Tratándose de poesía, fue llamativa la recepción de Las niñas siempre dicen la verdad, primer libro de Rosa Berbel (Estepa, 1997). “Llega provista de la mejor tarjeta de presentación posible: la calidad excepcional de sus poemas”, dijo Fernando Aramburu, quien destacaba la “singularidad” de su escritura y su duende.
Sin ser esto novela, cuando pasa algo así, se espera con expectación el segundo libro. Unos para confirmar sus buenos presagios y otros –un gesto muy español– para corroborar que no era para tanto. Pero no, no defrauda esta nueva entrega. Al revés.
Hay un salto cualitativo en su poética. Más hondura. Lo leído justifica incluso su prematuro, sorprendente ingreso en una colección de consagrados en la que los poetas de la generación anterior a la suya, salvo Javier Rodríguez Marcos, nunca han pisado.
Estamos ante un libro perfectamente imaginado. Desde el título, que alude a esos cuerpos celestes probados científicamente pero invisibles a la observación. Nos lleva a lugares extraños que son y no son de este mundo. Un misterio. Cita a Ron Padgett: “En la literatura y las canciones, / el amor se expresa / a menudo en imágenes del / clima”.
Consta de tres partes, o de dos enfrentadas, diría, a un extenso poema central. La primera, “La muerte natural” es acaso un libro en sí mismo. En sus poemas, más que nada amorosos (“¿Cómo reconocer poemas de amor / cuando el campo semántico / es antiguo?”), predomina el “nosotros” y su tono es dialogado. La ironía, tan presente en su obra anterior, domina la escena. Pronto, una constatación: “La fiesta había acabado para siempre”. Una metáfora: “Al despertar lloramos por la pérdida / de los días hermosos”. Como la de la casa, ahora llena de fantasmas y flores muertas por culpa del calor del verano (más que una estación). Y allí, la niñez: “Lo que nos entusiasma de nuestra infancia, / vuelve como tragedia años más tarde”.
Se precia un aire sentencioso, aforístico a rachas: “Las emociones crean realidades”. Y una soterrada lucha por “conquistar otras palabras” no “gastadas”: “Para hablar del amor, debimos inventar / otro lenguaje”. Y una preocupación civil: “¿Quién trasladó al jardín sin preguntarnos / el cadáver / de nuestra clase media?”. Lo real (“Otras fiestas”) se funde con lo imaginario (“Viajes largos a destinos imposibles”, “El final de los ritos”). Para entonces, “La casa está en ruinas”, otra metáfora. Por medio, poemas memorables como “Posibilidad de la luz”.
La fiesta del lenguaje
“La conquista del paisaje” se basa en otra alegoría: la del desierto. A su travesía remite. Escribió José Ángel Valente: “Cruzo un desierto y su secreta / desolación sin nombre”. Y ella: “Era el desierto un sitio sin edad / por el que ahora vagábamos / huyendo de la muerte”. El amor es el oasis. “La idea de refugio”. El deseo, “una lengua única”. “Asistíamos juntos a la muerte del mundo”. Pero a pesar de todo, la belleza persiste: “lo bello resplandece también / cuando está muerto”.
En “Cuando acabó la fiesta”, tercera parte, esa belleza se constata “insoportable”. “No hay, de ningún modo, / manera de evitar su persistencia”. Llegados a ese punto, se trata de “proteger el futuro / de las desolaciones del lenguaje”. De hallar “el argumento de la magia”. “Es la extrañeza una virtud alegre”. Lo fantasmal y visionario se impone. Léase “Las palabras y las cosas”, que termina: “Una fiesta es un triunfo del lenguaje”. O “Mundos paralelos”. “Amamos el paisaje extraterrestre”, escribe. “A la intemperie”, sólo queda encontrar la palabra que nombre nuestra absoluta soledad.
Cuando uno termina de leer este libro, asiente: “es un milagro estar / justo donde la vida está”.
Post
¿Cómo reconstruir el pasado?
¿Cómo seguir pensando cuando acaban
los ritos
y se han dispuesto todas las
ofrendas?
Tesoros enterrados,
perversidades cósmicas.
Cada uno de nosotros tiene una
razón para callar
Ese es el argumento de la magia.