Primeras páginas de Purgatorio
por Tomás Eloy Martínez. Alfaguara
1 febrero, 2010 01:00Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupuy, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Trudy Tuesday. Dos desconocidos hablaban con él en uno de los boxes del fondo. Emilia creyó que había entrado a un lugar equivocado y su primer impulso fue retroceder, alejarse, volver a la realidad de la que venía. Se quedó sin aliento, con la garganta seca, y tuvo que apoyarse en la barra del bar. Llevaba toda una vida buscándolo y había imaginado la escena incontables veces, pero ahora que sucedía se daba cuenta de que no estaba preparada. Se le llenaban los ojos de lágrimas, quería gritar su nombre, correr hacia su mesa y abrazarlo. Para lo único que tenía fuerzas, sin embargo, era para no caer redonda en medio del restaurante llamando la atención como una tonta. Apenas pudo caminó hacia el box contiguo al de Simón y se sentó en silencio a esperar que la reconociera. Mientras tanto, tendría que fingir indiferencia y quedarse callada aunque la sangre le batiera las sienes y el corazón se le saliera por la boca. Hizo señas para que le sirvieran un brandy doble. Necesitaba tranquilizarse, no temer que los sentidos se le confundieran como a su madre. Algunos sentidos la traicionaban a veces, perdía el olfato, se desorientaba en calles que conocía de memoria y se acostaba oyendo canciones idiotas que no sabía cómo llegaban a su equipo de música.
Volvió a mirar el box de Simón. Quería asegurarse de que era él. Lo vio entre los desconocidos, de frente, hablándoles con animación. No le quedaban dudas: eran sus ademanes, la curva de su cuello, el lunar Oscuro bajo el ojo derecho. No sólo era sorprendente que su marido estuviera vivo. Más inexplicable era que no hubiera envejecido. Seguía clavado en los treinta y tres años y hasta su ropa era la de antes. Llevaba los pantalones pata de elefante que ya nadie se atrevía a usar, una camisa abierta de cuello grande como las de Joh Travolta en Fiebre de sábado por la noche, las patillas y el pelo largo de otra época. Para Emilia, en cambio, el tiempo había pasado naturalmente y su cuerpo la ponía incómoda. Las ojeras y los músculos de la cara delataban a una mujer de sesenta años, mientras que a él no se le veía una sola arruga. Había imaginado infinitas veces la escena en que volvía a encontrarlo y en ninguna, en ninguna, se le había cruzado la cuestión de la edad. Este desajuste del tiempo la obligaba a revisar lo que tenía previsto. ¿Y si por azar Simón se hubiera vuelto a casar? La sola idea de que viviera con otra mujer la atormentaba. En todos estos años jamás había dudado de que su marido la seguía amando. Podía haber tenido relaciones ocasionales, lo comprendería, pero después del calvario que habían vivido juntos, no concebía que la hubiera reemplazado. La situación no era ya la misma, sin embargo. Ahora él podía ser su hijo.
Volvió a observarlo con más detalle. La espantó lo mucho que él desentonaba con la realidad. Representaba la mitad de los sesenta y tres años que debían declarar sus documentos. Le vino a la memoria una foto de Julio Cortázar tomada en París a fines de 1964, cuando el escritor, nacido al comenzar la Primera Guerra, parecía también su propio hijo. Quizá Simón tenía en la piel, como Cortázar, unas arrugas finas que sólo se notaban de cerca, pero lo que le oía decir en la mesa contigua, a sus espaldas, era de una juventud desafiante, y hasta el timbre de la voz era el de un muchacho, como si el tiempo fuera una cinta sin fin y él hubiera estado corriendo sin adelantar un solo día.
Emilia se resignó a esperar. Abrió la novela de Somerset Maugham que llevaba consigo. Le pasaba algo extraño con el libro. Llegaba al extremo de una línea y tropezaba con una especie de barrera que le impedía avanzar. No porque Maugham le pareciera aburrido. Al contrario, la entretenía muchísimo. Había te nido una experiencia parecida con la versión en DVD de Muerte en Venecia. A poco de haber comenzado la película, cuando Dirk Bogarde contemplaba, turbado, al bello adolescente Tadzio saliendo del mar del Lido, la imagen daba un salto y regresaba a las conversaciones en ruso -¿o era alemán?- de los bañistas y los vendedores de frambuesas en la playa. Emilia supuso por un instante que el director repetía las vulgaridades de los veraneantes para dar otra lección de realismo crítico y trató de pasar a la escena siguiente. Pero la imagen de Tadzio sacudiéndose el agua de mar volvía, obstinada, acompañada por el mismo acorde de la quinta sinfonía de Mahler. Dos noches después, cuando se agotaba el plazo para devolver la película, Emilia la puso otra vez en el DVD y pudo llegar hasta el trágico final. Sabía que la vejez le acentuaba la torpeza, pero confiaba en que con un poco más de atención podría corregirlo.
Las voces de los hombres en el box de al lado la exasperaban. Quería concentrarse sólo en la voz de Simón y todo lo que la apartara de él le resultaba intolerable. En un restaurante donde rara vez se oía otra cosa que el acento arrastrado y nasal de New Jersey, los dos hombres intercalaban en su rústico inglés palabras técnicas e interjecciones escandinavas. Mencionaban los vectores del programa Microstation, que también se usaba en Hammond, donde ella trabajaba. Sin que viniera a cuento, uno de los desconocidos repitió lecciones que se aprenden en las primeras clases de Cartografía. Los mapas, dijo, son copias imperfectas de la realidad, que describen en superficies planas lo que en verdad son volúmenes, cursos de agua en perpetuo movimiento, montañas afectadas por la erosión y los derrumbes. Los mapas son ficciones mal escritas, siguió. Demasiada información y ninguna historia. Mapas eran los de antes: donde había nada creaban mundos. Lo que no se sabía, se imaginaba. El mapa de áfrica que hizo Buonsignori, ¿se acuerdan?, continuó el hombre, con el reino de Canze, de Melinde, de Zaflan, puras invenciones. Del lago de Zaflan nacía el Nilo, y así. En vez de orientar a los caminantes les hacían olvidar el camino. Los desconocidos pasaban de un tema a otro sin detener el torrente. Emilia recordó el mapa de Buonsignori. ¿Lo había soñado, lo había visto en Florencia o en el Vaticano? Las voces la mareaban. No conseguía cazar las palabras completas. Llegaban a sus oídos desgarradas, en hilachas. Una frase que parecía a punto de tener sentido era interrumpida por los camiones de bomberos o por la queja animal de las ambulancias.