fracasos. El ilustrador comercial tuvo vedado el acceso a las galerías. En pleno auge del pop, decidió que lo mejor era no adaptarse en absoluto. Comenzó así a pintar representaciones desapasionadas de objetos de consumo escogidos al azar. Retrató, uno a uno, los 32 sabores de Sopas Campbell’s y empezó a usar la serigrafía, en abierto desprecio a la impronta del autor. Los modelos de su exposición en noviembre de 1962 en la Stable, Elvis, Marilyn y Coca-Cola, eran tan reconocibles como inescrutables. Celebración o crítica de la cultura estadounidense, quién sabe. Warhol se parapetaba tras unas gafas oscuras: “Quiero ser una máquina”.
No todo era pintura. Tuvo la ocurrencia de filmar a John Giorno, su amante, mientras dormía. Las 5 horas y media de Sleep (1963) arrancaron una carrera cinematográfica firmemente comprometida con el sopor, de las 8 horas en plano fijo de Empire (1964) a las 24 en pantalla partida de ‘Four Stars’ (1967). A inicios de 1964, se había mudado con su nuevo ayudante Gerard Malanga desde un parque de bomberos sin electricidad, su primer estudio, a la 4ª planta del 231 de la calle 47 Este: la Factory.
Por mucho que se recuerden (con razón) sus fiestas, allí se trabajaba a destajo. Quiso hacer “4.000 obras de arte en un día”; sólo llegó a 500 en un mes. En ese loft plateado por Billy Name se sucedían las Cajas Brillo, las Flores, los hinchables y el papel pintado con vacas –una ruina–, las películas (más de 10 al año, sin guion) y, por supuesto, el desfile de superstars. Niñas pijas (Edie Sedgwick), travestis (Mario Montez) o actores de baratillo (Paul America) formaban toda una curia de celebridades que la esfinge Warhol acogía y manipulaba sin piedad.
Por mucho que se recuerden (con razón) sus fiestas, allí se trabajaba a destajo. Quiso hacer “4.000 obras de arte en un día”
También atrajo talento genuino. En 1966 se hizo mánager de la Velvet Underground, una banda de temática sadomaso a la que dotó de imagen, un plátano-falo, y de vocalista, la gélida Nico. No tardaría en hartarse de la chaqueta de cuero. Paul Morrissey, un nuevo fichaje, llegaría para encargarse de la producción cinematográfica, y Fred Hughes, un protegido de los coleccionistas John y Dominique de Menil, puso orden en sus caóticas finanzas: “El nuevo arte son los negocios”. A principios de 1968, Warhol cambió la Silver Factory por un blanco local en Union Square y se rodeó de personajes algo más afables, como los gemelos Jay y Jed Johnson. Pero el pasado que había borrado a su antojo se le resistió esta vez. Solanas y una pistola le esperaban a la vuelta de la esquina.
Sobrevivió. Empezó a llevar corsé y corbata, que acompasaban su hermetismo: cuando su madre murió en 1972, no se lo dijo ni a Jed, por entonces su novio, y tras producir 2.700 pinturas de Mao (1974) –con carmín en los labios, como Marilyn–, sólo acertó a comentar que buscaba a “alguien a quien esos colores le sentaran bien”. Interview, la revista de cine que había fundado en 1969, viró hacia el autobombo más descarado, con portadas de Cher a Nancy Reagan. Hizo retratos por centenares, todos de 1 m2, y sus películas en manos de Morrissey (Flesh, Trash, Heat) dieron beneficios. Se hizo con un Rolls y una mansión en Long Island para invitar a Jackie Kennedy o Mick Jagger y se volvió adicto a las compras. En 1980, el comercio había tomado el control de su vida.
Entre pinturas con orina y cuadros a cuatro manos con Basquiat, Warhol visitó Madrid en enero de 1983. Presentaba una muestra en la galería Fernando Vijande y dio carrete a la sucursal patria de su underground, La Movida. En las fotos con Pitita Ridruejo y Ana Obregón se le ve desmejorado. Pesaba poco más de 50 kilos; le había dado por hacerse modelo y actor. En breve, tendría su propio programa de televisión (Andy Warhol’s 15 Minutes) y aparecería en Vacaciones en el mar.
“El amor es demasiado difícil”: Jed se había ido, harto de su frigidez, y Jon Gould, su sustituto, había fallecido de SIDA. Se exacerbaron su obsesión por la higiene y su miedo a los hospitales. Su vesícula no dejaba de torturarle. No tuvo más remedio que pasar por el quirófano. Murió horas después, de madrugada. Le habían operado con la peluca puesta.