Orlando Mondragón, el médico que convierte la enfermedad en poesía (y ganó el Premio Loewe)
El mexicano es el primer poeta menor de 30 años que gana el galardón con 'Cuadernos de patología humana', un libro sobre el dolor, la salud, la muerte y la escritura
30 marzo, 2022 02:04Orlando Mondragón (Guerrero, México, 1993) es el primer poeta menor de 30 años que gana el Loewe. También el primer mexicano en hacerlo en esa categoría (Aurelio Asiaín fue Premio a la Creación Joven), pero no el único médico. En la actualidad trabaja como psiquiatra en un hospital. “La psiquiatría se encarga de ver las anomalías del pensamiento y las emociones, y la historia de la poesía es eso”, apunta.
Ganador en 2017 del Premio de Poesía Joven Alejandro Aura por Epicedio al padre (donde a la enfermedad y desaparición del progenitor se une el rechazo de éste por la homosexualidad del hijo), Mondragón publica ahora su premiada segunda entrega.
Está compuesta por veintisiete poemas numerados en romano y catorce prosas (cada dos poemas, una) tituladas “Suturas”. Se abre con dos bien traídas citas: de T. S. Eliot (“El mundo entero es nuestro hospital”) y de Viel Temperley, el autor de Hospital Británico (“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”).
Jaime Siles, miembro del jurado, resume que “es un libro personalísimo sobre el dolor, la enfermedad, la muerte y la escritura, la poesía y la resurrección”. Margo Glantz, jurado también, sostiene que “si no fuera melodramático, diría que en el poema la muerte se vuelve bella”. Mondragón, en fin, se ha referido a “una búsqueda de belleza en esas experiencias tan horribles, incomunicables e intransferibles que nos modifican como personas”.
Sí, desde el principio la enfermedad, que participa de la muerte y, sobre todo, de la vida, cobra protagonismo en un libro que no deja de ser, como afirma Glantz, un “diario médico”. Su ámbito: un aséptico hospital (con sus olores) donde médico (el que da confianza, alivio, consuelo) y enfermo se necesitan. “Me ha interesado explorar el punto de quiebre, el momento en el que se rompe cada individuo”, ha comentado Mondragón.
Y allí, los cuerpos. Y su lenguaje: “Traduzco ese idioma / escondido entre el silencio y la carne. / Lengua de ciegos”. El que utiliza se adecúa a lo narrado: es seco, preciso, cortante. Como perfilado con bisturí (instrumento al que dedica el poema XXVI). Sin concesiones al lucimiento. Según Siles, “tiene la difícil complejidad de la sencillez”. Por su parte, Mondragón cree que “desde que uno empieza a escribir o a verbalizar la experiencia comienza la distorsión”.
Ahí los enfermos (niños o adultos), pero también los intendentes, las limpiadoras, las enfermeras, los conductores de ambulancia, a quienes dedica poemas muy emotivos. Y a los cuidadores, quienes acompañan: “Es tan poco lo que hace falta / para ser una casa. / Apenas estar lado a lado. / Tocarse”.
Leemos: “No es esperanza lo que busca / sino, más bien, una certeza”. Lo que casi siempre falta. Así, al desconectar a alguien: “Mi dedo es el verdugo / que silencia los monitores”. Tampoco falta la feliz expectativa: en los recién nacidos, por ejemplo. Aunque “La vida comienza con ese exilio” y los bebés no hayan desarrollado “la enfermedad del lenguaje”, ve la leche materna y anota: “Qué ganas de sorberla”.
Las “suturas”, reflexiones que no pierden su carácter lírico, se centran en el rojo. El color de la sangre. Una metáfora. A su “lección”. “Hablo en rojo”. “Rojo significa resucitar”.
El breve libro se cierra con un poema más extenso que el resto donde el residente dialoga con los estudiantes. “Yo / permanezco”, concluye. En la “sutura” final: “Salgo a la calle. / Respiro el aire frío”. Aun admitiendo que la lectura discurre por el territorio de la emoción, esperaba uno más de un libro reconocido por tan acreditado galardón. Lo mismo la juventud no basta.
[Le tomo la mano a mi enfermo]
Le tomo la mano a mi enfermo
para saber que sigo vivo.
Ha muerto unos instantes
después de que mis manos
buscaran despertar su sangre.
Oscuras turbulencias
revolvían su pecho.
Su vida coagulada
detenía el oxígeno.
No funcionó.
Su corazón ya no podía hablar,
tartamudeaba.
Dentro de las costillas
un ritmo incompatible, atropellado,
un código sin traducción.
Le tomo la mano a mi enfermo
sin que los otros miren.
El monitor de pulso
sigue chillando con su alarma.
Una enfermera lo apaga. Silencio.