Los nombres de las cosas
La novela corre el peligro en sus primero compases de parecer un Millás indie, pero su sentido del humor adquiere un tono propio
17 mayo, 2019 00:00Mariano Peyrou. Foto: Sexto Piso
En un pasaje muy divertido que habla de los malentendidos que se dan entre el creador y la recepción crítica de su trabajo, uno de los personajes que hablan y hablan en la nueva novela de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) se queja de que las reseñas y artículos favorables que le dedican en prensa siempre malinterpretan su verdadera intención: “Si fuera verdad lo que ellos elogian”, llega a decir, “a mí me parecería que la obra es una mierda”. Veremos si ocurre tal cosa en estas líneas, pero mientras tanto me animo a proponer que ese desplazamiento (no tan) fallido representa con exactitud el tipo de indagación presente en Los nombres de las cosas, un libro preocupado por la relación que las palabras mantienen con la realidad y por las relaciones que las palabras de cada individuo mantienen con las de los otros. Justo por eso, la narrativa de Peyrou tiene la buena fortuna de revelarse lo suficientemente desconcertante, abierta y ambigua como para que los críticos y lectores podamos malinterpretarla, equivocarla o volverla del revés, y sin embargo la conversación no se trunque en ningún momento. Porque estas páginas son, sobre todo, una conversación. Lo digo, en primer lugar, en el plano formal: los tres amigos que ocupan el centro de Los nombres de las cosas, igual que sus parejas o sus hijos, no dejan de protagonizar diálogos que se encabalgan e interrumpen con la naturalidad de quienes piensan en común. Son un cineasta, un novelista y un funcionario de ministerio, y el número de certezas que los protegen frente a sus propios reflejos son escasas. Los diálogos que comparten se llenan de instrumental psicoanalítico, cuñadismo ilustrado, léxico familiar, polémicas cómplices, etc. Se llenan, en fin, de vida verosímil atravesada por una ironía civilizada. En esos pasajes, muy abundantes, la escritura es particularmente brillante y, a riesgo de que el mismo texto se ría un poco de mí, diría que se define por un ritmo casi musical. Ahora, demos otro paso: esta novela también es una conversación en tanto que se aproxima a las cosas, y al lector, desde la interpelación, sin certezas ni univocidades. Miento: no hay equívoco alguno en el amor hacia el hijo o hacia la madre, ni parece posible localizar sombra de ironía en las confesiones emocionantes de admiración frente a un niño de ocho años o una mujer enferma que se va. Son momentos simplísimos y sobrecogedores que emergen en algún punto de los ejes cruzados que unen deseo y muerte, palabra y fenómeno, infancia y desengaño, filiación y paternidad, intimidad y política. Ejes que obligan a definirse o “redefinirse”, a tomar decisiones y luego atenerse a las consecuencias que provocan en el pasado y en el futuro.
Más juguetona que su anterior De los otros (Sexto Piso, 2016), la novela corre el peligro en sus primerísimos compases de parecer un Juan José Millás en versión indie, pero enseguida su sentido del humor y su controlado gusto por la broma lingüística adquieren un feliz tono propio, con algunos momentos genuinamente tronchantes (pienso, por ejemplo, en el sueño del novelista recogiendo el premio Nobel, o en la afirmación por otro lado exactísima de que el más tonto de la clase nunca repite curso) que podrían pasar por neoyorquinos, sección judaísmo. Hacia el final, Los nombres de las cosas parece deshilacharse deliberada y luminosamente, como si fuera el reverso de una representación de Ionesco: la arbitrariedad del lenguaje y la fragmentación del mundo, parecen decir esas páginas, son formas de tristeza que podemos compartir pese a su fugacidad, pese a la muerte, gracias al amor. Como desliza ella misma, el gran secreto de esta novela es su seriedad. @Nadal_SuauLa novela corre el peligro en sus primero compases de parecer un Millás