La muerte de personas decididamente admirables, como Santos Juliá, supone para todos nosotros -su entorno familiar más inmediato, y a su lado, el círculo de su mundo intelectual y profesional más próximo- una conmoción: una mezcla dolorida y confusa de pesar, incomprensión, desconcierto y malestar, que nos emociona y abruma.
La muerte de Santos Juliá es un hecho trágico. Ha muerto uno de los intelectuales más significados y trascendentes de la Transición, un capítulo imprescindible de ésta, uno de los historiadores que con más inteligencia y ambición se planteó -y puso ante la realidad española-problemas esenciales de la historia española contemporánea, y ante todo uno de ellos (sólo que el más decisivo), el problema de la democracia en España, que Santos Juliá abordó en un conjunto de libros memorables: Vida y tiempo de Manuel Azaña, Transición. Historia de una política española (1937-2017), Historias de las dos Españas, Madrid 1931-1934. De la fiesta popular a la lucha de clases, Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del siglo XX y otros (como autor y coautor, como coordinador y director de obras colectivas, y centenares de artículos y colaboraciones de distinto tipo, y dentro de esto último un hito memorable: la edición de las Obras Completas de Azaña publicadas por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en 2007).
Miembro de una generación nacida durante la dictadura (e inevitablemente enfrentada a ésta), que hizo de la libertad el tema esencial de sus preocupaciones morales y públicas, Santos Juliá planteó, en efecto, su obra (por lo menos desde que terminó por perfilar lo mejor de su pensamiento) como una reflexión rigurosa y exigente sobre la democracia como problema, esto es, la democracia como el problema esencial de la España del siglo XX. Reflexión rigurosa, exigente, impecable; una mirada, la de Santos Juliá, serena, profunda, lúcida, magistral (mirada y reflexión apoyadas en una prosa analítica y una capacidad discursiva imponentes, que rebosaban a partes iguales inteligencia y dimensión moral).
Santos Juliá planteó su obra como una reflexión rigurosa y exigente sobre la democracia como el problema esencial de la España del siglo XX
La obra y el estilo narrativo de Santos Juliá comunicaban trascendencia, ecuanimidad, calidad y serenidad, cualidades que se correspondían con su personalidad, que combinaba afabilidad, buenas maneras, ironía y cercanía, que carecía de pedantería, de amaneramientos y de artificiosidad, que equivalía por todo ello a dignidad y autoridad. Esas fueron precisamente las razones que llevaron a don José María Jover—nuestra referencia inolvidable—a “exigir”, y doy fe de ello, que fuese Santos Juliá y no otro quien coordinase el tomo de la Historia de España Menéndez Pidal que él (Jover) dirigía, tomo relativo a la República y Guerra Civil y que apareció en efecto en 2004.
Jover acertaba. Por detrás de su rigor empírico y de su amplia labor de investigación erudita, Santos Juliá tenía, no ya convicciones ideológicas profundas e insobornablemente democráticas, sino una visión inequívocamente moral ante la España del siglo XX: ante la Guerra Civil, ante la dramática situación en que se encontraron los españoles arrojados a aquella guerra, ante la tragedia española y por tanto, ante lo que ahora—tras la muerte de Franco—había que hacer: reconstruir la democracia en España como un nuevo comienzo histórico, como un proyecto nacional de integración, convivencia y libertad, desde la idea de que entender el pasado y comprender la historia era algo urgente y necesario, casi una misión, para lograr la reconciliación de España y de la sociedad española consigo misma y con su pasado, la única forma de recobrar el verdadero pulso de la libertad.
Azaña y el azañismo, que en la obra de Santos Juliá aparecían como un profundo proyecto de democracia para España, tuvieron para él particular relieve. Porque en la interpretación de Santos Juliá, Azaña habría sido así el primer intelectual en ver el problema de España ante todo como un problema de democracia; porque la razón, o proyecto, de Azaña habría sido ante todo educar a los españoles en democracia, y porque el legado del último Azaña fue precisamente que se estableciera, tras el armisticio y el cese de la guerra, algún régimen de transición que restaurara la convivencia entre los españoles.
La
conmoción que nos produce la muerte de Santos Juliá nos obliga a mantener vivo
su recuerdo, a convivir permanentemente (revisándola y debatiéndola) con su
obra, a prolongar la vigencia de su quehacer y la memoria de su inolvidable
personalidad.