Entre la iglesia y la torre del homenaje del castillo de Zorita de los Canes (Guadalajara), en un espacio conocido como el corral de los condes, los miembros de la Orden de Calatrava establecieron a finales del siglo XII su particular necrópolis. Allí dieron una sepultura humilde a los freires, sacerdotes guerreros fornidos y bien alimentados, según han desvelado los análisis antropológicos. Estos trabajos de investigación, que vienen realizándose desde 2014 bajo la batuta de Dionisio Urbina y Catalina Urquijo, codirectores de ArchaeoSpain, constituyen la primera excavación en extensión de un cementerio de caballeros de una orden militar.
Hasta el momento, los arqueólogos han identificado 40 esqueletos más o menos completos y restos fragmentarios de más de un centenar de individuos. No obstante, calculan que hasta comienzos del siglo XVI pudieron ser enterrados alrededor de medio millar de individuos. 14 de ellos han sido estudiados en el laboratorio arrojando datos de enorme importancia para caracterizar con mayor precisión las poblaciones de un estrato social muy concreto y cercano a la élite social de la Edad Media. También misteriosas sorpresas que se recogen en el libro El castillo de Zorita (Guadalajara). Historia y arqueología (La Ergástula).
Doce de los cadáveres corresponden a varones y encajarían en el prototipo de los caballeros de la Orden de Calatrava: hombres no muy altos —por debajo de 1,70 metros de media— pero robustos, con gran desarrollo de la musculatura en los brazos como resultado de blandir espada u otras armas. También se caracterizan por una alta esperanza de vida para la época —son adultos, ninguno de más de 59 años—, frecuente pérdida de piezas dentales, una buena dieta con abundantes proteínas y numerosas señales en sus huesos de cortes de arma blanca. Los investigadores han podido determinar que al menos tres de estos antiguos guerreros murieron luchando ante la dimensión de sus heridas en el cráneo.
Lo llamativo es el hallazgo entre los militares de una mujer de entre 25 y 30 años y un bebé de unos ocho meses de edad. A falta de análisis de ADN que confirmen una supuesta relación de parentesco, podría tratarse de una muerte por parto y un recién nacido que logró sobrevivir muy poco tiempo. Varias son las hipótesis que manejan los investigadores para dar respuesta a este enterramiento: la reutilización del cementerio en los últimos tiempos por personas ajenas a la orden militar y religiosa —en otras tumbas también se han descubierto fragmentos óseos de neonatos y femeninos—, que se tratase de familiares directos de los caballeros/clérigos o la presencia de "donados", gente que pagaba una cuota por enterrarse en el cementerio calatravo.
La necrópolis del corral de los condes —hay otras cuatro en los alrededores del castillo— esconde en torno a medio centenar de tumbas y un osario. Según los arqueólogos, en un principio se fueron colocando junto a la pared de la iglesia, buscando la cercanía del altar mayor. Más tarde fueron surgiendo filas paralelas hasta que una vez cubierto todo el espacio disponible se comenzó a enterrar sobre las sepulturas anteriores. La tipología va desde los sarcófagos hasta los enterramientos simples bajo el suelo y sin estructuras.
Los cuerpos se dispusieron de la misma manera durante todo el tiempo de uso del lugar: en decúbito supino, cono los brazos cruzados sobre el pecho o la cintura y orientados con la cabecera hacia el oeste, para que el difunto mire hacia Jerusalén en el momento de levantarse durante el juicio final. Los individuos fueron inhumados sin ostentación y sin ajuares. En solo dos casos se ha documentado un cadáver vestido gracias al hallazgo de las hebillas de bronce de un cinturón. Sí resulta llamativa la aparición en este contexto funerario de elementos de juego: cinco dados de hueso y un guijarro con forma de ficha.
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Monedas y cerámicas
El conjunto fortificado de Zorita, erigido sobre la cumbre de un cerro calizo de fuertes pendientes en la orilla izquierda del Tajo, constituye uno de los mejores ejemplos de construcción defensiva medieval del centro peninsular. La alcazaba fue fundada por los musulmanes a mediados del siglo IX y reformada una centuria más tarde por los linajes de la frontera apoyados por el califato omeya. El castillo pasó a manos cristianas en virtud del Pacto de Cuenca de 1080, un acuerdo con el que al-Qadir cedió esta plaza y la de Canturias a Alfonso VI a cambio de su ayuda para recuperar el control de la capital del reino de Toledo.
En las décadas siguientes cristianos y andalusíes se rifarían la titularidad del sitio estratégico, un punto clave en el trasiego de los caminos desde el centro peninsular a Levante durante toda la Edad Media, que fue conquistado definitivamente por Alfonso VII en 1137. Tras ser escenario de las disputas entre las dos casas nobiliarias más poderosas del reino, los Castro y los Lara, Alfonso VIII concedió el castillo en 1174 a la Orden de Calatrava (torre del homenaje e iglesia). La llegada de la casa ducal de Pastrana en la segunda mitad del siglo XVI y la fallida rehabilitación marcaron el lento proceso de abandono y ruina de la fortaleza.
Sin embargo, el conjunto, formado por la muralla urbana y el imponente castillo con un gran número de fases constructivas, ha sido "uno de los grandes desconocidos de la arqueología española" hasta hace menos de una década, y eso a pesar de localizarse a un par de kilómetros de la ciudad palatina visigoda de Recópolis. Los resultados del proyecto de investigación y las excavaciones realizadas hasta 2020 se resumen en un volumen coordinado por Dionisio Urbina y Catalina Urquijo y con la colaboración de más de una decena de especialistas.
Dividida en cuatro partes, la obra recopila la información documental sobre la historia del castillo, indaga en su evolución arquitectónica y presenta su reconstrucción ideal, detalla los resultados de las prospecciones arqueológicas —a destacar, tres virotes de ballesta aparecidos bajo una capa de yeso junto al altar mayor o un Cristo crucificado de finales del siglo XII que solo conserva el tórax, una porción de la cabeza y las piernas— y expone los resultados de los análisis de los restos recuperados, tanto los humanos como los materiales. Entre estos últimos abunda una cerámica caracterizada por su fragmentación y la mezcla de dataciones y funcionalidad y sobresalen 18 monedas —curiosamente ninguna de época andalusí— fechadas entre los siglos XIII y XVIII, que confirman la ocupación prolongada de una fortaleza singular.