En la era de la hiperespecialización, cuesta imaginar un perfil como el de Hans Magnus Enzensberger, que acaba de fallecer a los 93 años. Nacido en Kaufbeuren, Baviera, en 1929, con su muerte se va uno de los últimos representantes de una estirpe clave para entender la segunda mitad del siglo XX: la de los intelectuales que, presos de una curiosidad desbordante y una capacidad no siempre bien domeñada, consideraron el mundo en su totalidad, sin importar el tema, su campo de interés y trabajo.
Su propia biografía resume un mundo, sus sufrimientos y sus transformaciones. No tuvo la influencia de un Sartre o un Camus, ni siquiera de un Günter Grass, pero su radio de acción fue mayor. Nada de lo humano fue ajeno a Enzensberger en un siglo que planteó todo tipo de dilemas políticos, morales y científicos.
Una de sus aportaciones fue la de no recluirse ni temática ni biográficamente en un siglo XX que, a cualquier alemán de su generación, podría haberle bastado para levantar una obra –ese fue el caso de Grass, por ejemplo–. En cambio, sus intereses llegaron incluso a las matemáticas explicadas a los niños en El diablo de los números o la relación entre poesía y ciencia en Los elixires de la ciencia.
También a la Unión Europea en sus momentos más bajos, durante la gestión de la crisis financiera que arrancó en 2008, a la que dedicó críticas acervas por excesivamente burocrática y mastodóntica en El gentil monstruo de Bruselas o Europa bajo tutela (2012). Si bien era una crítica relativamente extendida, este libro refleja bien la actitud de Enzensberger en sus últimos años, cuando encontraba cierto placer en situarse a la contra del pensamiento dominante, a veces hasta caer en cierta previsibilidad.
La disparidad de sus intereses se acompasó con los diferentes géneros a los que recurrió –novela, ensayo, teatro, poesía– y a los distintos oficios que ejerció –periodista, editor, divulgador, dramaturgo–. No es extraño que él, como otros intelectuales del continente, fundara sus propias publicaciones, caso de Kursbuch, que creó en 1965, y TransAtlantik, que dirigió en la década de los ochenta.
En el siglo del papel y la cultura escrita, Enzensberger estuvo presente no sólo en cada debate y en cada género, sino también en cada formato. De aquellos años son algunas de sus obras más importantes: Mausoleo (1975), sobre el mito y las contradicciones del progreso; Conversaciones con Marx y Engels (1981), colección de testimonios sobre ambas figuras o El filántropo (1984), sobre la función social del intelectual.
Si bien sus intereses volaron más allá del siglo XX, el peso de la historia de la pasada centuria marca, sin duda, su obra. Al menos, aquella que se intuye será más recordada con el paso del tiempo. No sólo las relativas a la Segunda Guerra Mundial –tema sobre el que escribió uno de sus mejores libros de su última etapa, Hammerstein o el tesón–, sino también otras como Europa Europa, uno de sus libros más populares y publicado poco tiempo antes de la caída del Muro de Berlín. En él mezcló historia, crónica y mirada personal tras un viaje por distintos países europeos, España entre ellos.
Y es que nuestro país no le fue ajeno, como a casi nadie de su generación, pues fue nuestra Guerra Civil la primera experiencia dramática para muchos de ellos, además del parteaguas definitivo para el drama europeo. De nuevo recurriendo al ensamblaje literario de testimonios y citas, a España dedicó uno de sus libros más señeros, El corto verano de la anarquía (1972), sobre la figura del anarquista Buenaventura Durruti.
Años después, y tras los atentados del 11 de marzo de 2004, reflexionó sobre el terrorismo y escribió El perdedor radical (2006). Pese a que iba cumpliendo muchos años y sus principales aportaciones quedaban atrás, su interés por los temas que marcaban la actualidad no decaía.
Un lugar manido de las despedidas suele definir al fallecido como alguien irrepetible. Y en este caso es así. No sólo por sus méritos individuales al levantar una obra diversa y rica, sino también por lo que su figura tenía de resumen de un siglo y una época que no volverá, la de los polímatas e intelectuales que reflexionaban sobre temas muy distintos y cuyas voces tenían capacidad para influir en el debate público.
En su país, y de su misma generación, queda Jürgen Habermas, pero con un perfil más académico. No hay en esta constatación ningún lamento. En la era de los datos, las redes sociales, la tecnología, los científicos y los científicos sociales, el papel del intelectual existe pero es diferente –y menos prominente– al que ocupó hasta casi el minuto final de su vida Hans Magnus Enzensberger.