José Ignacio Carnero y la soledad masculina
Su novela 'Hombres que caminan solos' es la historia de un idiota del siglo XXI, y tiene el don de hilvanar lo tierno con un humor a punto de crueldad
8 febrero, 2021 09:17En una novela de Félix de Azúa (ojalá que en Historia de un idiota contada por sí mismo, nos vendría al pelo, pero no estoy seguro), un personaje obsesivo, erudito y egoísta afronta en el recibidor de su piso barcelonés una noticia definitiva: su mujer se va, quiere el divorcio. En un intento de dignificar ese final, el pobre hombre busca con la mirada algún objeto compartido que regalar a su ya expareja; pero solo encuentra libros, así que, con gran solemnidad, toma de la estantería más cercana un ejemplar del diccionario etimológico de Corominas y lo pone en manos de ella. No se puede dar más ni la pena ni la risa.
O tal vez sí: en una escena memorable, el narrador de Hombres que caminan solos, de José Ignacio Carnero (Bilbao, 1986), recibe la visita de su amiga, expareja y amante ocasional Laia, que acude cómplice al rescate de ese tipo deprimido y solo. Cuando ella pide un gin-tonic, nuestro autoficcionado protagonista también mira alrededor y descubre que lo más parecido que puede servirle es un Orfidal.
De la segunda mitad del siglo XX al primer tercio del XXI, la exigencia mercadotécnica de felicidad y el desmoronamiento de las certezas (“trabajar y amar”, decía Freud y recuerda Carnero; añadamos la ideología y los privilegios) ha dejado al hombre occidental hecho unos zorros. La novela que nos ocupa cuenta, en primera persona, la historia de un treintañero al que la ansiedad, los ansiolíticos, el miedo, la insatisfacción y cierta precariedad (si no económica, al menos vital) han convertido “en un auténtico idiota”.
Mediante un deambular narrativo que me ha recordado al siempre reivindicable Fernando San Basilio o al Lerner de Saliendo de la estación de Atocha, “Jose” se interna en Tinder, viaja a Buenos Aires, intenta eyacular sin fortuna, recuerda a la madre fallecida que despidió en su debut ama (Caballo de Troya, 2019), y se reencuentra con su casi octogenario padre, ser adorable con el que protagoniza una mini road novel muy bonita y llena, miren por dónde, de juegos de espejo generacionales.
Esta es la historia de un idiota del siglo XXI, y tiene el don de hilvanar lo tierno con un humor a punto de crueldad
La masculinidad agotada del protagonista tiene puntos teóricos a debatir (esos hombres solos que se quieren, ¿no son una relectura de la hombría antiheroica y romántica? Esa madre que a todos sostenía, ¿no podría considerarse una forma afectuosa de leer lo femenino como sinónimo del cuidado, clásico false friend del pensamiento conservador?), lo mismo que sus fogonazos de lucidez (Antonio J. Rodríguez ha explicado en La nueva masculinidad de siempre el modo en que Carnero hace dialogar a las fragilidades de sus personajes con el algoritmo de Tinder).
Pero, como hablamos de literatura, todo converge en un estilo: el fraseo del autor es dúctil, ameno, de pronto ofrece algún hipérbaton curiosísimo (“es algo que a nadie he confesado” o “nada he logrado fuera de aquí”, minúsculas inmersiones retóricas muy seductoras), y tiene el don de hilvanar lo tierno con un humor a punto de crueldad: en fin, una exquisitez salvo en dos o tres momentos de costumbrismo tal vez fácil. ¡Y lo que me he reído! Las entrevistas y reportajes insisten poco en ese espíritu de cómico observador que deambula entre patologías contemporáneas con torpeza y humor.
Vuelvo al narrador y Laia, a su gin-tonic sustituido por un Orfidal. Como la de Azúa, la escena da risa y pena; pero es que son los protagonistas quienes ríen, quienes reconocen la tristeza. Su complicidad, la relación difícil de etiquetar que mantienen, la lealtad de su afecto, es lo más contemporáneo de Hombres que caminan solos, la mejor prueba de que esta es la historia de un idiota del XXI, de acuerdo, pero redimida por sí mismo, por su voluntad de ponerse de parte del mundo y por su hartazgo del darse importancia.