Hacía treinta años que no se veía una exposición de Munch en Madrid. Esta gran cita con uno de los grandes de la Modernidad, que invita a recorrer 80 de sus pinturas y grabados, será en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, el único que posee obras del pintor noruego en España.
Desde el comienzo, su carrera estuvo salpicada de exposiciones polémicas, que le granjearon fama y prestigio. Edvard Munch (1863-1944) se sabía a contracorriente. A partir de 1885, cuando viaja por primera vez a París, se convierte en el pintor del norte que atraviesa los escenarios de las tendencias vanguardistas en Europa: del simbolismo al postimpresionismo, siempre fiel a sí mismo, hasta convertirse en referente para la joven generación del expresionismo alemán.
En la primera década del siglo XX, bien integrado en Berlín, era ya un pintor de éxito. Aunque desde 1899, Munch reincide en crisis nerviosas, estancias en sanatorios y curas de alcoholismo, que se alternan con sus exposiciones en Berlín, Frankfurt, Colonia, París, Londres, Estocolmo, Hamburgo, Lübeck, Helsinki y Copenhague.
Tras una crisis en la que se le paralizó medio cuerpo, en 1909 vuelve a Noruega, sin que se vean mermadas su producción ni su proyección. Tres años más tarde, una exposición organizada en Colonia por la Liga Independiente de Amigos del Arte y Artistas de Alemania Occidental para trazar la evolución del arte moderno europeo desde el neoimpresionismo hasta el expresionismo sitúa a Munch junto a los ya considerados maestros Cézanne, Van Gogh y Gauguin.
En 1927, llega su canonización, cuando la Nationalgalerie de Berlín le dedica una retrospectiva con más de doscientas pinturas. Después, sería incluido entre los artistas del arte degenerado por el nazismo. Al morir, legó más de 1000 cuadros, 15.400 grabados, 4500 dibujos y acuarelas y seis esculturas, libros y escritos a la ciudad de Oslo. De allí, de su museo, llegan a Madrid la mitad de las obras de la exposición y uno de los dos comisarios, Jon-Ove Steihaug, director del Munch Museet, que ha trabajado en esta muestra con Paloma Alarcó.
La exposición pretende mostrar un Munch total, desde el impresionismo "abocetado" hasta el simbolismo radical
En torno al autor de El grito, símbolo universal de la angustia y la alienación del hombre moderno, dice Steihaug que "se ha construido una imagen de artista deprimido, enfermo, alcohólico, solitario y psicológicamente perturbado que tuvo una infancia desgraciada y odiaba a las mujeres".
Aunque lo cierto es que fue un artista-empresario muy eficaz, rodeado siempre de una red de coleccionistas, galeristas y directores de museos. Sería inútil intentar comprender la obra de Munch si la separamos de la densa atmósfera intelectual de los círculos de pensadores, artistas y literatos con que se codeó en las sucesivas etapas, en locales y revistas ya míticas.
En su juventud, el Gran Café, lugar de encuentro de la Bohemia de Kristiania (la antigua Oslo) donde se fraguó el periódico Impressionisten que publicaría el manifiesto del grupo: "Debes escribir tu vida. Debes arrancar tus raíces familiares. Debes quitarte la vida". En París, donde recibe la influencia de Huysmans a Mallarmé hasta su conexión con La Revue Blanche.
En Berlín, cuando ingresó en el círculo del Zum schwarzen Ferkel (El cerdito negro), la taberna en la que se reunía con el escritor sueco August Strindberg (quien le describió como "el pintor esotérico del amor, los celos, la muerte y la tristeza")con el historiador del arte Julius Meier-Graefe y el médico Paul Möbius, que aseguraba la degeneración de la raza humana en la ciudad con "la atenuación de las características sexuales: hombres afeminados y mujeres hombrunas".
Un círculo en que se leía al célebre Max Nordau, que defendía que "la mujer no es una persona, es una especie", y al que se debe la interpretación de las imágenes pregnantes, creadas por Munch a partir de sus experiencias personales, en banales estereotipos. En todo caso, un grupo generacional que oscilaba con pasión entre la influencia pesimista y misógina de Schopenhauer y el irracionalismo vitalista de Nietzsche, a quien Munch dedica un retrato póstumo. El propio artista se consideraba tan escritor como pintor.
En vida, únicamente publicó el cuento ilustrado Alfa y Omega, pero también escribió una pieza teatral (La ciudad del amor libre, 1906) y contribuyó en varios proyectos teatrales vanguardistas (el más importante, Espectros de Ibsen en el Deutsche Theater de Berlín), además de centenares de cartas y cuadernos de notas con sus reflexiones.
Defendía que su tarea era "diseccionar la vida moderna del alma". O también: "En mi arte he intentado explicarme la vida y su sentido, he pretendido ayudar a los demás a entender su propia vida". Le interesaban los sentimientos de soledad, melancolía, desasosiego o pasión.
Sus propias experiencias eran el inicio para trazar unos espacios escenográficos distorsionados donde se plasman, como bien describe Paloma Alarcó, "las actitudes corporales de unos personajes que se quedan paralizados en una especie de tensión estática en el momento en que su gesto expresa el estado anímico que el artista desea representar. Quizá por ello domina el anonimato, y los protagonistas de sus obras suelen carecer de rasgos, ya que lo esencial es personificar las pasiones mismas". En otra de sus máximas más conocidas, Munch afirmó: "no pinto lo que veo, sino lo que vi".
Hacia 1888 comienza a mostrar escenas de lo que después llamará El friso de la vida, algo comúnmente utilizado para orquestar sus exposiciones. En la que hizo en 1902 en la Secesión de Berlín, se reunirían veintidós obras distribuidas en cuatro secciones: "Semillas de amor", "Florecimiento y deceso del amor", "Ansiedad de la vida" y "Muerte", con cuadros tan conocidos como El Beso, La voz y Madonna, Vampira, Danza de la vida, Ansiedad y Madre muerta con niña. Pero hasta el final de su vida, cuando trabajaba en su estudio en Ekely rodeado de algunas de estas telas, siguió considerando posibles versiones y variaciones de este conjunto serial.
Un ejemplo es El grito, del que vemos aquí una de sus cuatro versiones, procedente del Metropolitan. Tanto en pintura como en grabado, campo en el que Munch fue un auténtico renovador gracias a sus experimentaciones que hacen únicos algunos de sus ejemplares y, en especial, en la técnica de la xilografía, de larga influencia en el expresionismo alemán. Muchas de esas telas y estampas se encuentran en esta exposición que pretende mostrar un Munch total.
El planteamiento curatorial es, a la par, temático y cronológico. Bajo el título de Arquetipos, la muestra ofrece el periplo (circular a la manera del eterno nietzscheano) que recorrió Munch en sus estrategias representativas: desde el impresionismo "abocetado" por el que fue criticado al comienzo de su trayectoria, al simbolismo radical dominado por la intensidad, dinamismo y dramatización de una paleta oscura con tonos modulados en suaves transiciones que envuelven al espectador en paisajes ondulantes, hasta la etapa final cuando las pinceladas enérgicas y coloristas se afirman sueltas, entre goteos, en jóvenes cuerpos desnudos entre los que se vislumbra todavía el gesto escudriñador del pintor, testigo del ciclo de la vida, de sus miserias y su esplendor.
Todo está estructurado en nueve apartados (Melancolía, Muerte, Pánico, Mujer, Melodrama, Amor, Nocturnos, Vitalismo y Desnudos), en los que se reúnen obras tan importantes como Madre e hija, La niña enferma, Mujer vampira en el bosque o Las niñas en el puente.
En su juventud, tras la experiencia orgiástica (y para él, sagrada) del sexo, declaró que sólo pintaría mujeres. Credo que cumplió, como puede comprobarse en esta muestra, donde la mayoría de las obras están protagonizados por ellas. Desengaños, enfermedades y muertes, y el ambiente misógino de su época, le llevaron a entender el amor vinculado al dolor, desplegando una amplia tipología, de la femme fragile a la femme fatale. En su solitaria vejez, se justificaría: "Viví una época en pleno proceso de emancipación de las mujeres. [...] Entonces era la mujer quien tentaba y seducía al hombre, y luego le traicionaba. La época de Carmen. En la época de transición, el hombre se convierte en el sexo débil". Miserias del hombre frente al que esta exposición reivindica al pintor que logró expresar los sentimientos ambiguos y estridentes de la Modernidad.
Con lápiz y papel
Como complemento a la monumental exposición de Munch, Nórdica descubre en El friso de la vida los textos más íntimos y personales del pintor noruego. Munch, que escribió toda su vida diarios, poemas en prosas, relatos y cartas, jamás dejó de jugar con géneros, temas y contenidos. De todo ello da buena cuenta este volumen, espléndidamente ilustrado, que reúne recuerdos de infancia, escenas de amor y reflexiones sobre el arte, como cuando confiesa su pasión por Velázquez o por qué rompió con el impresionismo. Conmueven especialmente algunos fragmentos de su diario íntimo. Un ejemplo: "La enfermedad, la locura y la muerte fueron los ángeles negros junto a mi cuna". Un puro grito escrito.