Entre finales de la Edad del Bronce y principios de la Edad del Hierro, alrededor del año 1000 a.C., una gran migración empujó a una serie de grupos que habitaban en Europa central a cruzar el Canal de la Mancha y asentarse en el sur de Gran Bretaña. Este movimiento de gente, que se prolongó durante varios siglos, provocó una auténtica revolución demográfica en las actuales Inglaterra y Gales, alterando la composición genética de las poblaciones locales. Al menos la mitad del ADN de los británicos de la época inmediatamente posterior al fenómeno migratorio procede de esos pobladores centroeuropeos.
La desconocida migración se ha desvelado en un artículo científico publicado en Nature hace unas semanas y firmado por cerca de un centenar de investigadores de todo el mundo. El movimiento poblacional que implicó a varias generaciones, procedentes en teoría de la costa de Francia —aunque esta hipótesis todavía no está confirmada—, se ha podido documentar gracias al estudio más grande de ADN antiguo realizado hasta la fecha: 793 individuos de todos los rincones de Europa, desde la costa cantábrica hasta la zona nórdica.
Uno de los descubrimientos más llamativos de la investigación es que mientras la huella genética de las poblaciones neolíticas aumentó en las islas británicas, se produjo el fenómeno contrario en Iberia. "Donde mayor porcentaje de este tipo de ancestría neolítica se registra en la Edad del Bronce es en la Península Ibérica, luego en Centroeuropa y por último en Gran Bretaña. Si hay una población de Centroeuropa que va tanto a Gran Bretaña como a la Península Ibérica, lo que va a hacer esta ancestría es aumentar en Gran Bretaña y disminuir en la Península Ibérica", explica a este periódico Íñigo Olalde, genetista de la Universidad del País Vasco y miembro del equipo de David Reich, investigador de la Universidad de Harvard que ha dirigido el estudio. "Es gracias a estos cambios en componentes ancestrales que somos capaces de detectar movimientos de poblaciones".
En la investigación han participado dos equipos españoles, los dirigidos por Manuel R. González Morales, catedrático de Prehistoria de la Universidad de Cantabria, y Jesús F. Torres Martínez, director del Instituto Monte Bernorio de Estudios de la Antigüedad del Cantábrico (IMBEAC). El primero envió al laboratorio de Reich las muestras genéticas de un individuo del calcolítico hallado en la cueva de la Fragua, en Santoña, Cantabria, y de otros tres con relación de parentesco de segundo o tercer grado que fueron excavados en la cueva del Espinoso, en Asturias, y han sido datados en un momento avanzado de la Edad del Bronce.
Olalde recuerda que estudios genéticos anteriores ya habían confirmado la llegada de poblaciones centroeuropeas a Iberia en torno a 2400 a.C., contribuyendo con el 40% del ADN a las poblaciones de la Edad del Bronce. "Si nos movemos a principios de la Edad del Hierro, mil quinientos años más tarde, lo que vemos con los datos que se han publicado ahora es que hay un aumento todavía mayor de la ancestralidad centroeuropea (55%)", señala el genetista. "Detectamos este aumento en varias zonas distintas de la Península, tanto en las de habla indoeuropea celta como en las de habla no indoeuropea íbera, lo cual quiere decir que estas nuevas oleadas de gente a finales de la Edad del Bronce y principios de la Edad del Hierro tuvieron un efecto en todo el territorio peninsular".
Mezcla de ADN
En torno al año 1000 a.C., las poblaciones europeas de la Edad del Bronce tenían tres componentes de ancestralidad:
—Uno derivado de las poblaciones neolíticas que llegaron a Europa desde Anatolia hacia 5500 a.C., al comienzo del Neolítico (EEF ancestry).
—Un componente de las poblaciones cazadoras-recolectoras (Western hunter-gatherers) que vivían en Europa antes del Neolítico.
—Un componente derivado de poblaciones de la estepa que entraron en Europa al comienzo del Bronze, entre 3000 y 2000 a.C.
Enorme potencial
El IMBEAC, una asociación sin ánimo de lucro que financia sus investigaciones con los aportes de sus colaboradores y mecenas, nutrió al equipo del estadounidense David Reich con siete muestras de bebés hallados enterrados en los subsuelos de dos viviendas excavadas en el castro de Monte Bernorio, situado en Pomar de Validivia, en Palencia. "Son huesos muy delicados que han estado enterrados 2.000 años. Están fechados en la segunda parte de la Edad del Hierro y sirven para determinar si estas poblaciones centroeuropeas también tuvieron un impacto demográfico en el norte de la Meseta. En este caso han confirmado que es del 100%", describe Kechu Torres.
"Este tipo de estudios lo que demuestra es que ha habido mezcla de población, a una velocidad y con una aparente facilidad que resulta increíble, y que esas culturas tenían un conocimiento de su medio mucho más grande de lo que podíamos imaginar", añade el arqueólogo. "Esta es la etapa de mayor transformación de las sociedades humanas, desde el calcolítico hasta el final de la Edad del Hierro, el momento en que se desarrollan las sociedades sedentarias, la construcción de núcleos urbanos, el desarrollo de la economía campesina tradicional, etcétera, se inicia en una coyuntura de transición cultural que coincide con la llegada de un tipo de gente que tiene un perfil genético determinado, y que es el que nosotros encontramos en Monte Bernorio 2.000 años después de que se inicie ese proceso".
Manuel R. González Morales, también investigador en el Instituto Internacional de Investigaciones Prehistóricas de Cantabria (IIIPC), comenta que durante mucho tiempo esta de idea de migraciones de Centroeuropa durante la Edad del Bronce estuvo muy desprestigiada: "Lo que vemos con estos estudios es que efectivamente hubo una gran movilidad. Estamos confirmando algo que sabíamos por el material arqueológico, pero que se consideraba que no implicaba relaciones de población, sino que eran meramente intercambios comerciales a lo largo de toda la Edad del Bronce en el ámbito atlántico. Ahora lo que vemos es que hubo movimientos amplios, importantes, de gente que ha dejado una huella genética hasta la actualidad". Queda por determinar cómo se produjo realmente esa sustitución: ¿fue un fenómeno violento?
Otra de las hipótesis que lanza el estudio publicado en Nature es que la migración desde el continente europeo hacia Gran Bretaña pudo haber contribuido a la expansión de las primeras lenguas celtas. "No podemos decir que un movimiento que detectamos con los datos genéticos estuviese asociado o no con la llegada de una lengua a un territorio. No hay registros escritos y no podemos saber cómo hablaba esa gente. Lo que sí nos permite la genética es que al detectar estos cambios poblacionales, que son un vehículo para la transmisión de las lenguas, podemos postular que una determinada lengua llegaba a un lugar a través de estas migraciones", apunta Íñigo Olalde.
El genetista incide en el enorme potencial de este tipo de estudios para conocer en mayor profundidad las poblaciones prehistóricas: "Sería precioso poder muestrear mucho más la Edad del Hierro peninsular en las distintas áreas en que sabemos que se hablaban lenguas distintas y estudiar la ancestría que encontramos respecto a ellas. El gran problema es que el rito funerario más común de esta época era la cremación, y si los restos están quemados, el ADN no se conserva". De ahí la importancia de conseguir restos humanos no cremados y en buen estado de conservación, como ocurre con los recuperados por el equipo Monte Bernorio.
Morales apunta en la misma línea, aunque abre una ventana para salvar esta barrera: "Esto tiene un futuro enorme porque en este momento no hace falta ya ni tener restos humanos. En Atapuerca, en la galería de las estatuas, se ha empleado la recuperación de ADN del sedimento y se han conseguido identificar distintos individuos neandertales, y también animales de los que no tenemos los huesos. Esto es un campo que no sabemos a dónde va a llegar en el futuro inmediato y todo esto es información que nos ayuda a entender mejor el pasado, que es lo que nos importa".