Adentrarse en El tercer paraíso es hacerlo por un jardín en primavera, cuando la luz es clara, la humedad refresca el aire y el color de las flores proclama la alegría de vivir. Enseguida se percibe el gusto por el lenguaje y se aprecia la lentitud. Porque su estilo, que se corta en frases breves, aparentemente simples, invita a leer con calma, paladeando los términos, imaginando el paisaje, la tonalidad de los brotes y los pétalos, la forma de bancales, de borduras y de caminos de grava que serpentean y se pierden a lo lejos. El autor de El tercer paraíso es Cristian Alarcón (La Unión, Chile, 1970) y la obra ha sido merecidamente galardonada con el Premio Alfaguara de Novela 2022.
La epidemia por Covid-19 obliga a los países a confinar a sus ciudadanos. El narrador de la historia decide aislarse en su cabaña, situada a las afueras de Buenos Aires, donde se propone cultivar un jardín. Su deseo es neutralizar la inquietud que la situación le provoca y estar en contacto con la naturaleza, foco absoluto de certidumbres. La vida tranquila en el campo le permite rememorar episodios importantes de su vida, de quienes compartieron su infancia y adolescencia porque el paisaje, como dijo Clément, “es un territorio de afecto”.
Incluso recrear momentos anteriores a su nacimiento, protagonizados por aquellos que le marcaron y definieron su forma de estar en el mundo. Al mismo tiempo, la imagen de la naturaleza le lleva a reflexionar —en capítulos cercanos al ensayo— sobre el surgimiento de la botánica y el pensamiento científico.
Hay en este libro una recreación contemporánea del tópico renacentista del menosprecio de corte y alabanza de aldea. Frente a la urgencia de viajar, publicar, impartir conferencias, dar clases, asistir a congresos y desarrollar investigaciones, la reclusión obligada invita a observar, a sentir cada momento, a experimentar la vida tranquila al aire libre.
Y es esa mirada sobre la naturaleza catártica y sus beneficios en el alma la que recuerda al escritor argentino Federico Falco. Frente a Los llanos (2020), sin embargo, la novela de Alarcón concentra una escritura fragmentaria, compuesta por capítulos breves en los que aparecen destellos, reminiscencias de instantes vividos o imaginados, pensamientos y percepciones efímeras, pequeños relatos y anécdotas, algunas de inusitada ferocidad.
En su estilo amable y sosegado, alarcón no desdeña en este libro hermoso la violencia de la realidad
Porque en su estilo amable y sosegado, Alarcón no desdeña la violencia, la dureza de la realidad, lo que causa aversión. Por eso dibuja un tiempo en el que las niñas indígenas, regaladas a los patrones añosos, son abandonadas y más tarde elegidas como esposas de hombres a los que nunca amaron. Y pergeña un espacio en el que las mujeres tienen hijos en la adolescencia, cuando todavía no comprenden el desgarro y el dolor, un universo agresivo en el que los hombres maltratan, pelean, matan y se embriagan para olvidar.
En este libro hay también una mirada deferente —incluso compasiva— hacia las culturas nativas que, en parte, desaparecieron olvidadas por distintas civilizaciones de conquista, aunque no se trata de una observación maniquea. Y hay, sobre todo, una contemplación humana no solo de los niños, las mujeres y los hombres que habitan un cosmos terrible, sino también de la naturaleza que los acoge y de su carácter imperturbable. Incluso se perciben destellos de realismo mágico (hay una madre que es viento cuando quiere), de fuerzas telúricas descomunales y de creencias ancestrales.
El título, El tercer paraíso, remite a la infancia, edén donde los haya, al recuerdo de la abuela Alba en la pequeña aldea de Daglipulli. Pero también a la naturaleza misma, al refugio construido y compartido, al conocimiento y el orden que proporciona la ciencia y a un lugar, producto de la voluntad, en el que, por fin, se ordena el caos. Un libro hermoso.