Los lectores que hace tres años disfrutaron del humor irreverente, la sinceridad y la demoledora ironía de
El mundo de la tarántula, primer libro autobiográfico del cantante y actor
Pablo Carbonell (Cádiz, 1962), sabían que era sólo cuestión de tiempo que debutara como narrador. Y aquí está, bienhumorada y burlona,
Pepita.
En la estela de
Mihura, de
Azcona, y del García Berlanga de
Los jueves, milagro, el cantante de
Toreros muertos plantea en su ópera prima narrativa una astracanada brutal, con una carga de profundidad terrible en su denuncia de lo que la miseria arrastra cuando se alía con una absoluta falta de escrúpulos.
En un pueblo perdido de la España profunda y casi vacía, muy parecido a Riotinto por su pasado esplendor minero, lucha por sobrevivir una familia incapaz de hacer frente a las deudas con su casero, Malaquías, el rijoso cura del pueblo.
El único tesoro familiar es la hija, llamada Pepita precisamente, “una mujer cuya hermosura le da un sopapo de belleza a Stendhal frente a la catedral de Florencia”. Y de Pepita, que no tiene precio aunque su padre, el posadero del pueblo, lo pretenda, depende la suerte de los suyos. En efecto, Curro inventa mil argucias para que su hija acepte como novio al señorito del pueblo, Atanasio, empresario porcino en más de un sentido.
Los duelos de Pepita con el patán despechado y con su avarienta y lenguaraz madre, Urraca, son impecables, tanto como Tarugo, el hermano mayor de la muchacha, a mi juicio el mejor personaje del libro. A él, joven descerebrado no se sabe bien si de nacimiento o por culpa de las drogas, debe el lector los mejores momentos del libro, rozando a menudo el surrealismo.
Impagables también las apariciones de la pareja de guardias civiles y los reproches de Malaquías hacia su escasa parroquia (“estas no son beatas, son satánicas. [...] Dios no se llevas a estas zorras al Cielo porque no las aguanta ni Él”).
Cuando todos los intentos de propiciar el romance fracasen, padre, hijo y cura se confabularán para desatar una nueva fiebre del oro en Riocochino. La quimera resulta más efectiva que el santo que se aparecía los jueves en el filme de Berlanga, pero arrastrará mayores desengaños. No lo duden,
los lectores de Pepita tienen garantizadas horas de diversión gracias a una pluma ágil y certera, a una trama sorprendente y a una mirada cargada de humor y piedad hacia un mundo de sueños que siempre acaba perdiendo la partida.