La vida en el Siglo de Oro español era un variopinto collage de caracteres y situaciones. Estaba la Corte real con sus lujos de banquetes mastodónticos y bailes de refinados uniformes, la nobleza que descansaba sobre la historia de su blasón esperando la llamada del rey para empuñar las armas u ocupar un cargo político, el tercer estado integrado por campesinos, trabajadores urbanos, criados domésticos y todo tipo de individuos marginales… Había riñas y autos de fe, fiestas populares y transgresoras, y un muestrario de acontecimientos insólitos que se deformaban aún más en los mentideros.
Fue un mundo en que para la gran mayoría del pueblo el día a día consistió en esquivar a los cuatro jinetes del Apocalipsis: el hambre, la epidemia, la guerra y la muerte. Y la ecuación se complicaba más para la mujer, atenazada siempre por los lazos de la moralidad de la época: o era una perfecta casada que se asomaba al precipicio del castigo (mortal) ante la menor deshonra o una frívola provocadora sexual, como las que se daban un chapuzón desnudas, como si fuesen Evas de la modernidad. Una escena que Quevedo plasmó en sus rimas: “Manzanares, Manzanares, / arroyo aprendiz de río / tú que gozas, tú que ves, / en verano y en estío / las viejas en cueros muertos / las mozas en cueros vivos”.
La experiencia diaria, colectiva y personal, de los españoles que existieron en el periodo que va desde finales del siglo XV hasta el ocaso del XVII es lo que aborda el historiador Enrique Martínez Ruiz en su nuevo libro, titulado Fiesta y tragedia. En sus propias palabras, se trata de “un recorrido completo por el vivir y morir de los españoles del Siglo de Oro, con sus grandezas y miserias, sus luces y sus sombras en el seno de una sociedad que palpita, sufre, se divierte, delinque, peca, reza y muere”.
La obra está dividida en cinco bloques. El primero responde a cuántos eran los españoles de la época, qué y cómo sufrían, cuál era su organización social, dónde vivían en función del estamento al que perteneciesen y cómo era su familia. En el segundo se reconstruyen sus creencias y actitudes, desde las fastuosidades protocolarias de los monarcas hasta los mecanismos de supervivencia.
Resultan de gran interés las páginas dedicadas a la cultura culinaria. Cuenta el catedrático de Historia Moderna de la Universidad Complutense que durante estas centurias la olla fue casi el plato único. Consistía básicamente en carne, tocino –si faltaba, el cocinero podía ser acusado ante la Inquisición por judaizante– y verdura cocidos durante mucho tiempo. Estudiantes, pícaros, mendigos y vagabundos –en torno al 10% de la población vivía en condiciones de pobreza– encontraban alivio en la sopa boba, una especie de potaje con tronchos de col y tocino rancio que se repartía a las puertas de los conventos.
Para la mayoría del pueblo, el día a día consistió en esquivar el hambre, la epidemia, la guerra y la muerte
Pero quizá quienes tenían mayor problema con la comida eran los hidalgos sin recursos para mantenerse y sin posibilidad de trabajar porque su condición nobiliaria se lo impedía. Utilizar el palillo de dientes simulando que se limpiaban los residuos de un manjar fue una treta muy satirizada.
Un sentimiento compartido por un altísimo porcentaje de la población fue el de inseguridad, sobre todo cuando se ponía el sol. “Las cosas están de tal forma que de noche no se puede salir sino muy armado o con mucha compañía”, comentaba un cronista sobre Madrid.
En la misma línea compuso estos versos el jesuita José Antonio Butrón y Mújica: “Matan a diestro y siniestro, / matan de noche y de día, / matan al Ave María, / y matarán al Padre Nuestro”. En otras ciudades actuaban impunemente los llamados jaques o valentones, individuos violentos que vengaban afrentas, lavaban honras, castigaban un amorío o asesinaban por encargo. El gran mantra sobre el periodo es que la vida de las clases marginales discurría entre tabernas, prostíbulos y cárceles.
Martínez Ruiz, experto en historia militar, biógrafo de Felipe II y autor de un estupendo ensayo sobre las flotas de Indias, dedica el tercer bloque de su obra a la fiesta en todos sus extremos, desde las ceremonias palatinas hasta las religiosas y profanas –espectáculos de danza y bailes regionales, torneos en la plaza Mayor de Madrid, corridas de toros o, por supuesto, representaciones teatrales. La cuarta parte se centra en la transgresión –el carnaval era la festividad de la desmesura por antonomasia, del exceso en la comida, la bebida y las actividades sexuales, pero también se analizan episodios de supuesta magia y superstición– y, en su contraparte, la represión, siempre con el fantasma de la Inquisición rondando.
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Los últimos capítulos los dedica el autor al debate sobre si en la España del Siglo de Oro había un culto a la muerte. Había dos tipos: la buena, la que sobrevenía de forma natural y bajo la protección de los sacramentos, y la mala, la imprevista como consecuencia del pecado.
“La muerte, paradójicamente, inspiraba dos sentimientos muy fuertes: temor y fascinación a la vez, de manera que como espectáculo avivaba la sensibilidad social y socializaba el hecho de la muerte individual, algo evidente en manifestaciones literarias, en la iconografía funeraria y el arte, así como en la generalización de objetos macabros, todo apuntando a una idea siempre presente: la transitoriedad de la vida terrenal”, escribe. Otra realidad imposible de eludir que unía a reyes, soldados, pobres y delincuentes.