Entre nosotros: una vez despojada de su comprensible carga publicitaria (que, por otra parte, no queda desmentida por la lectura del libro), la contraportada de Diez planetas resulta ser de una precisión exquisita a la hora de comprender las claves esenciales de este conjunto de relatos de Yuri Herrera (Actopan, México, 1970). Veamos, por ejemplo, las referencias que le atribuye: en efecto, aquí asistimos a guiños explícitos a Borges, a Cortázar y Melville, y reconocemos un aroma kafkiano en las transformaciones medio alegóricas medio humorísticas pero siempre crueles de sus personajes, o resuena la sátira quimérica del Swift más desatado.
Quizás yo no logre captar del todo dónde andan los elementos dickianos del volumen, pero a cambio me parece particularmente oportuna la alusión a Ursula K. Le Guin: como en “Los que se alejan de Omelas”, un cuento magistral de Le Guin que he utilizado en clase con resultados siempre reveladores, los cuentos de Herrera están siempre a punto de parecer una parábola unívoca y de moraleja fácil, salvo por algún giro perturbador en la trama o un registro equívoco del lenguaje que están ahí para incomodarnos y lanzarnos a una tierra de nadie que ya no es moral sino ética, no pedagógica sino literaria. A esta forma de “ambigüedad” se refiere también la contraportada.
Nada queda libre de desestabilización en Diez planetas. Algunos le exigimos exactamente esto a la literatura
Más: en estos cuentos entre lo fantástico y la ciencia-ficción (son exactamente eso), Herrera va rastreando ciertos temas constantes. Imaginemos los siguientes hashtags: #alteridad #límite #frontera #identidad #inmensidad #cuerpos #comunidad #crueldad #ficción #tiempo. Por ejemplo. Una vez más, la contraportada acierta al resumir todo ello en los severos problemas “de nuestras gramáticas y unidades de medida” para nombrar o calibrar la dimensión insondable de esos diez planetas del título que no dejan de ser el nuestro en un futuro hipotético, o esos diez hashtags que he improvisado, sí, pero que son pistas válidas de lo que nos encontraremos en estas páginas. Planetas en los que cada ciudadano tiene una lengua propia, civilizaciones cuya desigualdad está construida sobre el robo de la lengua de los aplastados por parte de los aplastadores, hombres que leen las narices como si fueran un mapa o un libro, individuos que ya no recuerdan cómo nombrar a los objetos… Eso sí, en cualquier mundo imaginable, la prosa hipócrita de las grandes corporaciones, con sus “sinergias” y su innovación y su emprendeduría, es igual de ridícula. Esa argucia satírica, que se agradece mucho, no desvirtúa la gran cuestión inherente al libro, la de la imposibilidad de acoplar lo infinito con la síntesis que suponen las palabras: “Si podía formular algo así de inmenso, si podía haber un instrumento para enunciarlo –palabras–, entonces aquella cosa no era posible”.
Impulsado a pensar el problema del lenguaje y su posible reconfiguración con vistas a conquistar territorios imposibles, Herrera muestra sus mejores armas: así, en Diez planetas coexisten arcaísmos que de pronto cobran la apariencia de neologismos con neologismos que, de modo misterioso, logran tener la textura de arcaísmos recuperados en una operación arqueológica desconcertante. Su elegancia es innegable y no se permite salidas de tono, pero se bordea el territorio de lo obvio, como cuando, en su ingeniosa reformulación de “Casa tomada”, asigna a los personajes nombres post-lingüísticos como ©°°°, una argucia no particularmente lograda pero que el lector asume con gusto. A cambio, tiene formulaciones magistrales, como la alusión a una “fugacidad urbana” o esa frase feliz según la cual alguien “escuchó no llegar” a otro personaje.
Que la escritura de Herrera permita una lectura conceptual no le niega su fortaleza narrativa, ni su talento para concebir mundos alternativos. En un relato, los trabajadores de un edificio de oficinas se transforman, al final de su jornada laboral, en animales tan jerarquizados como en su realidad “realista”; un terrícola convive con seres de otro planeta a la espera de que llegue algún otro representante de su Tierra de origen, bípedo o no; los exploradores del mundo, esa raza que no sabe quedarse en su casa, solo encuentra al final de sus aventuras dos opciones, devorar o ser devorados; hay un planeta solitario que recuerda demasiado a un ser vivo como para atreverse a bautizarlo; un ser de otro planeta tiene la ocurrencia de escribir el Quijote…
En definitiva, la inventiva de Herrera es exuberante como la de sus maestros, y se muestra riquísima en anécdotas, tramas brevísimas o estructuras narrativas. Ninguna categoría, de especie o de género o ideológica, queda libre de desestabilización en Diez planetas. Algunos le exigimos exactamente esto a la literatura.