Pocas personas habrá tan cualificadas como el novelista y ensayista Gonzalo Celorio (México, 1948) para hacer un repaso significativo de nombres y hechos notables de las letras hispanas, sobre todo de la otra orilla atlántica. En su bagaje profesional acumula puestos relevantes: director del Fondo de Cultura Económica, directivo de la Feria del Libro de Guadalajara y responsable de múltiples cargos universitarios y culturales de su país. Con ese acervo ha escrito Mentideros de la memoria, título cuya modestia indica tanto un rasgo capital de la gavilla de recuerdos como una oralidad comunicativa muy afortunada.
Resultado de semejante experiencia es un buen relato memorialístico que sería aún mejor si hubiera evitado algunas ligerezas. No es Gil Vicente “poeta del medievo” y de ninguna manera puede incluirse a Juan Goytisolo en la selecta nómina de quienes “se han afanado más en la creación de su obra que en su difusión y reconocimiento”.
No faltan tópicos (sobre el premio Cervantes o sobre la colección de clásicos de Cátedra). Sobran, en cambio, datos que alguien con el alto estatus del autor debería haber evitado porque dan a ratos al libro un aire más institucional que personal (así, detallar la ristra de autoridades que subvencionaron un evento).
[Las excelencias de Gonzalo Celorio]
Estos descuidos son, sin embargo, sombras de una variada evocación que ofrece no pocos momentos risueños, curiosos o interesantes. Lo son los apuntes de los cursos de literatura que Celorio daba a un “gineceo” de “mujeres que olían mejor que pagaban” y las consecuencias de la mala lectura que un presidente de su país hizo del discurso que nuestro autor le preparó; o el dispendio asiático en la invitación que le hizo un expresidente, Belisario Betancur, para organizar unos “bolos” literarios. De todos modos, el tono festivo y satírico de estos apuntes tiene contrapuntos serios y dolorosos: las sucias intrigas de los familiares de Juan Rulfo o un discurso explosivo, cómo no, del siempre vitriólico Fernando Vallejo.
Celorio ve de forma cálida a los personajes evocados. No supone ello un absoluto buenismo. A Octavio Paz, a sus hábitos caciquiles, le aplica serios correctivos, aunque educados. Contrasta con la mirada incondicional acerca de Carlos Fuentes, que era no menos cacique que su paisano. El recuerdo de todos ellos suele partir de una base anecdótica, gracias a lo cual la narración resulta muy amena, y da pie a retratos felices. Celorio borda unas cuantas etopeyas.
El tono festivo y satírico de estos apuntes tiene contrapuntos dolorosos: las sucias intrigas de los familiares de Rulfo
Emocionantes las de Julio Cortázar, a quien profesa gran devoción (Celorio dividía su vida “Antes de J.C. y después de J.C.”) y de Alfredo Bryce Echenique, en quien capta como nadie el grado de desvalimiento del gran “mentiroso” peruano. Magnífico el retrato ambiental y social de Dulce María Loynaz. Impactante el desenlace del entierro de la hija de Carlos Fuentes. Simpático y más hondo de lo que aparenta el pasaje sobre García Márquez. Emotiva la vindicación de la poesía y, más aún, de las clases de Luis Rius, nuestro afligido exilado republicano. Y, entre otros nombres menores que podrían haberse suprimido, la enigmática peripecia de uno mayor, y no hispano, Umberto Eco.
La nómina de celebridades literarias rescatadas por un testigo perspicaz indica por sí sola el interés de Mentideros de la memoria. Pero no acaba ahí su atractivo. Ofrece la seducción del buen arte de contar, porque varias de esas piezas tienen una arquitectura tan de buen relato que se convierten en auténticos cuentos. Un mérito a añadir a la jugosa materia anecdótica.