Nada insinúa en el rostro de Stefan Zweig (1881-1942) el espíritu trágico que se asocia a los suicidas. Su mirada transmite melancolía, pero no desesperación. Se atribuye su decisión de quitarse la vida al temor de que nada pudiera frenar la expansión del nazismo. Sin embargo, sus cuentos esbozan otra posibilidad. Los personajes de Zweig viven para un ideal (el amor, la belleza, la inteligencia, la paz), pero tarde o temprano descubren que nunca conseguirán lo que anhelan y solo perciben una alternativa: adaptarse cínicamente a la realidad o escapar de ella, arrojándose a los brazos de la locura o la muerte.
El horizonte siempre es el mismo: la sensación de pérdida y fracaso, la insatisfacción, el vacío existencial. La literatura de Zweig es hija del Romanticismo, esa titánica rebelión contra los límites que siempre desemboca en la derrota, pero carece de su inocencia, pues entiende que el paraíso nunca existió y que no hay esperanza para el ser humano. Prometeo nunca será desencadenado.
Una meritoria traducción de Alberto Gordo nos permite ahora releer todos los cuentos de Stefan Zweig en un bello volumen de más de mil páginas. La elegancia poética de la prosa atenúa el desgarro de estas historias, que solo una mirada apresurada interpretará como meros folletines. El cronista de la Europa tolerante, refinada y cosmopolita es también el implacable explorador de las pasiones frustradas, del dolor causado por la imposibilidad de realizar un ideal.
“Sueños olvidados”, una breve pieza, reúne a dos viejos amantes que se reencuentran en la vejez. La mujer prefirió casarse con un marido rico que pudiera ofrecerle una lujosa mansión frente al mar, lejos de la pobreza de su niñez. Cuando el hombre que abandonó le pregunta si no le resultó difícil renunciar al amor, contesta que la vida pisotea con violencia todo los ideales, frágiles ensoñaciones que no soportan el contraste con el mundo real.
Algunos personajes de Zweig intentan protegerse, parapetándose detrás una actividad espiritual o intelectual. En “Mendel, el de los libros”, un comerciante judío pasa sus días en un café vienés, atendiendo a todos los que buscan obras raras o descatalogadas. Su prodigiosa memoria es un vasto fichero. Volcado en su tarea, Mendel ni siquiera repara en el estallido de la Gran Guerra. Continúa escribiendo a los libreros franceses, sin reparar en que está carteándose con el enemigo.
[Stefan Zweig, "una mirada única": todos sus cuentos, reunidos por primera vez en un solo volumen]
Su ilusión de vivir al margen de la historia se desvanece cuando las autoridades militares le acusan de traición y es enviado a un campo de prisioneros. Al finalizar la contienda, recupera la libertad y regresa a su café, pero ya no es el mismo hombre. La realidad es una prisión perfecta. Sus barrotes son invisibles y no hay forma de destruirlos. La literatura solo es una evasión ficticia, un simulacro de vida que acaba desvaneciéndose.
Hija de una familia modesta, la protagonista de “Carta a una desconocida” no se resigna a vivir como otras jóvenes de su clase social. Desde niña, alienta un amor imposible. En su edificio vive un apuesto escritor, al que ama en secreto y al que espía con devoción. Su belleza le permitiría contraer un matrimonio ventajoso y disfrutar de una cómoda existencia, pero ella prefiere renunciar a todo por fidelidad a un hombre que ni siquiera conoce su existencia. Gracias al azar, pasará dos noches con él y, en una de ellas, se quedará embarazada, pero no le comunicará la noticia. Su amor no es afecto o deseo, sino adoración.
El escritor es frívolo, superficial y egoísta, pero a ella no le importa. Stefan Zweig observa escrupulosamente las lecciones de Flaubert: su voz nunca interrumpe la narración. Se abstiene de formular reflexiones explícitas, pero eso no significa que carezca de ideas. La desconocida que ama sin esperanza, asumiendo toda clase de sacrificios, es un ser de carne y hueso, pero también un símbolo. Sin incurrir en una molesta y torpe alegoría, Zweig nos revela las consecuencias de vivir un ideal. No solo se renuncia a la felicidad. Además, se falsifica la realidad y no siempre de forma inconsciente.
“Veinticuatro horas en la vida de una mujer” redunda en ese anhelo de materializar los sueños que se desmorona al transitar por el áspero cauce de los hechos objetivos. Una mujer de mediana edad lo pierde todo al enamorarse de un joven desleal e inconstante. Zweig no la censura. Aquí sí se separa de Flaubert, poco compasivo con Emma Bovary. En “Amok”, otra mujer cae en desgracia por un amor adúltero. Su pasión no es indigna, sino incontenible. En Indonesia se llama “amok” a los arrebatos de locura. No hay que deplorarlos, sino comprenderlos, pues brotan de las entrañas y siempre son sinceros.
Zweig es un maestro que ha ganado la batalla a sus detractores. Sus cuentos componen un mosaico deslumbrante
En “Novela de ajedrez”, Zweig plantea otra vez la tentativa de huir de la realidad mediante las piruetas de la imaginación. Una víctima del nazismo se refugiará en el ajedrez para soportar el aislamiento impuesto por la Gestapo. Las 64 casillas del tablero se convertirán en un universo paralelo, donde los movimientos no están regulados por un poder arbitrario, sino por la razón.
Es imposible comentar todos los cuentos, pero si hay que señalar que todos poseen un indudable mérito literario. Menospreciado en los años en que la novela experimental cuestionó el canon realista, Zweig es un maestro que ha ganado la batalla a sus detractores. Sus cuentos componen un mosaico deslumbrante. La introspección psicológica, el apunte lírico y el retrato de ambientes fluyen con la precisión de una melodía cuidadosamente elaborada, donde no hay ninguna nota disonante. Zweig huyó de un mundo que le causaba desolación, pero nos legó una obra que ha convertido el mundo en un lugar mucho mejor.
Su literatura cuestiona su convicción de que la imaginación no puede rectificar las imperfecciones de la realidad. Sus relatos parecen sueños olvidados, pero, si se leen atentamente, se descubrirá que son cristalizaciones perfectas de lo más noble y delicado del ser humano. El suicidio es un acontecimiento irreversible, pero yo creo que Zweig resucita cada vez que lo frecuentamos, contagiándonos de su pasión por la vida.