El desajuste del mundo
El siglo XXI ha empezado con notables síntomas de sufrir serios desajustes. Desajuste intelectual, caracterizado por un desencadenamiento de afirmaciones identitarias que hacen difícil toda coexistencia armoniosa y todo verdadero debate. Desajuste económico y financiero, que está arrastrando a todo el planeta a una zona de turbulencias de consecuencias imprevistas y que es en sí mismo el síntoma de una perturbación de nuestro sistema de valores. Desajuste climático, resultado de un largo cúmulo de irresponsabilidades... Ante este panorama, Amin Maalouf se pregunta si la humanidad ha alcanzado el techo de su incompetencia moral. Lo hace en El desajuste del mundo (Alianza), su último libro, del que publicamos su introducción y primer capítulo.
Cuando nuestras civilizaciones se agotan
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
Para Marlène y Salim Nasr
Y en memoria de Paolo Viola (1948-2005)
Man has survived hitherto
because he was too ignorant to know
how to realize his wishes.
Now that he cant realize hem,
he must either change them
or perish.
William Carlos Williams (1883-1963)
Hemos entrado en este siglo nuevo sin brújula.
Ya en los primerísimos meses ocurrieron acontecimientos preocupantes que mueven a pensar que el mundo padece un desajuste de suprema envergadura y, además, en varios ámbitos a un tiempo: desajuste intelectual, desajuste financiero, desajuste climático, desajuste geopolítico, desajuste ético.
Cierto es que también asistimos, de vez en cuando, a inesperados vuelcos salutíferos; empezamos entonces a creer que a los hombres, al verse en un callejón sin salida, no les quedará más remedio que hallar, milagrosamente, procedimientos para dar media vuelta. Pero no tardan en aparecer otras turbulencias que dan fe de impulsos humanos muy otros, más opacos, más habituales, y volvemos a preguntarnos si nuestra especie no ha llegado, por decirlo de alguna manera, al umbral de incompetencia ética, si sigue acaso avanzando, si no acaba quizá de iniciar una regresión que pone en entredicho lo que tantas generaciones sucesivas se habían esforzado por edificar.
No se trata aquí de las angustias irracionales que acompañaron el paso de un milenio a otro, ni de las reiteradas imprecaciones que no dejan de espetar desde siempre quienes temen los cambios o se escandalizan ante su cadencia. Me preocupación es de otro orden: es la de un adepto de la Ilustración que ve cómo las Luces oscilan, se debilitan y, en algunos países, están a punto de apagarse; es la de un apasionado de la libertad, que la creyó en trance de extenderse por el conjunto de planeta y ve ahora cómo se perfila un mundo en la que no va a tener ya cabida; es la de un partidario de la diversidad armoniosa a quien no le queda más remedio que presenciar, impotente, cómo crecen el fanatismo, la violencia, la exclusión y la desesperación; y es, ante todo y sencillamente, la de un enamorado de la vida que no quiere resignarse ante la aniquilación que la acecha.
Insisto, para que no haya malentendido alguno, en que no soy de esos que les ponen mala cara a los tiempos presentes. Me fascina cuanto nos aporta esta época nuestra, estoy siempre, impaciente, al acecho de los últimos inventos, que introduzco acto seguido en la vida cotidiana; soy consciente de que pertenezco, aunque no fuere más que por los adelantos de la medicina y de la informática, a una generación privilegiadísima si la comparamos con todas las anteriores. Pero no puedo paladear con sosiego los frutos de la modernidad si no tengo la seguridad de que las generaciones futuras van a poder paladearlos en no menor grado.
¿Serán acaso excesivos mis temores? Por desgracia, no lo creo. Antes bien, me parecen más que justificados y, en las páginas que vienen a continuación, pondré todo mi empeño en demostrarlo, no para acumular piezas de convicción en un sumario, ni para defender, por amor propio, una tesis personal, sino, sencillamente, para que que los demás oigan este grito de alarma; mi ambición primordial es dar con las palabras justas para convencer a mis contemporáneos, a «mis compañeros de viaje», de que el navío en que nos embarcamos va ahora a la deriva, sin rumbo, sin meta, sin visibilidad, sin brújula, por un mar embravecido, y que sería menester reaccionar urgentemente para evitar el naufragio. No nos bastará con seguir avanzando con el impulso inicial a trancas y barrancas, navegando a estima, rodeando unos cuantos obstáculos y dejando que el tiempo solucione las cosas.
El tiempo no es aliado nuestro, es nuestro juez, y ya estamos con un aplazamiento de condena. Aunque la imaginería marinera se venga espontáneamente a la cabeza, quizá debería ante todo explicitar esos temores míos con esta constatación simple y escueta: en la etapa actual de su evolución, la humanidad se enfrenta a peligros nuevos, sin parangón en la Historia, y que requieren soluciones mundiales inéditas; si nadie da con ellas en un futuro próximo, no podremos preservar nada de cuanto constituye la grandeza y la hermosura de nuestra civilización; ahora bien, hasta el día de la fecha, pocos indicios hay que nos permitan esperar que los hombres van a saber superar sus divergencias, elaborar soluciones creativas y, luego, unirse y movilizarse para empezar a aplicarlas; hay incluso muchos síntomas que hacen pensar que el desajuste del mundo está ya en una fase avanzada y que será difícil impedir una regresión.
En las páginas que vienen a continuación, no trataremos esas perturbaciones varias como otros tantos dossiers separados, ni tampoco de forma sistemática. Me comportaré más bien como un vigilante nocturno en un jardín, el día siguiente de una tormenta y cuando ya se está anunciando otra más fuerte. El hombre camina con paso cauto, llevando una linterna en la mano; dirige el haz de luz hacia un macizo, luego hacia otro, explora un paseo, da marcha atrás, se inclina sobre un árbol viejo desenraizado; se encamina luego hacia un promontorio, apaga la luz e intenta abarcar con la mirada toda la panorámica.
No es ni botánico, ni agrónomo, ni paisajista, y no hay nada en ese jardín que sea propiedad personal suya. Pero ahí es dónde vive con las personas a las que quiere y todo cuanto pueda afectar a esa comarca lo toca de muy cerca.
Las victorias engañosas
1
Cuando cayó el muro de Berlín, sopló por el mundo un viento de esperanza. Que acabase el enfrentamiento entre Occidente y la Unión Soviética suprimía la amenaza de un cataclismo nuclear que llevaba planeando sobre nuestras cabezas desde hacía alrededor de cuarenta años; a partir de ahora la democracia, a lo que creímos, iría pasando de mano en mano hasta cubrir todo el planeta; iban a abrirse las barreras que separaban las diversas comarcas del globo y circularían sin trabas los hombres, las mercancías. las imágenes y las ideas, inaugurándose así un era de progreso y de prosperidad. Hubo, al principio, en todos estos frentes, unos cuantos progresos notables. Pero cuanto más avanzábamos, más perdíamos el norte.
Un ejemplo emblemático al respecto es el de la Unión Europea. Para ella supuso un triunfo la desintegración del bloque soviético. Entre los dos caminos que les proponían a los pueblos del continente resultaba que uno estaba cegado, mientras que el otro estaba expedito hasta el horizonte. Todos los ex países del Este vinieron a llamar a la puerta de la Unión; y los que no hallaron acogida, aún están soñando con que los acoja.
No obstante, en ese mismo momento de su triunfo, y cuando tantos pueblos iban hacia ella, fascinados, deslumbrados, como si fuera el paraíso terrenal, Europa se quedó sin puntos de referencia. ¿A quién tenía que incorporar y para qué? ¿A quién tenía que excluir y por qué motivo? En la actualidad, y en mayor medida que en tiempos pasados, se pregunta por su identidad, por sus fronteras, por sus futuras instituciones, por su lugar en el mundo, sin tener seguridad en las respuestas.
Aunque sabe a la perfección de dónde viene y por qué tragedias se convencieron sus pueblos de la necesidad de unirse, ya no sabe muy bien, en cambio, qué dirección tomar. ¿Debería acaso constituir una federación comparable a la de los Estados Unidos de América con un hálito de «patriotismo continental» que transcendiera el de las naciones que la componen y lo absorbiera y que poseyera un estatus de potencia mundial no sólo económica y diplomática sino también política y militar? ¿Estaría dispuesta a asumir ese papel y también las responsabilidades y los sacrificios que lleva consigo? ¿Debería, antes bien, contentarse con ser una mancomunidad flexible en que se unan naciones celosas de su soberanía y seguir siendo, en un ámbito mundial, una fuerza complementaria?
Mientras el continente estuvo dividido en dos campos enemigos, dilemas tales no estuvieron a la orden del día. Desde que dejaron de serlo, existen de forma obsesiva. Por supuesto que no volverá la época de las grandes guerras, ni la del «telón de acero». Pero haríamos mal en creer que de lo que se trata es de un enfrentamiento entre políticos, o entre politólogos. Lo que está en juego es el mismísimo destino del continente.
Volveré con más detenimiento a esta cuestión, esencial, desde mi punto de vista, y no sólo para los pueblos de Europa. Aquí sólo quería citarla para ilustrar la situación porque es sintomática del estado de extravío y de desajuste en que se halla la humanidad tanto en conjunto cuanto en todos y cada uno de sus componentes. A decir verdad, cuando recorro con la vista las diversas regiones del globo es precisamente Europa la que menos me preocupa. Porque me da la impresión de que calibra mejor que las demás la amplitud de los retos con los que tiene que enfrentarse la humanidad; porque cuenta con los hombres y con las entidades necesarias para tratar el tema eficazmente y, de este modo, aparejar soluciones; porque implica un proyecto de agrupación y una marcado desvelo por la ética, por más que a veces parezca que asume ambos con pocos bríos.
En los demás lugares no existe por desgracia nada que se pueda comparar. El mundo árabo-musulmán se hunde más y más en un «pozo» histórico del que no parece que vaya a ser capaz de salir; le guarda rencor a la tierra entera -los occidentales, los rusos, los chinos, los indios, los judíos, etc.- y, ante todo, a sí mismo. Los países de África, con la salvedad de muy pocas excepciones, padecen guerras intestinas, epidemias, tráficos sórdidos, corrupción generalizada, delicuescencia de las instituciones, desintegración del entramado social, paro excesivo, absoluta falta de esperanza. A Rusia le cuesta trabajo reponerse de los setenta años de comunismo y de la forma caótica en que salió de él; sus dirigentes sueñan con recobrar el pasado poderío, mientras que la población sigue desencantada. En cuanto a los Estados Unidos, tras haber conseguido que mordiera el polvo su principal adversario mundial, se han visto embarcados en una empresa de titanes que los agota y los descarría: domeñar solos, o casi solos, un planeta indomeñable.
Incluso China, aunque esté viviendo un ascenso espectacular, tiene motivos para preocuparse, pues aunque en el inicio del presente siglo parezca tener trazado el camino -proseguir sin tregua con el desarrollo económico sin dejar de velar por la cohesión social y nacional-, su futuro papel de gran potencia política y militar está empedrado de incertidumbres tan graves para sí cuanto para sus vecinos y también para el resto del mundo. El gigante asiático lleva aún en la mano una brújula más o menos fiable, pero se está acercando a toda velocidad a una zona en donde ese instrumento dejará de serle útil.
De una forma o de otra, todos los pueblos de la Tierra están metidos en la tormenta. Ricos o pobres, arrogantes o sometidos, ocupantes, ocupados, van todos -vamos todos- a borde de la misma balsa frágil y estamos naufragando juntos. Seguimos, no obstante, increpándonos y pelándonos sin que nos preocupe que el mar vaya subiendo.
Seríamos, incluso, capaces de jalear esa ola catastrófica si, al írsenos acercando, se tragase primero a nuestros enemigos.