John Fitzgerald Kennedy. Discursos (1960-1963). Una Presidencia para la Historia
Tecnos publica una recopilación de los discursos del 35° presidente de los Estados Unidos a punto de cumplirse los 50 años de su muerte
27 septiembre, 2013 02:00John F. Kennedy y su mujer, Jackie Kennedy © Mark Shaw / mptvimages.com
John Fitzgerald Kennedy fue el 35° Presidente de los Estados Unidos de América, elegido a los 43 años en 1960. Su mandato como presidente se inició el 20 de enero de 1961 y concluyó trágicamente el 22 de noviembre de 1963, día en que fue asesinado en Dallas (Texas). Durante su gobierno se llevó a cabo la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba, la "crisis de los misiles" -con escenario también en la isla caribeña-, la construcción del Muro de Berlín, el inicio de la carrera espacial entre estadounidenses y soviéticos, la consolidación del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, así como el inicio de la escalada militar que daría lugar a la Guerra de Vietnam. Tecnos edita en este estudio los discursos de JFK desde que se convierte en candidato democrata a la presidencia de EE.UU. hasta el previsto para la fatidica tarde en que perdio la vida asesinado. El libro cuenta con prólogo de Antonio Garrigues Walker y está editado por Salvador Rus Rufino.Aquí puede leer dos de los discursos de 'John Fitzgerald Kennedy. Discursos (1960-1963). Una Presidencia para la Historia'.
Al aceptar su nombramiento como candidato del Partido Demócrata a la presidencia de los EE UU (15/7/1960)
La tarde del 15 de julio de 1960, el senador por Massachusetts John F. Kennedy se presentó ante una multitud de ochenta mil personas que abarrotaban el Memorial Coliseum de Los Ángeles (California) para hacer pública su aceptación como candidato del Partido Democrático a la presidencia de los Estados Unidos. Ante tan concurrida asistencia de público, el senador Kennedy habló de la Nueva Frontera, una frontera llena de peligros y de oportunidades desconocidas hasta ahora, una frontera de esperanzas y problemas que están por concretarse mientras se avanza hacia ella. Gobernador Stevenson, senador Johnson, señor Butler, senador Symington, senador Humphrey, portavoz Rayburn, compañeros del Partido Demócrata, quiero expresar mi agradecimiento al gobernador Stevenson por su generosa y cariñosa presentación. Fue para mí un gran honor elegirle para la nominación de la Convención del Partido Democrático de 1956 y estoy encantado de poder contar con su apoyo, su consejo y sus recomendaciones en los próximos meses.Con un profundo sentido del deber y de la alta responsabilidad que implica, acepto la nominación. La acepto con un corazón lleno de gratitud, sin reserva alguna, y con una sola obligación, dedicar cada esfuerzo de mi cuerpo, de mi mente y de mi espíritu a conducir hacia la victoria a nuestro partido y devolver a nuestra nación su grandeza.
Estoy muy agradecido, también, porque me han proporcionado una elocuente declaración de la plataforma de nuestro partido. Promesas realizadas de forma tan solemne deben ser mantenidas. «Los derechos del hombre» -los derechos civiles y económicos fundamentales para la dignidad de todos los hombres- constituyen en verdad nuestros primeros principios. Esta es la plataforma con la que voy a concurrir a las elecciones con entusiasmo y convicción.
Por último, estoy agradecido porque en los próximos meses voy a contar con el apoyo y la confianza de otros muchos compañeros. Junto a mí estará un hombre distinguido que aportará fuerza y unidad a nuestra plataforma y a todo el equipo, Lyndon Johnson, uno de los mejores hombres de Estado de nuestro tiempo; también estará Adlai Stevenson, uno de los grandes oradores que necesitamos como nación y como personas; Stuart Symington, un gran luchador cuyo apoyo agradezco y que me dio la bienvenida; el presidente Harry S. Truman3, y mi compañero de viaje en Wisconsin y Virginia Occidental, el senador Huber Humphrey. Y con nuestro querido y valiente presidente, Paul Butler.
Me siento mucho más seguro teniéndolos a mi lado una vez más. Y estoy orgulloso porque no estamos como nuestros competidores del Partido Republicano. La unidad de sus filas son aparentemente tan débiles que no ha surgido ningún candidato con la competencia y el coraje suficientes para celebrar una convención abierta. Soy plenamente consciente de que el Partido Demócrata, al nominar a alguien con mis creencias, ha asumido, como muchos piensan, un nuevo y peligroso riesgo, nuevo al menos desde 1928. Pero en cambio, yo lo considero de otra manera, el Partido Demócrata manifiesta, una vez más, su confianza en el pueblo americano y en su capacidad para decidir de una manera justa y libre. Y vosotros, al mismo tiempo, habéis depositado vuestra confianza en mí, y en mi capacidad para realizar un juicio libre y justo, para defender la Constitución y mantener mi juramento, y rechazar cualquier tipo de presión religiosa u obligación que, directa o indirectamente, pudiera interferir en mi conducta para decidir como presidente a favor del interés nacional.
Mi apoyo durante catorce años a la educación pública, mi defensa de la completa separación entre Iglesia y Estado, y resistir las presiones de diferentes fuerzas en cualquier materia, debe quedar claro para todo el mundo desde ahora mismo. Espero que ningún estadounidense, considerando las cuestiones tan importantes a las que se enfrentan los EE UU, tirará su voto a la basura votando por mí o contra mi candidatura teniendo en cuenta solo mi filiación religiosa. Esto no es relevante. Deseo hacer hincapié en lo que algún líder político o religioso ha afirmado sobre este tema. Cuantos abusos tuvieran lugar en otros países o en otros tiempos no son relevantes. No es relevante que existan presiones, si alguna hay, que posiblemente podrían ser ejercidas sobre mí. Te estoy diciendo ahora lo que tenéis derecho a saber: que mis decisiones sobre cualquier política pública serán mías, y las tomaré como estadounidense, como demócrata y como hombre libre.
En ningún caso podemos pensar que la victoria que perseguimos en noviembre va a ser fácil. Todos lo sabemos en nuestros corazones. Conocemos el poder de las fuerzas que se alinean contra nosotros. Sabemos que invocarán el nombre de Abraham Lincoln a favor de su candidato, a pesar de que la carrera política del candidato con mucha frecuencia no ha mostrado afecto alguno hacia nadie, y en cambio sí maldad hacia todos. Sabemos que no será fácil hacer campaña contra un hombre que ha opinado y votado en cualquier lugar sobre todos los asuntos. El señor Nixon puede sentir que ha llegado su momento, después del New Deal y del Fair Deal , pero antes de que él reparta las cartas, alguien tiene que cortar mejor la baraja. Ese «alguien» puede ser cualquiera de los millones de estadounidenses que votaron por el presidente Eisenhower, pero que se niegan a hacerlo a su sucesor. Así como los historiadores nos han contado que Ricardo I no estaba a la altura para suceder al audaz Enrique II y que Ricardo Cromwell carecía del talento y de las condiciones para usar el manto de su tío, puede que ellos añadan, en los próximos años, que Richard Nixon no pudo seguir los pasos de Dwight D. Eisenhower.
Quizás él podría continuar con las políticas del partido, la de Nixon, Benson, Dirksen y Goldwater. Pero esta nación no puede permitirse tal lujo. Tal vez podríamos tolerar mejor a un Coolidge seguido de Harding. O soportar un Pierce después de Fillmore. Pero después de Buchanan esta nación necesitaba un Lincoln, del mismo modo que después de Taft necesitábamos un Wilson y después de Hoover, fue necesario un Franklin Roosevelt... Y tras ocho años de un sueño pesado e irregular, esta nación necesita un liderazgo demócrata fuerte y creativo en la Casa Blanca.
Pero no tenemos solo que competir contra Nixon. Nuestra tarea va más allá de señalar los fallos de los republicanos. No es esto totalmente necesario. Las familias que se han visto obligadas a abandonar sus granjas sabrán qué votar sin necesidad de que se lo contemos. Los mineros desempleados y los trabajadores textiles saben a quién votar. Las personas mayores sin seguro médico, las familias sin casas dignas, los padres que no pueden proporcionarles a sus hijos una alimentación y una educación adecuada, todos saben que ha llegado la hora del cambio. Pero pienso que los estadounidenses esperan algo más de nosotros que gritos de indignación y críticas. Los tiempos son muy graves, el desafío muy urgente y las metas muy elevadas para permitir y caer en las pasiones habituales de los debates políticos. No estamos aquí para lamentar la oscuridad, pero sí para prender la vela que pueda guiarnos a través de las tinieblas hacia un futuro seguro y sano.
Como Winston Churchill dijo cuando asumió la responsabilidad de su cargo hace veinte años: si abrimos una confrontación entre el presente y el pasado, podemos estar en peligro de perder el futuro. Ahora nuestra preocupación debe ser sobre ese futuro. En un mundo que está cambiando, la vieja era está terminando. Los viejos caminos y formas no funcionan. En el extranjero, el equilibrio del poder está cambiando. Existen nuevas y más terribles armas, nuevas e inseguras naciones, nuevas exigencias de la población y privaciones. Un tercio del mundo, como sabemos, puede ser libre, pero otro tercio es víctima de una cruel represión, y el último tercio está atrapado en el dolor de la pobreza, el hambre y la envidia. Se libera más energía en el despertar de esas nuevas naciones, que por la fisión nuclear. Mientras tanto, la influencia del comunismo ha hecho más avances en Asia, se ha puesto a horcajadas sobre el Oriente Próximo y ahora está asentado a una noventa millas de la costa de Florida. Nuestros amigos están asentados en una cómoda neutralidad, son neutrales en medio de la hostilidad. Como nuestro orador principal nos ha recordado ahora, el presidente que comenzó su mandato viajando a Corea, al final ha quedado fuera de Japón.
El mundo ha estado en otros tiempos cerca de la guerra, pero ahora el hombre, que ha sobrevivido a todas las amenazas anteriores, ha tenido en sus mortales manos el poder suficiente para exterminar todas las especies siete veces. En nuestra casa, el rostro cambiante del futuro es también revolucionario. El New Deal y el Fair Deal fueron medidas audaces para otras generaciones, pero esta es una nueva generación. Una revolución tecnológica nos ha llevado a un extraordinario incremento de la producción, pero aún no sabemos cómo aprovechar este incremento de manera útil, protegiendo, al mismo tiempo, la total paridad de los derechos y los ingresos de nuestros agricultores. Una explosión demográfica en las ciudades ha abarrotado nuestras escuelas, llenado los suburbios y ha incrementado la miseria en los barrios más pobres. Una revolución pacífica a favor de los derechos humanos, que exigían el fin de la discriminación racial en todas las manifestaciones de la vida en comunidad, ha puesto a prueba las limitaciones impuestas por un liderazgo político dubitativo. Una revolución en la medicina prolonga la vida de nuestros ciudadanos ancianos sin proporcionarles, en cambio, la dignidad y la seguridad que merecen en los últimos años. Y la revolución de la automatización de las máquinas sirve para reemplazar a los hombres en las minas y fábricas de los Estados Unidos, sin tener que suplir sus ingresos o su formación o sus necesidades de pagar al médico de familia, al tendero y al propietario de la casa.
También se ha producido un cambio, una ralentización, en nuestra fortaleza intelectual y moral. Siete años de escasez, de sequía y de hambruna han agostado el campo de las ideas. El descrédito ha caído sobre nuestras agencias reguladoras, y una putrefacción seca, comenzando por Washington, se está filtrando por todos los rincones de América; la mentalidad payola confunde lo que es legal y lo que es correcto, y esta confusión debe ser desterrada de nuestras vidas.
Son muchos los estadounidenses que han perdido su rumbo, su voluntad y el sentido histórico de sus proyectos. Es el tiempo, en definitiva, de una nueva generación de líderes, hombres nuevos para hacer frente a los nuevos problemas y nuevas oportunidades. En todo el mundo, sobre todo en las naciones más nuevas, los jóvenes están llegando al poder, son hombres que no están lastrados por las tradiciones del pasado, hombres que no están cegados por los viejos temores, odios y rivalidades. Son hombres jóvenes que pueden superar las consignas, los delirios y las sospechas antiguas.
El candidato republicano, por supuesto, también es un hombre joven. Sin embargo, sus propuestas parecen tan viejas como las de McKinley. Su partido es el partido del pasado. Sus discursos son generalidades sacadas del Almanaque del pobre Richard. Su plataforma, formada por los tablones que sobran en el Partido Demócrata, tiene el mismo coraje que el de nuestras antiguas convicciones. Su promesa es una promesa para mantener una misma situación, pero hoy no hay status quo.
En esta noche miro hacia el Oeste, hacia lo que fue la última frontera. Desde las tierras que se extienden a tres mil millas detrás de mí, los pioneros de antaño renunciaron a su seguridad, a su bienestar y, en ocasiones, a sus vidas para construir un mundo nuevo, aquí, en el Oeste. No quedaron atrapados en sus propias dudas o prisioneros del precio de sus etiquetas. Su lema no era «Sálvese quien pueda», sino «Todo por la causa común». Estaban decididos a construir un mundo nuevo, fuerte y libre, para superar sus peligros y sus dificultades, para vencer a los enemigos que les amenazaban, tanto los de fuera como los de dentro. Hoy en día algunos dirían que estas luchas han terminado, que todos los horizontes se han explorado, que todas las batallas se han ganado, que ya no hay una frontera americana. Pero confío en que nadie en esta gran asamblea esté de acuerdo con esos sentimientos. Los problemas no están todos resueltos, las batallas no están todas ganadas, hoy nos encontramos junto a una Nueva Frontera (New Frontier), la frontera de los años 1960. Una frontera con oportunidades, riesgos y peligros desconocidos. Una frontera llena de esperanzas incumplidas y amenazas. Woodrow Wilson con su New Liberty prometió a nuestra nación un nuevo marco político y económico. El New Deal de Franklin Roosevelt ofreció seguridad y socorro a los más necesitados. Sin embargo, la Nueva Frontera de la que os hablo no es un conjunto de promesas, es un conjunto de desafíos. En ella se resume todo lo que no tengo la intención de ofrecer al pueblo estadounidense, pero sí todo lo que voy a pedirle. Algo que apela a su orgullo, no a su cartera, propone ofrecer la promesa de más sacrificios en lugar de más seguridad. Pero yo os digo que la Nueva Frontera está aquí, tanto si la buscamos como si no.
Más allá de esa frontera están los inexplorados ámbitos de la ciencia y del espacio, los problemas no resueltos de la paz y de la guerra, los invictos bolsillos de la ignorancia y de los prejuicios, de las preguntas sin respuestas, de la pobreza y la abundancia. Sería más fácil escamotear los deberes que impone esa frontera, mirar a la mediocridad y a la seguridad del pasado, para dejarnos arrullar por las buenas intenciones y la retórica de quienes prefieren que, por supuesto, no se me vote, independientemente del partido al que pertenezca. Pero creo que los tiempos demandan una nueva capacidad para la invención, la innovación, la imaginación y la decisión. Estoy pidiendo a cada uno de vosotros que seáis pioneros en esta Nueva Frontera. Apelo a los jóvenes de corazón, sin importar la edad, a todos los que responden a la llamada de la Biblia: «Esfuérzate, sé valiente, no temas y no desistas en tu esfuerzo». Coraje y no complacencia es lo que hoy necesitamos, liderazgo y no marketing. Y la única prueba válida de la dirección es la habilidad para dirigir y para hacerlo de una forma vigorosa. Una nación cansada, dijo David Lloyd George, convierte a un país en conservador, y los Estados Unidos hoy en día no pueden permitirse el lujo de estar cansados o ser conservadores. Es posible que algunos deseen escuchar más, más promesas a este grupo o a otro, más retórica acerca de los dirigentes del Kremlin, más garantías de un futuro dorado, donde los impuestos son siempre bajos y los subsidios siempre altos. Pero mis promesas están en la plataforma que se ha constituido, nuestros fines no se conseguirán mediante la retórica y tendremos fe en el futuro, solo si tenemos fe en nosotros mismos. Puesto que la dura realidad de los hechos es que nos hallamos ante esta frontera en un momento histórico decisivo, debemos demostrar al mundo entero, una vez más, si esta nación, o cualquier otra así concebida, puede perdurar.
¿Puede una nación organizada y gobernada como la nuestra soportar esta situación? Esta es la verdadera cuestión. ¿Tenemos el valor y la voluntad? ¿Se puede llevar a cabo este proyecto en una época donde seremos testigos no solo de nuevos avances en armas de destrucción, sino también de una carrera por el dominio del cielo y de la lluvia, de los océanos y las mareas, en el lejano espacio y el interior de la mente de los hombres? ¿Estamos a la misma altura del desafío? ¿Estamos dispuestos a igualar el sacrificio de los rusos en el presente para construir un futuro mejor, o debemos sacrificar nuestro futuro con el fin de disfrutar el presente?
Esa es la pregunta que formula la Nueva Frontera. Esta es la elección que debe realizar nuestra nación, una opción que se encuentra no solo entre dos hombres o dos partidos, sino entre el interés público y el bienestar de los ciudadanos, entre la grandeza y la decadencia nacional, entre el aire fresco del progreso y el rancio del ambiente húmedo de la normalidad, entre la decidida renovación y progresiva mediocridad.
Toda la humanidad espera nuestra decisión. Todo el mundo vuelve sus ojos hacia nosotros para ver qué vamos a hacer. No podemos defraudar su confianza, no podemos dejar de intentarlo. Hemos recorrido un largo camino desde el primer día, con la nieve en New Hampshire, hasta esta ciudad, en una concurrida convención. Ahora comienza otro largo viaje. Tendré que viajar a todas las ciudades e introducirme en los hogares de todos los Estados Unidos. Prestadme vuestra ayuda, vuestras manos, vuestras voces, vuestros votos. Recordad conmigo las palabras de Isaías: «Los que esperan en el Señor, renovarán sus fuerzas. Se remontarán con alas como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se fatigarán». Al hacer frente al desafío que viene, también nosotros debemos confiar en el Señor y pedirle que renueve nuestra fuerza. Entonces, lograremos estar a la misma altura que nuestro reto, y no nos vencerán. Y nuestro proyecto prevalecerá.
Gracias.
Frente al Capitolio, en su toma de posesión como presidente de los EE UU (20/1/1961)
En la fría mañana del día 20 de enero de 1961, en Washington, John Fitzgerald Kennedy tomó posesión de su cargo ante el presidente del Tribunal Supremo, Earl Warren, para convertirse en el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América. Tenía 43 años y reunió dos novedades o, como dirían algunos, récords en su persona. Además de ser el segundo presidente más joven de la historia, por detrás, por unos meses, de Theodore Roosevelt, fue el primer católico irlandés en ser elegido para el cargo y, como los jóvenes estadounidenses que asistieron a su toma de posición y escucharon su discurso que anunciaba una nueva política para una nueva era, Kennedy fue el primer presidente nacido en el siglo xx.Compatriotas:
Celebramos hoy, no la victoria de un partido, sino un acto de libertad -simbólico de un fin tanto como de un comienzo- que significa una renovación a la par que un cambio, pues ante vosotros y ante Dios Todopoderoso he prestado el solemne juramento concebido por nuestros antepasados hace casi 165 años1. El mundo es muy distinto ahora. Porque el hombre tiene en sus manos poder para abolir toda forma de pobreza y para suprimir toda forma de vida humana. Y, sin embargo, las convicciones revolucionarias por las que lucharon nuestros antepasados siguen debatiéndose en toda la tierra; entre ellas, la convicción de que los derechos del hombre provienen no de la generosidad del Estado, sino de la mano de Dios.
No olvidemos hoy día que somos los herederos de esa primera revolución. Que sepan desde aquí y ahora amigos y enemigos por igual, que la antorcha ha pasado a manos de una nueva generación de estadounidenses, nacidos en este siglo, templados por la guerra, disciplinados por una paz fría y amarga, orgullosos de nuestro antiguo patrimonio, y no dispuestos a presenciar o permitir la lenta desintegración de los derechos humanos a los que esta nación se ha consagrado siempre, y a los que estamos consagrados hoy, aquí y en todo el mundo.
Que sepa toda nación, lo queramos o no, que por la supervivencia y el triunfo de la libertad hemos de pagar cualquier precio, sobrellevar cualquier carga, sufrir cualquier penalidad, acudir en apoyo de cualquier amigo y oponernos a cualquier enemigo. Todo esto prometemos, y mucho más.
A los viejos aliados, cuyo origen cultural y espiritual compartimos, les brindamos la lealtad de los amigos fieles. Unidos, es poco lo que no nos es dado hacer en un cúmulo de empresas cooperativas; divididos, es poco lo que nos es dado hacer, pues reñidos y distanciados no osaríamos hacer frente a un reto poderoso.
A aquellos nuevos estados que ahora acogemos con beneplácito en las filas de los libres, prometemos nuestra determinación de no permitir que una forma de dominación colonial desaparezca para ser reemplazada por una tiranía mucho más férrea. No esperaremos que secunden siempre todos nuestros puntos de vista, pero abrigaremos siempre la esperanza de verlos defendiendo vigorosamente su propia libertad, y recordando que, en el pasado, los que insensatamente se entregaron a buscar el poder cabalgando a lomo de tigre, acabaron invariablemente por ser devorados por su cabalgadura.
A los pueblos de las chozas y aldeas de la mitad del globo que luchan por romper las cadenas de la miseria de sus masas, les prometemos nuestros mejores esfuerzos para ayudarlos a ayudarse a sí mismos, por el período que sea preciso, no porque quizá lo hagan los comunistas, no porque busquemos sus votos, sino porque es justo. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, no podrá salvar a los pocos que son ricos.
A nuestras hermanas repúblicas allende nuestra frontera meridional les ofrecemos una promesa especial: convertir nuestras buenas palabras en buenos hechos mediante una nueva Alianza para el Progreso; ayudar a los hombres libres y a los gobiernos libres a despojarse de las cadenas de la pobreza. Pero esta pacífica revolución de esperanza no puede convertirse en la presa de las potencias hostiles. Sepan todos nuestros vecinos que nos sumaremos a ellos para oponernos a la agresión y a la subversión en cualquier parte de las Américas. Y sepa cualquier otra potencia que este hemisferio se propone seguir siendo el amo de su propia casa.
A esa asamblea mundial de estados soberanos, las Naciones Unidas, que es nuestra última y mejor esperanza de una era en que los instrumentos de la guerra han sobrepasado, con mucho, a los instrumentos de paz, renovamos nuestra promesa de apoyo: para evitar que se convierta en un simple foro de injuria, para fortalecer la protección que presta a los nuevos y a los débiles, y para ampliar la extensión a la que pueda llegar su mandato.
Por último, a las naciones que se conviertan en nuestros adversarios, les hacemos no una promesa sino un requerimiento: que ambas partes empecemos de nuevo la búsqueda de la paz, antes de que las negras fuerzas de la destrucción desencadenadas por la ciencia suman a la humanidad entera en su propia destrucción, deliberada o accidental.
No les tentemos con la debilidad, porque solo cuando nuestras armas sean suficientes, podremos estar seguros, sin lugar a dudas, de que no se utilizarán jamás. Pero tampoco es posible que dos grandes y poderosos grupos de naciones se sientan tranquilos en una situación presente que nos afecta a ambos, agobiadas ambas partes por el costo de las armas modernas, justamente alarmadas ambas por la constante difusión del mortífero átomo, y compitiendo, no obstante, ambas, por alterar el precario equilibrio de terror que contiene la mano de la postrera guerra de la humanidad.
Empecemos, pues, de nuevo, recordando ambas partes que la civilidad no es indicio de debilidad, y que la sinceridad puede siempre ponerse a prueba. No negociemos nunca por temor, pero no tengamos nunca temor a negociar.
Exploremos ambas partes qué problemas nos unen, en vez de insistir en los problemas que nos dividen.
Formulemos ambas partes, por primera vez, proposiciones serias y precisas para la inspección y el control de las armas, y para colocar bajo el dominio absoluto de todas las naciones el poder absoluto para destruir a otras naciones.
Tratemos ambas partes de invocar las maravillas de la ciencia, en lugar de sus terrores. Exploremos juntas las estrellas, conquistemos los desiertos, extirpemos las enfermedades, aprovechemos las profundidades del mar y estimulemos las artes y el comercio.
Unámonos ambas partes para acatar en todos los ámbitos de la tierra el mandamiento de Isaías llamado a «soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados».
Y si con la cabeza de puente de la cooperación es posible despejar las selvas de la suspicacia, unámonos ambas partes para crear un nuevo empeño, no un nuevo equilibrio de poder, sino un nuevo mundo bajo el imperio de la ley, en el que los fuertes sean justos, los débiles se sientan seguros y se preserve la paz.
No se llevará a cabo todo esto en los primeros cien días. Tampoco se llevará a cabo en los primeros mil días, ni en la vida de este gobierno, ni quizá siquiera en el curso de nuestra vida en este planeta. Pero empecemos.
En vuestras manos, compatriotas, más que en las mías, está el éxito o el fracaso definitivo de nuestro empeño. Desde que se fundó este país, cada generación de estadounidenses ha debido dar fe de su lealtad nacional. Las tumbas de los jóvenes estadounidenses que respondieron al llamamiento de la patria circundan el globo terráqueo.
Los clarines vuelven a llamarnos. No es una llamada a empuñar las armas, aunque armas necesitamos; no es una llamada al combate, aunque entablemos combate, sino una llamada a sobrellevar la carga de una larga lucha año tras año, «gozosos en la esperanza, pacientes en la tribulación»4, una lucha contra los enemigos comunes del hombre: la tiranía, la pobreza, la enfermedad y la guerra misma.
¿Podremos forjar contra estos enemigos una alianza grande y global tanto al norte y como al sur, al este y al oeste, que pueda garantizarle una vida fructífera a toda la humanidad? ¿Queréis participar en esta histórica empresa?
Solo a unas cuantas generaciones, en la larga historia del mundo, les ha sido otorgado defender la libertad en su hora de máximo peligro. No rehúyo esta responsabilidad. La acepto con beneplácito. No creo que ninguno de nosotros se cambiaría por ningún otro pueblo ni por ninguna otra generación. La energía, la fe, la devoción que pongamos en esta empresa iluminará a nuestra patria y a todos los que la sirven, y el resplandor de esa llama podrá, en verdad, iluminar al mundo.
Así pues, compatriotas: preguntad, no qué puede hacer vuestro país por vosotros; preguntad, qué podéis hacer vosotros por vuestro país.
Conciudadanos del mundo: preguntad, no qué pueden hacer por vosotros los Estados Unidos de América, sino qué podremos hacer juntos por la libertad del hombre.
Finalmente, ya seáis ciudadanos estadounidenses o ciudadanos del mundo, exigid de nosotros la misma medida de fuerza y sacrificio que hemos de solicitar de vosotros. Con una conciencia tranquila como nuestra única recompensa segura, con la historia como juez supremo de nuestros actos, marchemos al frente de la patria que tanto amamos, invocando su bendición y su ayuda, pero conscientes de que aquí, en la tierra, la obra de Dios es realmente la que nosotros mismos realicemos.