En 2005 apareció la versión española de Franco y el Holocausto, del historiador alemán Bernd Rother (Marcial Pons), en su momento la mejor investigación de conjunto acerca de la conducta del régimen español ante la Shoah. En 2013, Arcadi Espada publicaba En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en el Budapest nazi (Espasa), sobre la salvación de judíos que realizó la legación española en la capital húngara al mando de Ángel Sanz Briz. Aunque la indagación de Espada era mucho más puntual, se permitía conclusiones de largo alcance, pues establecía que la labor de determinados “franquistas buenos” –¡“héroes”!– se hizo, no contra el parecer del Caudillo, sino “en nombre de” este.
Que la aportación de Espada, todo lo discutible que se quiera –en particular el tono periodístico del libro– no era despreciable, lo evidenció el propio Rother, que hizo pública su radical disconformidad: “Espada se equivoca: España salvó judíos a regañadientes”. El aludido entró al trapo con virulencia en un conjunto de artículos, no solo reafirmando sus tesis, sino acusando al alemán de un sectarismo “no ya ideológico, sino meramente humano”, que desembocaba en una actitud “miserable y un ejemplo canónico de extravío moral”.
En 2011 Paul Preston publicaba un estudio sobre la represión franquista, aplicando a esta, desde el mismo título, el concepto infamante reservado para la solución final del problema judío ejecutada por el III Reich: El Holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después (Debate). La idea de que Franco era equiparable a Hitler y la crueldad franquista, un proceso genocida, fue acogida con entusiasmo por una parte nada desdeñable de la historiografía española.
Menciono el contexto, de modo simplificado, para que se entienda la incomodidad de un importante sector historiográfico español al enjuiciar el franquismo ante el Holocausto, por cuanto la repugnancia política y ética hacia la dictadura franquista se aviene mal con reconocer su papel salvador de miles de judíos y no digamos ya con el elogio por dicha actitud. Un equipo de profesores de la Universidad de Extremadura, liderados por Enrique Moradiellos (Oviedo, 1961), incide nuevamente en el tema en un volumen a caballo entre la divulgación generalista y las investigaciones específicas. Estas últimas corresponden básicamente –aunque no solo– a César Rina Simón, autor del último de los cinco capítulos del libro, sobre la judeofobia y el antisemitismo en los diarios conservadores extremeños entre 1931 y 1950.
El otro de los tres autores, Santiago López Rodríguez, firma dos capítulos de carácter menos localista: uno de ellos también se refiere a la prensa, pero tomando varias muestras de los periódicos españoles de la época, para establecer que la información impresa del Holocausto fue exigua y parcial. La segunda de sus contribuciones se refiere al conjunto de la diplomacia española y afecta de pleno a la cuestión que esbozaba al comienzo. El tono del autor es crítico y duro y establece un juicio muy severo del cuerpo diplomático: posterga las iniciativas providenciales de distintos representantes españoles con el argumento de que el objetivo del artículo es analizar “la actuación generalizada” y esta se movió entre la judeofobia, el antisemitismo y, en el mejor de los casos, la pura indiferencia.
“La gran mayoría de los diplomáticos no fueron defensores de los judíos, sino estrictos seguidores de las órdenes enviadas”
La crítica de López Rodríguez se basa en que “la gran mayoría de los diplomáticos no fueron defensores de los judíos, sino estrictos seguidores de las órdenes enviadas” (p. 180), algo que califica como “legalidad intransigente” (p. 193) y conducta “cuestionable”, con algún que otro “agravante” que termina por dibujar una “realidad histórica (…) vergonzante” (p. 195). Reprobar acremente que los diplomáticos se atuvieran a la legalidad supone, cuanto menos, desdeñar el contexto de guerra total y brutalidad generalizada. Es obvio que la inmensa mayoría de ellos no eran héroes, como Sanz Briz, dispuestos a jugarse la vida por salvar judíos. Pero es que, además, el balance final no puede minimizar que no menos de ocho mil personas fueron rescatadas de las garras nazis gracias a la intervención de algunos diplomáticos españoles, ya por iniciativa propia o, según Espada, siguiendo las instrucciones del régimen (una hipótesis que aquí aparece con sordina).
Una ambivalencia semejante se detecta en los dos capítulos de Moradiellos. Aunque irreprochables en su documentación y escritos con pulcritud y elegancia, Moradiellos se sitúa en la órbita de Rother –a Espada ni se le menciona– para situar la política de Franco, lejos de “la leyenda inmaculada” de altruismo humanitario (p. 142), como expresión de un equilibrio pragmático entre las presiones de unos y otros. ¿Podía ser de otra forma?
La dictadura franquista cometió numerosos crímenes y es reprobable por múltiples motivos, pero su conducta ante el Holocausto presenta más luces que sombras, por más que le escueza a una historiografía antifranquista que antepone su carácter militante a la verdad histórica. No es ese el caso de este libro que, con las reservas apuntadas, procura atenerse a cierta ecuanimidad.
Aun así, parece que cuesta reconocer la evidencia: pese a su alineamiento con el Eje, Franco no solo no colaboró con el Holocausto, sino que procuró atenuar sus efectos más crueles y fue el responsable directo del salvamento de treinta y cinco mil vidas humanas. Debe expresarse con esa claridad simplemente porque es verdad.