Image: Kafka en la orilla

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Letras

Kafka en la orilla

por Haruki Murakami

23 noviembre, 2006 01:00

Haruki Murakami

Tusquets. Traducción del japonés de Lourdes Porta

El joven llamado Cuervo
-Así que ya has conseguido el dinero, ¿no? -dice el joven llamado Cuervo. Lo dice con su peculiar manera de hablar, arrastrando un poco las palabras. Como cuando te acabas de despertar de un profundo sueño y sientes la boca pesada y torpe. Simples apariencias. En realidad, está completamente despierto. Igual que siempre.
Asiento.
-¿Cuánto?
Respondo tras confirmar, una vez más, la cifra en mi cabeza.
-Unos cuatrocientos mil yenes en metálico. Y, con la tarjeta, podría sacar algo más de unos ahorros que tengo en el banco. Ya sé que no es gran cosa, pero de momento...
-Sí, no está mal -admite el joven llamado Cuervo-. De momento, claro.
Asiento.
-Pero este dinero no te lo habrá traído Santa Claus por Navidad, supongo.
-No, claro -digo.
El joven llamado Cuervo mira a su alrededor frunciendo levemente los labios con sarcasmo.
-¿Y de qué cajón ha salido?
No respondo. él sabe muy bien de qué dinero se trata, claro. No sé a qué vienen estas preguntas absurdas. Sólo se está burlando de mí.
-Va, déjalo correr -dice el joven llamado Cuervo-. Tú necesitas ese dinero. Con urgencia. Y lo has conseguido. Qué importa que se lo hayas pedido a alguien, que lo hayas tomado prestado sin decir nada o que lo hayas robado. En todo caso, es dinero de tu padre. Y con ese dinero, de momento, saldrás adelante. Pero cuando te hayas gastado los cuatrocientos mil yenes y pico, ¿qué piensas hacer? Porque el dinero que guardas en el monedero no crece solo como las setas en el bosque.
Y tú tienes que comer, necesitas un lugar para dormir. Y un día u otro el dinero se te acabará.
-Eso ya lo pensaré en su momento -digo yo.
-Ya lo pensaré en su momento. -Repite mis palabras como si estuviera sopesándolas sobre la palma de la mano.
Asiento.
-¿Buscar trabajo, tal vez?
-Quizá -digo.
El joven llamado Cuervo hace un gesto negativo con la cabeza.
-¿Sabes? Deberías saber un poco más de qué va el mundo. ¿Qué diablos de trabajo va a encontrar un niño de quince años en una tierra lejana, desconocida? Si ni siquiera has acabado la enseñanza obligatoria. ¿Quién va a darte trabajo?
Me puse un poco colorado. Me ruborizo con facilidad.
-En fin, no insisto -dice el joven llamado Cuervo-. Tampoco sirve de nada que te pinte las cosas tan negras. Total, ni siquiera han empezado. Tú ya has tomado una decisión. Ahora sólo te falta llevarla a cabo. En cualquier caso, se trata de tu vida. Básicamente, la única vía es hacer lo que tú creas.
-Exacto. En definitiva, es mi vida.
-Pero, de aquí en adelante, para poder sobrevivir tendrás que ser muy fuerte.
-Yo me esfuerzo todo lo que puedo -digo.
-Sí, seguro que sí -dice el joven llamado Cuervo-. Durante estos últimos años te has hecho muy fuerte. No es que no lo reconozca, ¿sabes?
Asentí.
-Sin embargo, sólo tienes quince años. Tu vida, en el mejor de los casos, no ha hecho más que empezar. El mundo está lleno de cosas que todavía no has visto. Cosas que tú, ahora, ni siquiera puedes imaginar.
Estábamos sentados el uno junto al otro, como siempre, en el viejo sofá de cuero del estudio de mi padre. Al joven llamado Cuervo le gusta ese sitio. Le encantan los pequeños objetos que se encuentran en él. Ahora juguetea con el pisapapeles de cristal con forma de abeja que tiene en la mano. Pero no hace falta decir que, cuando mi padre está en casa, ni se acerca.
Y yo digo:
-De todas formas, tengo que irme de aquí. No hay vuelta de hoja.
-Sí, tal vez -asiente el joven llamado Cuervo. Deposita el pisapapeles sobre la mesa y cruza las manos por detrás de la cabeza-. Pero aquí no acaba el asunto. Parece que no haga más que echarte jarros de agua fría, pero yo no tengo muy claro que yéndote, por muy lejos que te vayas, puedas escapar. Me da la impresión de que no hay que confiar demasiado en la distancia.
Pienso una vez más en la distancia. El joven llamado Cuervo lanza un suspiro y se presiona los párpados con las yemas de los dedos. Me habla con los ojos cerrados, desde el fondo de las tinieblas.
-Juguemos a lo de siempre -propone.
-De acuerdo -digo. Yo también cierro los ojos y, en silencio, respiro hondo.
-¿Listo? Imagínate una tempestad de arena terrible, terrible de verdad -dice-. Y olvida cualquier otra cosa.
Tal como me ha dicho, imagino una tempestad de arena terrible, terrible de verdad. Y olvido cualquier otra cosa. Incluso quién soy. Me quedo en blanco. Las cosas van aflorando enseguida. Y él y yo las compartimos en el viejo sofá de cuero del estudio de mi padre, como siempre.
-A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar -me comenta el joven llamado Cuervo.

A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.

Me imagino una tormenta como ésa. Un blanco remolino que apunta al cielo, irguiéndose vertical como una gruesa maroma. Mantengo los ojos y las orejas fuertemente tapados con ambas manos. Para que la fina arena no se me meta en el cuerpo. La tormenta se acerca deprisa. Desde lejos puedo sentir la fuerza del viento en la piel. Va a engullirme de un momento a otro.
El chico llamado Cuervo posa con suavidad una mano sobre mi hombro. La tormenta de arena se desvanece. Pero yo continúo aún con los ojos cerrados.
-Tú, ahora, tendrás que ser el chico de quince años más fuerte del mundo. Sólo así lograrás sobrevivir. Y, para ello, deberás comprender por ti mismo lo que significa ser fuerte de verdad. ¿Entiendes?
Me limito a permanecer callado. Me gustaría hundirme poco a poco en el sueño sintiendo su mano sobre mi hombro. Un tenue aleteo llega a mis oídos.
-Tú, ahora, pronto te convertirás en el chico de quince años más fuerte del mundo -me repite al oído en voz baja el joven llamado Cuervo mientras me dispongo a dormir. Como si tatuara con tinta azul oscuro estas palabras en mi corazón.

Y tú en verdad la atravesarás, claro está. La violenta tormenta de arena. La tormenta de arena metafísica y simbólica. Pero por más metafísica y simbólica que sea, te rasgará cruelmente la carne como si de mil cuchillas se tratase. Muchas personas han derramado allí su sangre y tú, asimismo, derramarás allí la tuya. Sangre caliente y roja. Y esa sangre se verterá en tus manos. Tu sangre y, también, la sangre de los demás. Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena.

El día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca. Claro que si contara las cosas por orden, tal como ocurrieron, el relato se extendería una semana más. Sin embargo, si tocamos sólo los puntos esenciales, eso fue lo que ocurrió: el día de mi decimoquinto cumpleaños me escapé de casa, me marché a una ciudad desconocida y empecé a vivir en un rincón de una pequeña biblioteca.
Quizá parezca un cuento de hadas. Pero no lo es. De ninguna de las maneras.

1

Cuando me marché de casa, no sólo me llevé dinero en metálico del estudio de mi padre sin decir nada. También me llevé un pequeño y viejo encendedor de oro (me gustaba su diseño y lo mucho que pesaba) y una navaja plegable de acerado filo. Es para despellejar ciervos, noto un gran peso cuando la sostengo sobre la palma de la mano, la hoja medirá unos doce centímetros. Mi padre debió de comprarla durante algún viaje al extranjero. Y, claro, decido llevarme también una potente linterna que hay en un cajón de la mesa. Y también las gafas de sol, que me hacen falta para ocultar la edad. Unas Revo de un profundo azul celeste.

Me pregunté si debía llevarme también el Rolex Oyster que tanto apreciaba mi padre, pero al final lo dejé correr. La belleza mecánica de ese reloj me fascinaba, pero no quería llamar la atención cargándome de forma innecesaria de objetos de valor. Por otra parte, desde un punto de vista práctico, me basta y me sobra con el Casio de plástico con alarma y cronómetro incorporados que uso habitualmente. De hecho, el Casio me será mucho más útil. Desisto y vuelvo a meter el Rolex en el cajón.
Y, además, una fotografía donde aparecemos mi hermana mayor y yo, de niños, uno al lado del otro. Esta fotografía también se hallaba en el fondo del cajón del escritorio. Mi hermana y yo nos encontramos en la playa, sonreímos felices. Mi hermana está vuelta hacia un lado, una sombra oscura le cubre medio rostro. Por eso su sonriente faz aparece dividida en dos. Y, al igual que las máscaras de teatro griego que he visto a veces en las ilustraciones de los libros de texto, su rostro comprende dos significados superpuestos. La luz y la sombra. La esperanza y la desesperanza. La risa y la tristeza. La confianza y la soledad. Yo, por mi parte, miro al objetivo de frente, con naturalidad. Aparte de nosotros, no hay nadie más en la playa. Los dos vamos en traje de baño. Mi hermana lleva un bañador de una pieza con un dibujo de florecitas rojas y yo unas bermudas muy feas que me quedan demasiado grandes. Sostengo algo en la mano. Una especie de palo de plástico. Deshechas en blanca espuma, las olas nos bañan los pies.
¿Dónde y cuándo, quién nos debió de hacer esa fotografía? ¿Cómo es que yo tenía esa expresión de felicidad? ¿Cómo diablos podía parecer tan contento? ¿Cómo es que mi padre ha guardado únicamente esta fotografía? Todo esto es un enigma. Yo debo de tener tres años y mi hermana, nueve. ¿Tan bien nos llevábamos mi hermana y yo? No recuerdo en absoluto haber ido con mi familia a la playa. Tampoco recuerdo haber ido a ningún otro lugar. En todo caso, no quería dejarla en manos de mi padre. Me meto la vieja fotografía en la cartera. No hay ninguna de mi madre. Al parecer, mi padre ha tirado todas las fotografías donde salía ella, todas, sin dejar ni una.
Tras pensármelo un poco, decidí llevarme el teléfono móvil. Cuando mi padre se dé cuenta de que ha desaparecido, seguro que llamará a la compañía telefónica y se dará de baja. Y entonces no me será de ninguna utilidad. De todas formas, lo metí en la mochila. Y también el cargador de la batería. Total, no pesa gran cosa. En cuanto vea que el aparato no funciona, me bastará con tirarlo.

Decido no meter en la mochila más que lo indispensable. Lo más difícil es elegir la ropa. ¿Cuántos juegos de ropa interior necesitaré? ¿Cuántos jerséis necesitaré? ¿Y cuántas camisas? ¿Y pantalones? ¿Y guantes? ¿Necesitaré bufanda? ¿Y pantalones cortos? ¿Y abrigo? En cuanto empiezo a pensar, no acabo. Pero hay algo que sí tengo
claro. No quiero vagar por una tierra extraña con un fardo enorme a la espalda que proclame a los cuatro vientos que me he escapado de casa. Si lo hiciera, pronto llamaría la atención. Me pondrían bajo la custodia de la policía y en un santiamén me habrían enviado de vuelta a casa. O acabaría en manos de los tipejos menos recomendables de la zona.

A un lugar frío es mejor no ir. Llego a esta conclusión. Sencillo, ¿verdad? Pues me voy a un lugar cálido. Así no necesitaré abrigo. Ni guantes. Al no tener que pensar en el frío, la ropa necesaria queda reducida a la mitad. Elegí prendas ligeras, fáciles de lavar, que se secaran deprisa y que abultaran lo menos posible, las plegué bien y las embutí en la mochila. Aparte de ropa: mi saco de dormir three-seasons, que se puede deshinchar y plegar bien, un neceser con los productos de aseo básicos, una capellina de plástico, cuaderno y lápices, un discman MD de Sony con el que se puede grabar, y unos diez discos compactos (la música es indispensable), pilas recargables de repuesto, ese tipo de cosas. Los cacharros para cocinar de acampada no los necesito. Pesan y ocupan demasiado espacio. La comida puedo comprarla en las tiendas que tienen abierto las veinticuatro horas. Me llevó mucho tiempo acortar la lista. Añadía una cosa, y otra, luego la borraba. Volvía a apuntar un montón de cosas, volvía a borrarlas.

El día de mi decimoquinto cumpleaños es la fecha ideal para irme de casa. Antes es demasiado pronto y, después, tal vez sea ya demasiado tarde.
Pensando en este día, durante los dos últimos años, tras ingresar en la escuela secundaria, me he dedicado a robustecer mi cuerpo de manera intensiva. Desde finales de primaria practicaba el judo, y al empezar la secundaria no lo dejé del todo, pero no ingresé en el club de deporte de la escuela. En cuanto tenía un momento libre me iba a correr al campo de deportes, a nadar a la piscina o al gimnasio municipal a fortalecer mis músculos con aparatos. Allí, unos jóvenes monitores me enseñaron gratis la manera correcta de hacer flexiones y el uso de los aparatos. Cómo fortalecer al máximo cada músculo. Qué músculo se hace trabajar normalmente en la vida cotidiana y cuál puede moldearse sólo con el uso de aparatos. Ellos me enseñaron la manera correcta de hacer levantamiento de pesas. Por suerte, yo ya era alto de constitución y, gracias al ejercicio diario, mis hombros y mi pecho se ensancharon. Un desconocido me echaría, sin problema, unos diecisiete años. Porque si aparentara los quince que tengo, seguro que toparía con problemas adondequiera que fuese.
Aparte de mi trato con los monitores del gimnasio y con la asistenta que venía a casa cada dos días, y dejando de lado las cuatro palabras indispensables que intercambiaba en la escuela, yo apenas hablaba con la gente. A mi padre hacía ya mucho tiempo que lo evitaba. A pesar de vivir en la misma casa, nuestros horarios eran completamente diferentes y, además, mi padre se pasaba el día encerrado en su taller, en un lugar separado. Y no hace falta decir que yo tenía siempre la precaución de no coincidir con él.

Yo iba a una escuela privada adonde, por lo general, acudían hijos de familias de la clase alta o, como mínimo, adineradas. A no ser que lo hicieras muy mal, podías pasar directamente al bachillerato. Todos tenían una bonita dentadura, la ropa limpia, la conversación aburrida. Yo, por supuesto, no gozaba de grandes simpatías. Había levantado un alto muro a mi alrededor y hacía lo imposible para que nadie se metiera dentro y para no tener que dar yo un paso fuera de él. Y este tipo de personas no suele gustar a nadie. Frente a mí, todos guardaban una distancia prudencial, jamás bajaban la guardia. Tal vez me detestasen y, en algunas ocasiones, me temieran. Pero era de agradecer que no me hicieran caso. Solo, tenía un montón de cosas que hacer. En las horas libres me iba a la biblioteca y devoraba un libro tras otro.
Con todo, prestaba una gran atención a las clases. Era algo que el joven llamado Cuervo me había aconsejado encarecidamente que hiciera.

Los conocimientos o habilidades que te enseñan en las clases de secundaria no se puede decir que tengan una gran utilidad en la vida diaria, eso seguro. Y los profesores son en su gran mayoría un hatajo de estúpidos. No me cabe la menor duda. Pero ¿sabes? Tú vas a irte de casa. Por lo tanto, en el futuro quizá no vuelvas a tener la oportunidad de pisar la escuela, así que, mientras puedas, es mejor que te metas en la cabeza todo lo que te enseñen, te guste o no. Tienes que ser como un papel secante y absorberlo todo. Qué debes guardar y qué debes tirar, eso ya lo decidirás más adelante.

Y yo seguí ese consejo (yo solía seguir los consejos del joven llamado Cuervo). Puse los cinco sentidos en ello, convertí mi cerebro en una esponja, agucé el oído y grabé en mi cerebro todas las palabras que se pronunciaban en clase. Disponía de un tiempo limitado: las asimilaba, las memorizaba. Por lo tanto, pese a no estudiar apenas fuera de clase, siempre era de los que en los exámenes sacaba las puntuaciones más altas.
A medida que mis músculos se endurecían como el metal, me iba convirtiendo en una persona callada. Intentaba evitar que las emociones se me traslucieran en el rostro, me entrenaba para ser capaz de impedir que profesores y compañeros de clase adivinasen qué estaba pensando. Pronto entraría en el cruel y agresivo mundo de los adultos y tendría que sobrevivir en él yo solo. Debería ser más fuerte que nadie.
Al mirarme al espejo descubría en mis ojos la frialdad de los ojos de un lagarto, veía cómo mi rostro se había vuelto más duro e inexpresivo. Pensándolo bien, hacía tanto tiempo que no me reía que ni recordaba cuándo había sido la última vez. Ni siquiera sonreía. Ni a los demás ni a mí mismo.
Pero no siempre podía salvaguardar ese apacible aislamiento. En ocasiones, el alto muro que debía protegerme se desmoronaba sin más. No sucedía con frecuencia, pero a veces ocurría. Antes de que pudiera darme cuenta, la pared había desaparecido y yo estaba expuesto completamente desnudo al mundo. En esas ocasiones me sentía confuso. Terriblemente confuso. Además, allí había una profecía. Allí había una profecía semejante a las aguas negras.

La profecía siempre está allí, como las aguas de un negro secreto. Por lo general, se ocultan silenciosas en profundidades desconocidas. Pero a veces se desbordan sin palabras y empapan, heladas, cada una de tus células, y tú, ante este cruel desbordamiento, te ahogas, boqueas y jadeas. Te pegas al respiradero del techo y buscas con desesperación el aire fresco del exterior. Pero sólo encuentras un aire reseco que abrasa tu garganta.
El agua y la sed; el frío y el calor. Elementos supuestamente antagónicos unen sus fuerzas y te atacan.
Con lo vasto que es el mundo, a ti te corresponde un espacio minúsculo -y ya te parece bien que así sea-, pero éste no figura en ninguna parte. Cuando buscas una voz, sólo encuentras un silencio profundo. Pero cuando buscas el silencio, sólo encuentras una voz que te va repitiendo incesantemente la profecía. Esta voz, en algunas ocasiones, da a un interruptor secreto que se oculta en tu mente.
Tu corazón es como un gran río crecido tras un largo periodo de lluvias. Los postes indicadores del camino están, todos sin excepción, sumergidos en la corriente, o tal vez hayan sido arrastrados a otro lugar oscuro. Y la lluvia sigue cayendo torrencialmente sobre el río. Y cada vez que veas en las noticias las imágenes de unas inundaciones pensarás: "Sí, justo. ése es mi corazón".

Antes de salir de casa voy al cuarto de baño y me lavo las manos con jabón, me lavo la cara. Me corto las uñas, me limpio las orejas, me lavo los dientes. Limpio concienzudamente cada rincón de mi cuerpo. Hay ocasiones en que estar limpio es fundamental. Luego, frente al espejo, estudio mi rostro con detenimiento. Aquí se refleja la cara que he heredado de mi padre y de mi madre -aunque la de mi madre no la recuerdo en absoluto-. Por mucho que intente borrar la expresión que se refleja en él, por mucho que intente apagar el brillo de mis ojos, por mucho que esculpa mi cuerpo, no puedo cambiar de rostro. Por muy ardientemente que lo desee, este par de cejas largas y espesas, y la arruga del entrecejo que sólo puedo haber heredado de mi padre, no las puedo borrar. Si quieres, podría matarlo (con la fuerza que ahora tengo no me costaría nada). También podría borrar a mi madre de mi memoria. Pero no puedo expulsar los genes que se encuentran en mí. Porque para expulsarlos debería desterrarme a mí de mí mismo.
Y aquí está la profecía. Como un mecanismo enterrado en mí.
Como un mecanismo enterrado en mí.
Apago la luz y salgo del lavabo. Un silencio húmedo y pesado se cierne sobre la casa. Susurros de gente que no existe, el hálito de los muertos. Miro a mi alrededor, me detengo, respiro hondo. Las agujas del reloj marcan las tres de la tarde. Las dos agujas están cargadas de una cruel indiferencia. Bajo su aparente imparcialidad, no están de mi lado. Ha llegado el momento de dejar atrás este lugar. Tomo la pequeña mochila en la mano, me la cargo al hombro. Lo había ensayado muchas veces, pero jamás me había parecido tan pesada.
He decidido dirigirme a Shikoku. No hay ninguna razón para ello. Pero mientras estoy mirando el mapa se me ocurre, no sé por qué, que es allí adonde debo ir. Por mucho que lo mire, no, cuanto más lo miro, más atraído me siento por ese lugar. Mucho más al sur que Tokio, separado de Honshû,* el clima es cálido. Jamás he pisado esa zona y no tengo allí un solo conocido, ningún pariente. Si alguien indaga mi paradero (aunque no creo que lo haga nadie) no existe ninguna posibilidad de que dirija hacia allá la mirada.

Recojo en la ventanilla el billete que había reservado, monto en el autocar nocturno. Es el medio de transporte más barato para ir a Tak amatsu. Unos diez mil yenes y pico. Nadie se fija en mí. Nadie me pregunta la edad. Nadie se me queda mirando. únicamente el revisor inspecciona mi billete con gesto mecánico. Sólo hay una tercera parte de los asientos ocupada. En su mayoría, los pasajeros viajan solos, como yo, y el interior del autocar está sumido en un silencio extraño. El camino hasta Takamatsu es muy largo. Según los horarios del autocar, son unas diez horas de viaje, llegaremos allí por la mañana temprano. Pero a mí el tiempo no me importa. Yo ahora lo tengo a espuertas. Cuando, a las ocho pasadas, dejamos la terminal de autobuses, inclino el respaldo del asiento y me duermo. En el preciso instante de hundirme en él siento cómo se me va debilitando la conciencia, igual que si se me hubieran agotado las pilas.
Poco antes de medianoche empieza a llover a cántaros. De vez en cuando me despierto y, a través de las cortinas baratas, contemplo la autopista en la noche. Las gotas de lluvia azotan con estrépito la ventana, emborronan la luz de las farolas que hay al borde del camino. Están plantadas a intervalos regulares, parece que miden el mundo hasta el infinito. Una nueva luz se acerca y, un instante después, ya se ha convertido en una luz vieja a mis espaldas. Me doy cuenta de que ya han dado las doce de la noche. Y, de manera automática, como si
se me acercara de frente, hace su aparición el día de mi decimoquinto cumpleaños.
-Feliz cumpleaños -me desea el joven llamado Cuervo.
-Gracias -le digo yo.
Pero la profecía, todavía una sombra, me acompaña. Compruebo que el muro que he levantado a mi alrededor todavía sigue en pie. Cierro las cortinas, vuelvo a dormirme.

2

El presente documento, catalogado como "Estrictamente Confidencial" por el Ministerio de Defensa de los Estados Unidos de América, fue desclasificado en 1986 en base a la Ley de Desclasificación de Documentos Oficiales. Actualmente puede consultarse en el Archivo Nacional de los Estados Unidos de América (NARA), en Washington.

Esta serie de entrevistas grabadas se realizaron entre los meses de marzo y abril de 1946 bajo la supervisión del comandante James P. Warren del Departamento de Inteligencia del Ejército de Tierra. El alférez Robert O'Connell y el brigada Harold Katayama se encargaron del trabajo de campo en la zona, la población xxx de la prefectura de Yamanashi. En todas las entrevistas efectuó las preguntas el alférez Robert O'Connell, la traducción al japonés correspondió al brigada Harold Katayama y de la redacción de los documentos se encargó el soldado de segunda clase William Corne.
Las entrevistas se realizaron a lo largo de doce días, y a este efecto se destinó la sala de visitas del ayuntamiento de la población xxx en la prefectura de Yamanashi. El alférez O'Connell entrevistó por separado a: una profesora de la Escuela Nacional del barrio xxx de la población xxx, un médico residente en la zona, dos miembros del cuerpo de la policía local y seis niños. Los mapas adjuntos, a escala de 1: 10.000 y 1: 2.000, del área en cuestión fueron elaborados por el Instituto Topográfico del Ministerio del Interior.

INFORME DEL DEPARTAMENTO DE INTELIGENCIA DEL EJéRCITO DE TIERRA (MIS)
Fecha: 12 de mayo de 1946
Título: Informe sobre el Incidente de la montaña del bol de arroz, 1944
Número: PTYX-722-8936745-42213-WWN

Entrevista a Setsuko Okamachi (26), tutora de la clase B de cuarto curso de la Escuela Nacional del barrio xxx de la población xxx. La conversación fue grabada. Se puede acceder al material relacionado con la entrevista mediante el código PTYX-722-SQ-118.


Impresiones del entrevistador, alférez Robert O'Connell: Setsuko Okamachi es una mujer menuda y de facciones bonitas. Inteligente y con un gran sentido de la responsabilidad, ha respondido con precisión y honestidad. Sin embargo, parece hallarse todavía, de alguna manera, bajo los efectos del shock que le produjo el incidente. Se apreciaba cómo crecía en ella la tensión psicológica conforme iba resiguiendo lo que recordaba. En esos momentos tendía a hablar más despacio.

Eran poco más de las diez de la mañana cuando vi una luz plateada que brillaba en lo alto del cielo. Un brillante resplandor de luz plateada. Sí, era el reflejo que despide un objeto metálico, sin duda. Y ese resplandor se fue desplazando muy despacio por el cielo, de este a oeste. Nosotros nos preguntamos si se trataría de un B29. Estaba justo sobre nuestras cabezas. Así que teníamos que mirar directamente hacia arriba. El cielo estaba despejado del todo, sin una nube, y la luz nos cegaba. Lo único que veíamos era el resplandor de un objeto plateado que parecía de duraluminio. Sin embargo, el objeto se encontraba a una altura tal que no podía distinguirse su forma. Así que deduje que desde allí tampoco podrían descubrirnos a nosotros. Por lo tanto, no temía que nos atacaran y tampoco me preocupaba que nos bombardearan. ¿Qué sentido tiene arrojar bombas al corazón del bosque? Pensé que quizás aquel avión fuera de camino a bombardear alguna gran ciudad o que quizá volviera de hacerlo. Así que nosotros miramos el avión sin alarma alguna y continuamos andando. Yo incluso me sentí atraída por la extraña belleza de aquella luz.

... Según el registro del Ejército, en aquel momento, es decir, alrededor de las diez de la mañana del 7 de noviembre de 1944, ningún bombardero ni ningún otro avión sobrevolaba la zona.
Pero yo, y también los dieciséis niños que se encontraban allí, todos, lo vimos con claridad, y todos pensamos que se trataba de un B29. Todos habíamos visto varias veces formaciones de B29 y sabíamos que sólo los B29 pueden volar tan alto. Además, en la prefectura había una pequeña base aérea y, de vez en cuando, también veíamos volar aviones japoneses, pero éstos eran demasiado pequeños para alcanzar una altura semejante. Además, el brillo del duraluminio es diferente al brillo de cualquier otro metal, y los únicos aviones hechos de duraluminio son los B29. Sólo que, en aquella ocasión, no se trataba de una gran formación, sino de un único aparato, y esto me pareció muy extraño.

¿Nació usted en esta zona?
No. Yo nací en la prefectura de Hiroshima. Me trasladé aquí al casarme, en 1941. Mi marido era profesor de música en un instituto de esta prefectura, pero en 1943 fue llamado a filas y, en junio de 1945, tomó parte en la batalla de Luzón y murió en combate. Según me comunicaron, estaba haciendo guardia en un almacén de munición en las afueras de Manila cuando el almacén fue alcanzado por los disparos de la artillería del ejército americano. Mi marido murió en la explosión. No tuvimos hijos.

¿Cuántos alumnos tenía a su cargo aquel día?
Dieciséis entre niños y niñas, la totalidad de la clase exceptuando a dos que no habían participado en la excursión por estar enfermos. La proporción era de ocho niños y ocho niñas. Entre ellos había cinco que habían sido evacuados de Tokio.
Con la finalidad de realizar unos ejercicios prácticos al aire libre, a las nueve de la mañana salimos de la escuela con las cantimploras y la comida. Por más que los haya llamado "ejercicios prácticos al aire libre", no se trataba de ningún estudio especial. Básicamente consistía en ir a la montaña a buscar setas y hortalizas silvestres comestibles.
Nosotros vivimos en una zona agrícola, así que la comida no faltaba. Pero eso no quiere decir que contáramos con suficientes alimentos. La contribución obligatoria al gobierno era dura y, exceptuando unos cuantos, todos teníamos siempre el estómago vacío.

Por lo tanto, exhortábamos a los niños a que buscaran, fuera donde fuese, algo comestible. Era una situación de emergencia y los estudios habían pasado a un segundo término. Así pues, en aquellos momentos se realizaban con frecuencia los así llamados "ejercicios prácticos al aire libre". Alrededor de la escuela hay zonas de gran riqueza natural y no resultaba difícil encontrar lugares idóneos para realizar estos "ejercicios prácticos". En este sentido, podíamos considerarnos afortunados. Todas las personas que se hallaban en las ciudades pasaban hambre. En aquellos momentos ya estaban cortadas las rutas de abastecimiento procedentes de Taiwan y del continente, y las grandes ciudades sufrían una grave escasez de víveres y de combustible.

Usted ha mencionado que en su clase había cinco niños que habían sido evacuados de Tokio. ¿Se llevaban bien con los niños de la zona?
Por lo que se refiere a mi clase, en general los niños se llevaban bien. Unos eran del pueblo y, los otros, provenían del centro de Tokio: no hace falta decir que habían crecido en ambientes completamente distintos. Hablaban un lenguaje diferente, vestían de diferente forma.
Además, la mayor parte de los niños de la zona pertenecen a familias de campesinos pobres, y los niños de Tokio eran en su gran mayoría hijos de personas que trabajaban para empresas y de funcionarios del gobierno. Por lo tanto, no se puede decir que se entendieran bien.
Sobre todo al principio, entre ambos grupos existía cierta tensión. Jamás hubo peleas, ningún niño sufrió acoso o malos tratos por parte de los otros, sólo que los unos no podían entender lo que pensaban los otros. En consecuencia, tanto los niños de la zona como los de Tokio formaron grupos cerrados. Sin embargo, al cabo de unos dos meses se acostumbraron los unos a los otros. Porque los niños, en cuanto juegan juntos a algo que les entusiasma, derriban con relativa facilidad las barreras culturales y sociales.

Descríbame lo más detalladamente posible la zona adonde condujo aquel día a los alumnos a su cargo.
Es una montaña adonde solíamos ir con frecuencia de excursión. Tiene forma redondeada, parecida a la de un bol de arroz invertido, y por eso la llamamos la "montaña del bol de arroz". La montaña no es muy abrupta, cualquiera puede subirla sin esfuerzo. Se encuentra un poco al oeste de la escuela, se puede ir andando. Hasta la cima, al paso de un niño, se llega en unas dos horas. Teníamos previsto detenernos en el bosque, a medio camino, para buscar setas y tomar un bocado. A los niños les divierten más estos "ejercicios prácticos al aire libre" que las clases en el aula.
El resplandor de aquella especie de avión en el cielo nos recordó momentáneamente la guerra, pero fue un acontecimiento puntual. Todos nosotros nos hallábamos de un humor excelente, nos sentíamos felices. El cielo estaba azul, sin una nube que lo empañara, no soplaba el viento: en la montaña reinaba un silencio absoluto, lo único que se oía era el canto de los pájaros. Una vez en el corazón del bosque, la guerra parecía algo ajeno, algo que estuviera ocurriendo en un país remoto. Todos avanzábamos por el sendero cantando. De vez en cuando imitábamos las voces de los pájaros. Era una mañana maravillosa, perfecta de no haber existido un hecho innegable: la guerra proseguía.

Se adentraron en el bosque poco después de avistar el objeto parecido a un avión, ¿no es así?
Sí. No creo que hubieran transcurrido cinco minutos siquiera. A medio camino, dejamos el sendero que conduce a la cima y nos metimos por sendas que se abren a través de los bosques de las laderas. éstas sí son bastante empinadas. A los diez minutos de subida se abre un claro en el bosque. Es una zona muy extensa, completamente plana, parecida a una mesa. En el corazón del bosque todo está en silencio, la luz del sol se filtra a duras penas, el aire es frío; sólo en ese claro el cielo se extiende luminoso sobre nuestras cabezas, parece una plaza pequeña. Los de nuestra clase, cuando subimos a la montaña del bol de arroz, solemos visitar ese lugar. Ahí se siente una extraña paz, un curioso recogimiento.

Cuando llegamos a la "plaza", hicimos un descanso. Descargamos los bultos y empezamos a buscar setas en grupos de tres o cuatro. A los niños les había impuesto una regla: que ninguno saliera del campo visual de los demás. Los reuní a todos y les insistí en ello una vez más. Por muy familiar que nos sea el lugar, se trata del bosque, si se adentran demasiado en él y se pierden, luego puede resultar difícil encontrarlos. Pero son niños pequeños y, una vez se enfrascan en la búsqueda de las setas, se olvidan de las reglas. Así que, mientras yo misma iba buscando setas, no paraba de contar cabezas.

Hacía unos diez minutos que habíamos empezado a buscar setas en el centro de la "plaza", cuando los niños comenzaron a desplomarse al suelo.
Cuando vi que caían redondos tres niños a la vez, lo primero que pensé es que habían comido setas venenosas. En esta zona hay muchas que producen un veneno letal. Los niños de la zona las conocen, pero entre ellas hay algunas que son díficiles de distinguir. Por eso siempre les prohibía que, bajo ningún concepto, comieran setas hasta que las lleváramos a la escuela de regreso y un experto las seleccionara. Claro que los niños, ya se sabe, no siempre hacen caso de lo que se les dice, ¿verdad?
Yo me precipité sobre ellos, cogí en brazos a los que se habían caído en el suelo y los incorporé. Sus cuerpos estaban desmadejados, parecían de goma reblandecida por el calor del sol. Era como si a aquellos cuerpos les hubieran abandonado las fuerzas; tuve la sensación de estar abrazando la muda de algún reptil. Sin embargo, respiraban con normalidad. Les tomé el pulso, vi que era normal. Tampoco tenían fiebre. La expresión de sus rostros era tranquila, no parecían estar sufriendo. Tampoco mostraban signos de que les hubiera picado alguna abeja o mordido alguna serpiente. Sólo estaban inconscientes. Eso era todo.

Lo más extraño eran sus ojos. Mostraban un estado de postración cercano al coma, y sin embargo no tenían los ojos cerrados. Los mantenían abiertos, como de costumbre, y parecía que estuviesen contemplando algo. A veces, incluso parpadeaban. Era evidente que no dormían. Y movían las pupilas despacio. De izquierda a derecha, con tranquilidad, como si estuvieran barriendo con la mirada, de punta a punta, un paisaje lejano. En las pupilas brillaba la luz de la conciencia. Pero en realidad aquellos ojos no miraban nada. Como mínimo, nada que se hallara frente a ellos. Les pasé la mano por delante, pero sus pupilas no reaccionaron.
Incorporé a los tres niños, uno tras otro, y los tres se encontraban exactamente en el mismo estado. Inconscientes, con los ojos abiertos, movían despacio las pupilas de izquierda a derecha. Era una escena de
lo más anormal que imaginarse pueda.

¿Quiénes componían el grupo que perdió el sentido en primer lugar?
Eran tres niñas. Tres niñas que son muy buenas amigas. Las llamé a voz en grito, les palmeé las mejillas. Se las golpeé con bastante fuerza. No reaccionaron. Parecían no sentir nada. Dejaron, en mi mano, un tacto irreal. Una sensación muy extraña.
Pensé en enviar a alguien corriendo a la escuela. Porque regresar acarreando a las tres niñas sobre mis espaldas sería superior a mis fuerzas. Así que busqué con la mirada al niño más veloz. Pero, al incorporarme y lanzar una ojeada a mi alrededor, me di cuenta de que todos los demás niños también se habían desplomado. Los dieciséis niños, todos sin excepción, yacían inconscientes en el suelo. Yo era la única que no se había desplomado y permanecía en pie consciente. Sólo yo. Aquello..., aquello parecía un campo de batalla.

En esos momentos, ¿apreció usted algo anormal en el lugar de los hechos?
Algún olor, algún sonido, alguna luz. (Tras reflexionar unos instantes.) No. Tal como le he dicho antes, aquella zona era muy tranquila, la paz en sí misma. Ni un sonido ni una luz ni un olor: no se apreciaba cambio alguno. Sólo que la totalidad de los niños, todos sin excepción, yacía en el suelo. Tuve la sensación de ser la única superviviente del mundo. Me sentí muy sola. Me asaltó una soledad tan grande que no se puede comparar con nada. Deseé evaporarme en el aire, tal cual, sin un solo pensamiento.
Pero yo tenía una responsabilidad como tutora de la clase. Así que respiré hondo, me precipité corriendo ladera abajo y me dirigí a la escuela en busca de ayuda.

* Isla principal del archipiélago japonés. En ella se encuentra Tokio. (N. de la T.)