Cuando el 12 de febrero de 1938 Clara Campoamor cumple cincuenta años en el buque inglés que la traslada a Montevideo, la feminista española lleva ya varias vidas a sus espaldas y a su frente le aguardan otras tantas. La primera de ellas transcurre desde su nacimiento, en 1888, en el seno de una familia de clase trabajadora en el madrileño barrio de Maravillas –hoy Malasaña–, hasta que, en 1898, el año del Desastre, Clara sufre otro más íntimo y personal al quedar, con tan sólo diez años, huérfana de un padre –Manuel Campoamor, republicano convencido– al que adoraba.
Poco después, se ve obligada a abandonar los estudios primarios y a encadenar distintos oficios como el de ayudante de modista o dependienta de un comercio. Con mucho esfuerzo, Clara va ascendiendo peldaño a peldaño en la escala social y en el ámbito cultural y educativo. Cuanto es y representa se lo debe enteramente a su esfuerzo personal. Si para todas las mujeres fue difícil actuar en un terreno totalmente ocupado por los hombres, para ella tuvo el agravante de la penuria y la escasez.
Así, en 1909, aprueba una oposición de auxiliar de telégrafos y cuatro años más tarde obtiene una plaza de profesora de Mecanografía y Taquigrafía en las Escuelas de Adultos. A partir de 1916 empieza a colaborar en distintos diarios y a hacerse un nombre en el ambiente feminista español. Frecuenta el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, como socia en un principio, pero ya en 1930 ocupa un cargo directivo en su Junta de Gobierno.
En 1922, con treinta y cuatro años, Campoamor toma una decisión que será decisiva en su vida. Retoma los estudios, que compagina con diversos trabajos, obteniendo en apenas unos meses el título de Bachiller mientras continúa su labor feminista en el seno de distintas organizaciones como la Sociedad Española de Abolicionismo. A finales de 1924 obtiene en un tiempo récord el título de licenciada en derecho. A partir de ahí se abre ante ella una nueva etapa: el 2 de febrero de 1925 será la segunda mujer en colegiarse en el Colegio de Abogados de Madrid, tras Victoria Kent. En 1926, Campoamor fue la primera mujer que ejerció la defensa de un condenado ante el Tribunal Supremo –caso que ganó–, incrementándose aún más su renombre.
A su intensa actividad jurídica en su despacho de la actual plaza Santa Ana se suman sus múltiples compromisos en diversas asociaciones feministas como el Lyceum Club Femenino, sus viajes por toda Europa en representación de España en los congresos feministas y su actuación en el seno de la Academia de Jurisprudencia de Madrid donde imparte diversas conferencias. Su amiga, la escritora feminista argentina Alcira Olivé, contaba que una tarde que Campoamor disertaba precisamente en aquel foro, un señor del público, nada adicto a la causa feminista, le gritó: "Mejor sería que, en lugar de decir tan bellos discursos, zurciera calcetines". Al día siguiente, la oradora le mandó un par de calcetines de su portero, perfectamente zurcidos, pero... acompañados de una invitación para otra conferencia.
Pionera femenina
Con el fin de defender sus ideales republicanos y democráticos, Campoamor logra ser elegida diputada por Madrid en las elecciones a Cortes Constituyentes de junio de 1931 por el Partido Radical. El 1 de septiembre de 1931 se produce un hito histórico: por primera vez una mujer, Clara Campoamor, habla en las Cortes españolas. Pocos días después, el 14 de septiembre de 1931, se convierte en la primera mujer española en intervenir como delegada del gobierno en la Sociedad de Naciones en Ginebra.
Pero su combate en favor del voto femenino no estuvo exento de obstáculos y zancadillas de toda clase, algunas de ellas muy sonadas como el célebre enfrentamiento dialéctico con Victoria Kent. La aspiración igualitaria de Campoamor se concretó en una frase legendaria: "El sufragio sólo es universal cuando es femenino y masculino". Algo que suele olvidarse es que, además de su ya histórica defensa del voto femenino, la cuestión del divorcio también fue debatida en las Cortes a instancias de Campoamor, quien promovió –presentó su propia ley que luego retiró para votar la presentada por el Gobierno– y defendió la ley del Divorcio.
La diputada radical no sólo no se dejó utilizar por su partido –como sí lo hiciera Victoria Kent– sino que empleó todos los recursos que tuvo a su alcance apoyándose en unos y otros para sacar adelante sus proyectos parlamentarios y lograr su conquista histórica, aunque pagó un precio muy alto por ello. Campoamor no volverá nunca a la actividad política, pero en el exilio le esperan otro tipo de combates a los que esta luchadora obstinada y tenaz, humanista comprometida y entusiasta, no dudará en hacer frente. Así, cuando desembarca en Buenos Aires en marzo de 1938 procedente de Uruguay llevando un infierno de casi dos años a cuestas –en que la tragedia nacional se suma a la suya personal–, aflora una vez más su capacidad de reinvención.
Apenas llegada a Argentina, la exdiputada republicana inicia una colaboración en 1938 en Caras y Caretas, poco después lo hará en la revista de difusión cultural ¡Aquí Está!, así como en Saber Vivir, publicación estrechamente ligada a la producción cultural del exilio republicano, y en la revista mensual femenina Chabela. Entre sus páginas asoma una Clara Campoamor más lírica e íntima que nunca, cuyas circunstancias le llevan a desarrollar una vocación literaria y humanista que hemos descubierto recientemente en España a través de sendos volúmenes titulados Del amor y otras pasiones (Fundación Banco Santander) y La mujer quiere alas y otros ensayos (Editorial Renacimiento).
Junto al intelectual y político liberal cordobés Federico Fernández de Castillejo, Campoamor escribió Heroísmo Criollo. La marina argentina en el drama español, la primera obra que publicaron recién instalados ambos en Buenos Aires y que marcaría el inicio de una fructífera colaboración entre ellos. En esos años de intensa actividad, Campoamor compagina la producción y la traducción literarias con la impartición de cursos y clases magistrales de literatura e historia españolas en diversos foros porteños de prestigio como la Biblioteca del Consejo de Mujeres, la Asociación Patriótica Española o el Liceo de España, donde incluso tuvo un programa radiofónico semanal en el que disertó sobre La mujer de España dedicando cada sesión a una mujer relevante en la historia de nuestro país.
Pese a esta frenética actividad cultural y literaria, Campoamor no descuidó durante sus años argentinos su faceta de jurista. Trabajó en diversos bufetes y fue la mayor contribuidora de la publicación Jurisprudencia Argentina en los años cuarenta, en los que publicó casi cuatrocientas crónicas de jurisprudencia sobre los derechos de la mujer casada y diversos temas de familia. Otra muestra más de su participación activa en la vida cultural argentina y de cómo siguió abriendo puertas a su paso también del otro lado del Atlántico, fue el hecho de que entre 1950 y 1952 la madrileña fue la única representante femenina de los once miembros electos que constituyeron la Comisión Directiva del Ateneo Ibero–Americano, institución faro de la cultura ibero–americana del siglo XX.
Así, la reinvención profesional y personal de Clara Campoamor tomó formas muy diversas a lo largo de esta larga etapa de exilio porteño –acaso la más fecunda y plena de su existencia– que se extendió hasta 1955 y que precedió a una de igual extensión, pero de tintes muy distintos, que pasará en Lausanne, Suiza. Allí falleció en 1972, hace hoy cincuenta años, quien fuera la figura imprescindible en la historia de la emancipación de la mujer española, campeona de los derechos femeninos del siglo XX. Clara Campoamor, la luchadora infatigable que, no satisfecha con reinventar una vez y para siempre a las mujeres, se reinventó incesantemente a sí misma.