Una vez le preguntaron a la ucraniana Svetlana Geier (1923-2010), la gran traductora de Dostoievski al alemán, por qué traducía a una lengua que no era la suya, pudiendo hacer el camino inverso. “¿Quién había aquí que quisiera leer ruso?”, respondió, refiriéndose a sus inicios en la década de los cincuenta. “Si hubiese habido lectores, habría traducido al ruso para ellos”. Geier había llegado a Alemania desde Kiev en plena Segunda Guerra Mundial. Huía de las represalias que le esperaban cuando el Ejército Rojo volviera a la ciudad. Se abrió paso primero en una Alemania nazi que se hundía y más tarde en un país devastado y en un ambiente intelectual, el de la República Federal de Alemania, especialmente vetado a las mujeres. Su elección del alemán, ya se ve, no respondía precisamente a razones sentimentales.
Aunque el caso de Geier sea algo distinto al de un escritor —pues ella, aunque solía citar a Canetti cuando le sacaban el tema, no eligió una lengua de creación— lo cierto es que, de la extensa nómina de escritores que hoy escriben en alemán sin que este sea el idioma que les enseñaron sus padres —para muchos el término “lengua materna” es problemático—, no pocos esgrimen también razones prácticas, o una especie de inevitabilidad comparable a la de Geier: el alemán no es más que la lengua en la que se formaron. “Para mí, el alemán es como un traje de buzo, lo uso para salir adelante en las profundidades de la sociedad en la que vivo”, cuenta a El Cultural la escritora de origen ruso Sasha Marianna Salzmann (Moscú, 1985), autora de Fuera de sí (Seix Barral). “El alemán también es el idioma en el que pienso. En alemán mis obras se escriben con mayor facilidad que en ruso (por la construcción sintáctica, por las metáforas comunes), pero leer poemas en alemán me resulta difícil, para eso prefiero el inglés. El turco, por otro lado, lo prefiero para las canciones. Y los mejores chistes se cuentan en yiddish”. Además de novelista, Salzmann es dramaturga y autora residente del Teatro Maxim Gorki de Berlín. Llegó a Alemania a los diez años junto a su familia, gracias a la puerta que abrió el gobierno alemán a los emigrantes judíos de la URSS a principios de los noventa.
Son escritores que, por su educación multilingüe, prestan gran atención al lenguaje y aportan también una visión crítica de la sociedad en la que viven
Según cifras oficiales, entre 1991 y 2004 llegaron a Alemania unos 220.000 emigrantes judíos procedentes de la antigua Unión Soviética. Algunos de aquellos niños son hoy escritores que enriquecen el panorama literario alemán (y especialmente el berlinés). Los hay que tienen un interés limitado, como Vladímir Kaminer, muy popular por sus divertidos relatos sobre la vida de los rusos en Berlín, pero la mayoría son escritores de gran ambición cuyo atractivo trasciende los confines de la literatura en lengua alemana. Se trata de escritores que, por su educación multilingüe, prestan gran atención al lenguaje, sobre el que además reflexionan, y aportan también una visión crítica de la sociedad en la que viven. La propia Salzmann es un buen ejemplo. Igual que Olga Grjasnowa (Baku, 1984), escritora de origen judío-azerbaiyano y autora de A los rusos les gustan los abedules (Ediciones Cómplices).
Grjasnowa, que llegó a Alemania de niña, está escribiendo un libro sobre plurilingüismo desde su experiencia personal. Le parece “absurdo” el debate sobre la lengua materna, pero acto seguido dice que entre el alemán —que aprendió a los once años— y ella “nunca ha llegado a desarrollarse una historia de amor”. Grjasnowa prefiere que no se hable de lenguas maternas o extranjeras, sino de lenguas A, B o C. “Eso se acerca más a mi experiencia personal y además son términos libres de ideología y connotaciones”, explica a El Cultural. Grjasnowa no eligió el alemán: “Tan solo es la lengua que mejor domino, lo cual a veces me atormenta”. La escritora dice tener una personalidad distinta en cada idioma, lo cual ha hecho a su vez que cada lengua que usa se adapte naturalmente a las distintas facetas de su vida: “En ruso soy más bromista; en alemán, más ordenada, quizás más objetiva; en inglés, aunque limitada en mis medios expresivos, me siento mucho más libre y relajada, porque aprender inglés no me supuso ninguna lucha y nadie me oculta mis errores. Con los niños y con los animales hablo instintivamente en ruso”.
“El problema es que Alemania es un país realmente racista y no te llama la atención hasta que no te afecta”, dice Olga Grjasnowa
Grjasnowa y Salzmann participaron el año pasado en el libro colectivo Eure Heimat ist unser Albtraum (Vuestra patria es nuestra pesadilla), donde varios autores con “contexto migratorio”, eufemismo con que se conoce en Alemania a los hijos de los emigrantes, reflexionaban sobre racismo e integración. Aunque algo desigual, el libro aportaba un panorama interesante sobre una generación de escritores que, pese a haberse educado en esa sociedad, tienen cierta visión externa de la misma. “Nosotros, los de fuera, vemos distinto porque nuestra mirada está condicionada por otras experiencias —explica Salzmann—. Por más experiencia, se podría decir. Me parece fundamental mantener la distancia con la sociedad en la que trabajas. Si miramos acríticamente, nos perdemos en imágenes inexactas. No dar nada por sentado nos obliga a mirar con mayor atención”. Para Grjasnowa, la obra de estos autores está condicionada por el lugar que ocupan en una sociedad que los rechaza. “El problema es que Alemania es un país realmente racista y no te llama la atención hasta que no te afecta”, dice.
Un autor bastante celebrado hoy en Alemania es Saša Stanišić (Višegrad, 1978), ganador del Deutscher Buchpreis del año anterior —que vendría a ser la versión alemana del Booker o el Goncourt— con Herkunft (Origen). En su caso, los temas son otros. De padre serbio y madre musulmana, vivió el horror de la guerra de los Balcanes y en 1992, a los catorce años, emigró con su familia a Heidelberg. Sus novelas escritas en alemán están impregnadas de toda esa experiencia. En castellano se publicó Cómo el soldado repara el gramófono (Alfaguara), donde el autor adopta la mirada de un niño para contar parte de lo que vivió durante su infancia en Bosnia. La misma editorial publica a Nino Haratischwili (Tiflis, 1983), autora de voluminosas epopeyas familiares como La octava vida y, recientemente, La Gata y el General. Nacida en Georgia, Haratischwili fue a un colegio alemán y durante años tuvo profesores austríacos y suizos. Su formación le debe mucho a la literatura y la cultura rusas. Desde hace diez años, escribe exclusivamente en alemán y justifica su elección por la pasión que desarrolló por esa lengua durante sus años formativos. Hoy vive a caballo entre su país y Alemania.
“El alemán literario de estos autores está trufado de metáforas, imágenes y expresiones importadas de sus lenguas originarias”, explica Carlos Fortea
En este caso, estos autores «no nativos» proporcionan un acceso a ciertas realidades y culturas que, sin ellos, apenas conoceríamos. “Su papel vehicular a través de su nueva lengua es, en ese sentido, fundamental”, explica Carlos Fortea, traductor de Haratischwili y de Rafik Schami (Damasco, 1946). Schami, autor de El lado oscuro del amor (Salamandra), es otro ejemplo de una generación anterior: tras emigrar desde Siria, adoptó el alemán como lengua literaria a finales de los años setenta y se dedicó a hacer una literatura migratoria de mucho éxito. “El dominio del alemán de estos autores es distinto al de los nativos, y su alemán literario está trufado de metáforas, imágenes y expresiones importadas de sus lenguas originarias”, explica Fortea. “Al traducir a Schami he podido emplear expresiones españolas que se acomodaban mucho a las del autor porque, en realidad, él las había llevado al alemán desde el árabe, que es un sustrato común de su cultura y la nuestra. Eso sí que es una aportación interesante a la literatura alemana”.
Salzmann considera, a su vez, que “lenguaje y obra no pueden separarse”, y cree que todo cuanto escribe está condicionado por el hecho de que lo escribe en alemán. “No hay texto sin su lenguaje, el lenguaje es el texto. Son una unidad como el cuerpo y el alma; no pueden separarse, aunque en Occidente hayamos aprendido a verlo de otra manera. A menudo creemos que llevamos nuestro cuerpo como si fuera una especie de funda de nuestro verdadero yo, pero cualquier buen médico te dirá que somos nuestro cuerpo. No es algo que llevemos a mayores. Lo mismo pasa con el texto; no lleva su lenguaje como quien lleva un abrigo de visón. Es en sí mismo el animal peludo, cálido. Si la piel se cae, es otro. En otro idioma yo escribiría otros libros, narraría de otro modo y es probable que fuera otra persona”.
Solo algunos de los autores más sobresalientes de entre todos los que han elegido el alemán como lengua literaria se han traducido ya al español, si bien tímidamente, en los últimos años, aunque siguen ocupando espacios minoritarios dentro de la literatura que se publica en nuestro idioma. Es el caso de Melinda Nadj Abonji (Bečej, Yugoslavia, 1968) o de la húngara Terézia Mora (Sopron, 1971), ambas ganadoras del Deutscher Buchpreis. De la primera, se tradujo Las palomas levantan el vuelo (El Aleph, 2012), y de la segunda Todos los días (Roca Editorial), aunque su novela más celebrada, Das Ungeheuer (El monstruo) aún está por traducir. De Katja Petrowskaja (Kiev, 1970), que se mudó a Berlín en 1999, se puede leer en español su primera novela, Tal vez Esther (Adriana Hidalgo), ganadora del prestigioso premio Ingeborg Bachmann. Se trata de un originalísimo acercamiento al holocausto en Europa del este. Basándose en la historia de su propia familia, Petrowskaja se mueve por Kiev, Berlín, Varsovia o Moscú y completa una extraordinaria novela de aire impreciso («Tal vez Esther» hace referencia a su bisabuela, de cuyo nombre no está segura) sobre las lagunas y los contornos difusos de la memoria.