Luisgé Martín. Foto: José Luis Cánovas

Durante muchos años, Luisgé Martín fue una cucaracha. Con esta definición tan cruda se presenta en El amor del revés (Anagrama), memorias de una juventud llena de sufrimiento y desgarro por su no asumida homosexualidad. Una cucaracha, en el sentido en que el escritor emplea el término en este libro, es "una persona que sabe que repugna y que además piensa que es normal que provoque ese rechazo, de modo que se mantiene en la oscuridad y, cuando alguien enciende la luz, corre a su madriguera para esconderse". Así, Martín (Madrid, 1962) pasó su adolescencia y su primera juventud negando su identidad, su verdadera orientación sexual, camuflándose, inventándose caretas con las que pasar inadvertido y encarnando una de las máximas de François de La Rochefoucauld a la que alude varias veces en el libro: "Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás que al final nos disfrazamos para nosotros mismos". Hoy, casi a modo de pasatiempo, se entretiene pensando qué rasgos de su carácter son naturales y cuáles son parte de aquel disfraz que construyó durante años. "No lo sé y creo que nunca lo sabré", asume. Porque el disfraz quedó incrustado en la verdadera piel.



Sin todo ese sufrimiento, Martín habría sido un escritor muy diferente. "Incluso puede que no hubiera llegado a ser escritor, aunque esto es más improbable porque empecé a escribir a los ocho años. En cualquier caso, habría sido un escritor completamente distinto, no me habrían interesado tanto la identidad, el amor, la sexualidad morbosa, temas que son fundamentales en mi literatura". De hecho, el autor considera que El amor del revés es "una llave perfecta" para entender el resto de sus libros, como las novelas La muerte de Tadzio o Los amores confiados y los personajes de sus relatos, reunidos en títulos como Los oscuros y El alma del erizo.



Martín cargaba estoicamente con su desgracia, enamorándose secretamente de amigos y aliviando en solitario las urgencias fisiológicas de la pubertad. Incapaz de contarle nada a su familia, buscaba refugio desesperadamente en la literatura y en todas las disciplinas del saber. De hecho, cree que si hubiera sido heterosexual hoy sería mucho menos culto. "En el libro soy un poco cruel y digo clasistamente que hoy sería alguien que ve el fútbol por la tele y que veranea en sitios cutres. Sin embargo, sin ser cínico, creo que si hubiera podido elegir habría elegido eso. Si uno pudiera optar entre sufrir o no, no tendría justificación alguna escoger el sufrimiento".



Su tragedia se veía agravada por la estricta moralidad católica que recibió, no tanto por parte de su familia como en el colegio. Rezaba todos los días para que le gustaran las chicas. "No se adoctrina el pensamiento, se adoctrina el corazón", escribe en El amor del revés. Por eso es tan difícil deshacerse de ese sentimiento de culpa adquirido durante la educación religiosa, aunque uno ya ni siquiera crea en Dios, dice el autor de La vida equivocada. "Lo que me ocurrió a mí y a millones de homosexuales era peor que cualquier represión externa. Era una represión interna, la negación de la propia identidad, tratar de aniquilarte porque sentías que estabas enfermo".



Martín nunca fue insultado, no sufrió acoso escolar, sus padres nunca sospecharon nada, nunca tuvo problemas en el trabajo, nunca fue rechazado. Era lógico, nadie sabía que era homosexual. "Pero estaba ese bajo continuo, ese paisaje social que consideraba la homosexualidad una cosa insólita, anómala, que le ocurría a gente rara con familias desestructuradas. A alguien con todas las herramientas normales no podía pasarle. Eso me hacía sentir completamente rechazado aunque nadie supiera la verdad".



Durante mucho tiempo, Luisgé Martín deseó ser heterosexual con todas sus fuerzas, hasta el punto de someterse a terapia psicológica. El abominable electroshock para curar la homosexualidad era cosa del pasado, pero aún se ofrecía la "conversión" por medio de la terapia conductual, muy en boga en los años 80. Con un método basado en el castigo y la recompensa, la clínica prometía convertir al paciente, como mínimo, en bisexual. La terapia otorgó al joven, durante algún tiempo, la esperanza de "una vida normal". Se engañó y trató de cortejar a algunas chicas, pero, como era de esperar, el experimento fue un fracaso total.



El autor se recuerda con quince o dieciséis años cogiendo el metro hasta un barrio alejado del suyo, donde nadie pudiera reconocerle, explorando las calles en busca del quiosco más adecuado (expositores a la vista, quiosqueros jóvenes o mujeres) y planeando su estrategia hasta que se decidía finalmente a comprar una revista erótica en la que poco a poco empezaban a colarse contenidos homosexuales. "Aquel muchacho hoy me inspira ternura. Si lo viera, me darían ganas de abrazarlo", dice Martín. ¿Y qué sentiría ese muchacho al verle a él ahora y descubrir que conseguiría salir del armario, casarse, tener una vida normal y ser un escritor con éxito?



"Se moriría del susto. Si le dijeran que no solo se iba a casar en un bodorrio, sino que escribiría un libro contando todo lo que había intentado ocultar, y que le harían entrevistas sobre el asunto, sentiría mucha vergüenza. Pero desde la perspectiva del señor de 54 años que retrospectivamente se siente identificado con ese niño, sentiría orgullo".



En los consultorios sentimentales y en los anuncios clasificados de aquellas revistas Martín descubrió por fin que existía un mundo oculto habitado por seres como él, algunos más clandestinos y atormentados que otros. Aunque se había jurado, a la manera de Scarlett O'Hara, que mantendría en secreto su homosexualidad y que renunciaría por completo a ponerla en práctica, finalmente se atrevió a aceptar su naturaleza y a buscar a sus semejantes, siempre en las sombras. "Hasta los treinta años, nunca pensé que mi vida se normalizaría. No era ni siquiera una opción. Podía imaginar que me daban el Nobel, que me fuera muy bien profesionalmente, pero jamás en esos planes imaginé una vida sentimental normal. Como mucho me conformaría con tener algunas relaciones clandestinas más o menos satisfactorias".



Dice Martín que uno nunca llega a curarse de "la enfermedad de la cucaracha" o que, en todo caso, es un proceso muy largo semejante al goteo de un reloj de arena, pero sí que hubo un momento que marcó un antes y un después en su camino hacia la liberación y la plenitud. "Sucedió en la estación de Barcelona. Volvía de vacaciones con mi primer novio serio y sentí que algo había cambiado, que a partir de entonces podría construir una vida que nunca creí posible. Se puede decir que fue un momento fundacional".



El libro de Martín sirve también como crónica del ambiente gay en el Madrid de los ochenta y noventa, así como de la lucha por los derechos de los homosexuales en nuestro país desde la vuelta a la democracia. Lo más chocante en este sentido es que en los ochenta, dentro de los círculos progresistas, todavía era un tema tabú. "En Barcelona tengo el recuerdo de Jordi Petit, que desde los primeros 80 o incluso antes reclamó los derechos de los homosexuales, pero en el mundo universitario de Madrid, donde se luchaba por todo lo habido y por haber y por todos los pueblos del mundo, nadie se preocupó por esto. Aunque la homosexualidad ya no era considerada una enfermedad, seguía siéndolo socialmente. En el Un, dos, tres se contaban chistes de mariquitas todo el día, la izquierda seguía siendo machista y homófoba. A nadie le parecía que recuperar la dignidad de los homosexuales fuera importante, ni siquiera a los propios homosexuales, como era mi caso". Poco después llegarían los desfiles del Orgullo Gay, y a Martín le molestaban. "Por entonces yo aún repetía el argumento homófobo de que eran cuatro mamarrachas con tacones. Para mí los gays éramos Proust, y no esa mamarrachada".



Confiesa el autor de El amor del revés que no disfruta escribiendo. "Soy de esos escritores que escriben como si picaran piedra, pero en este caso ha sido una experiencia absolutamente feliz", aunque el libro esté lleno de vivencias traumáticas. "Normalmente me quiero poco, pero en este proceso de escritura me he querido bastante", reconoce el escritor.



Martín completó hace años su metamorfosis inversa a la de Gregor Samsa. Se casó con su pareja en 2006, en cuanto la ley lo permitió, en una boda a la que asistió toda su familia, sus compañeros de trabajo y sus amigos. "En cuestión de derechos está todo conseguido, pero los cambios profundos los producen las generaciones, no las leyes", opina el escritor. "Es un proceso histórico que exige tiempo, pero a los poderes públicos aún les queda por hacer dos cosas. Una es recuperar la asignatura de Educación para la Ciudadanía, es necesario un adoctrinamiento obligatorio en esta materia, ya que los adoctrinamientos socialmente compartidos no son adoctrinamientos sino ejercicios de democracia. Hay que obligar a entender a los chavales que la diversidad sexual no tiene que ver con ideologías. Y por otra parte hay que endurecer las leyes contra los delitos de odio".



@FDQuijano