“Por fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver y verlo como quiere”, aseguraba un Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927-Ciudad de México, 2014) siempre críptico, ambiguo y bromista que quizá en esta ocasión dejó traslucir más verdad de la que pretendía. Y es que Macondo, convertido hoy en uno de los lugares imaginarios por excelencia de la literatura universal y en símbolo del realismo mágico, es mucho más que un pueblo polvoriento venido a menos. Es sinónimo de Caribe, de mariposas amarillas y, sobre todo, el refugio de los recuerdos, leyendas y vivencias que acompañaron la infancia de un escritor que dedicaría su vida a transformar aquellos años de su niñez en auténtica literatura.
El largo viaje que recorrió el escritor para conseguirlo está registrado en Camino a Macondo (Random House) una antología de textos, apuntes con ideas, bocetos de capítulos y relatos embrionarios que prefiguran lo que sería el arduo trabajo de García Márquez para convertir en historias todo el universo de su infancia. Todo un mundo de detalles que se fueron precisando con los años en novelas como La hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961) y La mala hora (1962) o en relatos como Los funerales de la Mamá Grande (1962), y que cristalizarían en la monumental y apoteósica Cien años de soledad (1967).
¿Pero hasta qué punto pueden los recuerdos de una infancia —los años con sus abuelos, el pueblo de Aracataca y las memorias de ese mundo perdido— nutrir toda una vida, toda una literatura? “Freud no fue el primero, ciertamente, en entender que somos nuestro pasado; somos lo que ya vivimos, y eso es cierto para todos y no solamente para los grandes narradores”, opina la escritora y periodista Alma Guillermoprieto (Ciudad de México, 1949), autora del enjundioso y bello prólogo que abre el volumen. “Gabriel García Márquez tuvo que exorcizar una infancia difícil, llena de relaciones afectivas complicadas, y lo hizo en los cuentos y novelas cortas reunidas en Camino a Macondo. Solamente así pudo nutrirse de esos mismos recuerdos para crear el Macondo de Cien años de soledad”.
"Como escritor ambicioso, García Márquez no resistía la tentación de mejorar la realidad para hacer una ficción más perfecta"
Refractario en sus memorias a entrar en detalles y maestro en fundir realidad y ficción, cabe preguntarse cuánto de verdad se puede rescatar en el mundo construido por un niño inquieto de ojos grandes alimentado por un abuelo fabulador y contador de historias épicas y una abuela de imaginación desbordante y casi mística. “Creo que muchas veces ni él mismo sabía cuándo había mezclado las dos realidades, la fictiva y la fáctica. Ciertamente no le concedía mayor valor ni a una ni a otra”, apunta Guillermoprieto. “Tenía exquisitamente clara la diferencia entre ficción y realidad, pero como escritor ambicioso, no resistía la tentación de mejorar la realidad para hacer una ficción más perfecta”.
Un mundo hecho de mitos
Una novela tan determinante como Cien años de soledad ha ido tejiendo, en el más de medio siglo que ha pasado desde su publicación, multitud de mitos y leyendas. Desde aquel revelador viaje que un joven Gabo hizo en 1950 con su madre a Aracataca para vender la casa donde había pasado su infancia, en el que advirtió que el presente es un fantasma y lo que está vivo es todo ese pasado que ya murió; hasta el relato de como yendo en coche con su mujer hacia Acapulco para pasar allí sus vacaciones, le asaltó esa ya antológica frase que lo catapultaría al Olimpo de la literatura: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".
"En esa infancia 'macondiana' aprendió Gabo las duras lecciones de la soledad, del tiempo que se muerde siempre la cola en lugar de avanzar, de la sangre que se derrama idiotamente"
Sin embargo, legendarium aparte, Guillermoprieto considera que, en el caso de García Márquez, “casi todos sus momentos de creación giraron en torno a un lugar, unas costumbres, unos pobladores engañosamente bullangueros y una geografía tropical tan engañosamente fértil y colorida”. Fue allí, sostiene la escritora, donde el niño que fue “aprendió las duras lecciones de la soledad, del tiempo que se muerde siempre la cola en lugar de avanzar, de la sangre que se derrama idiotamente. Esos fueron los temas que subyacen en su obra”.
Una obra que, como demuestran los materiales recopilados en Camino a Macondo, el escritor comenzó a pergeñar, incluso de forma inconsciente, muchos años antes. “En el momento de publicar El coronel no tiene quien le escriba, o En este pueblo no hay ladrones, él no sabía qué vendría después. Me da la impresión”, comparte la mexicana, “de que tras Cien años de soledad, García Márquez consideró que todo lo que había escrito antes era, efectivamente, un camino al Macondo de José Arcadio Buendía y Remedios la bella”.
Un exorcismo imposible
Tras el gran logro de su inmortal novela, García Márquez no dejó de explorar este universo —ahí están obras también geniales como Crónica de una muerte anunciada (1981) y El amor en los tiempos del cólera (1985)—, pero sí notó con el paso de los años que, poco a poco, había agotado la mina de sus recuerdos. “Cuando empezó a escribir las columnas de El País fue porque, según explicó, se había quedado momentáneamente sin tema y temía 'que se le enfriara la mano.' Después de El amor en tiempos de cólera pudo liberar su inmensa energía creativa para otros muchos proyectos: la escuela de cine en Cuba, la fundación para promover la crónica en Cartagena, las columnas y reportajes para Cambio…”.
No obstante, todavía planea una pregunta que, en cierto sentido, halla en este volumen antológico nuevas respuestas. ¿Logró exorcizar el colombiano su pasado a través de la escritura? ¿Puede la literatura dar forma y mantener vivos los recuerdos? “No lo sé. En el mejor de los casos la mayoría logramos apenas convivir con el pasado. Tenía un Nobel, una novela inescapablemente famosa, múltiples textos que lo certificaban como uno de los mayores escritores de su tiempo, pero solía decir que él nunca se olvidaba de quién era: 'soy el hijo del telegrafista de Aracataca’”, recuerda Guillermporieto.
“Quizás estaba expresando una nostalgia. Tal vez hubiera querido volver a ese tiempo fértil, a esas aguas profundas del recuerdo”. Un recuerdo, cuyo epitafio escribió él mismo, con forma de profecía, ya en su primera novela, La hojarasca: “Me tranquiliza saber que alguien me recordará en Macondo”.