Atrás quedaban ya sus peripecias como mercenario en Inglaterra y Escocia; otra vez inmerso en el campo de batalla de poco servía su fama cosechada en un duelo de campeones que le valió el título de sir por orden de Enrique VIII. El capitán Julián Romero volvía a engrosar las filas del Ejército de la Monarquía Hispánica. El emperador Carlos V le había perdonado su cambio al bando del dinero y ahora combatía por su hijo, Felipe II, que avanzaba por Francia con todos sus recursos ante la inesperada agresión del monarca galo Enrique II.
En San Quintín, una próspera ciudad, "puerta y paso para París", protegida por un cinturón amurallado de 4 kilómetros y por zonas pantanosas formadas por el río Somme, a Romero le correspondió el mando del puesto más comprometido de la ofensiva. Su compañía, integrada en el Tercio del maestre de campo Alonso de Navarrete, había lanzado un ataque contra el arrabal de la plaza. Tras guarecerse en un repliegue de terreno, lograron instalar la primera batería de sitio. Unos días más tarde, el capitán también tuvo el honor de dirigir una de las tres columnas de asalto. Se empleó con "harta furia" y acabó con una pierna rota.
Pero en el desarrollo de la batalla de San Quintín (10 de agosto de 1557), una abrumadora derrota para las armas francesas que diezmó a la flor de su nobleza —hubo más de 3.000 muertos y 6.000 prisioneros frente a las menos de 500 bajas entre los vencedores, según los cálculos más abultados—, Julián Romero desempeñó otro papel estelar previo al fragor de los fogonazos de arcabuces y los choques de picas. Fue una suerte de espía en el turbio mundo de los servicios de información del siglo XVI.
Felipe II, que viajó hasta Londres para recabar de su esposa, María Tudor, la cooperación inglesa sorteando la resistencia de los nobles, se enfrentó a un gran problema: por dónde lanzar el ataque. Las alternativas posibles eran las regiones de Champaña o Picardía. Romero, antes de la guerra, fue enviado a reconocer y "dibujar" la plaza de San Quintín. Frente a las opiniones que atribuyen al Rey Prudente una inspiración divina en la elección del objetivo, lo cierto es que en su decisión pesaron los consejos del capitán español.
La operación militar se le confió a Manuel Filiberto de Saboya, un joven general de complexión colérica y adusta apodado Cabeza de Hierro. Iba al mando de un ejército compuesto de soldados españoles, italianos, alemanes, borgoñones, ingleses o flamencos. Los trabajos de asedio sobre la localidad, condenada a la capitulación, empezaron el 9 de agosto. Pero los galos reaccionaron y a primera hora de la mañana siguiente Anne de Montmorency, condestable de Francia, se presentó con unos 20.000 hombres a la vista de San Quintín.
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Su idea no consistía en plantear una batalla imprudente contra un enemigo que le duplicaba en número, sino apoyar la entrada en la ciudad de varios miles de soldados. Los franceses traían barcas destinadas a franquear el río, pero las hicieron zozobrar entre la lluvia de proyectiles y barro pegajoso. Los otros grandes errores de cálculo de Montmorency consistieron en descuidar su vital flanco derecho, arrasado por la caballería del duque de Saboya, que logró adelantarse al cruce del Somme, y en cargar con una inútil artillería de sitio que solo sirvió para embarazar su retirada, convertida en una auténtica carnicería. El cirujano Ambrosio Paré visitó poco después el campo de batalla, atestado de muertos, y dijo que revoloteaban tantas moscas "que nublaban el sol".
Al enterarse de la victoria en su retiro en el monasterio de Yuste, Carlos V, calculando el tiempo transcurrido hasta que llegó el mensaje, preguntó: "¿Está mi hijo en París?". El historiador militar Julio Albi de la Cuesta escribe en Vidas intrépidas (Desperta Ferro) que una incursión de esa naturaleza habría sido muy arriesgada: "La región estaba devastada y abandonada —exploradores de caballería no encontraron a nadie en siete leguas a la redonda—, la estación se hallaba muy avanzada; tenía a sus espaldas importantes fortalezas enemigas que amenazaban sus líneas de comunicaciones; estaba corto de dinero y Francia conservaba recursos más que considerables. Quizá, también recordó el caso de su padre, que había comenzado sus invasiones del país 'comiendo pavos y salió comiendo nabos'".
San Quintín todavía tardaría unos días más en caer. Felipe II llegó al campamento el 13 de agosto y el asedio se convirtió en una tormenta de fuego. El almirante Gaspar de Coligny encerró en la colegiata a dos mil mujeres porque creía que con sus llantos apocaban a los defensores. El asalto final tuvo lugar el día 27. El rey, que presenció el ataque revestido de armadura, había reunido a los mandos para darles instrucciones estrictas de respetar a mujeres, niños y ancianos y las iglesias, "y que los demás todos mueran". La guarnición la formaban en torno a un millar de soldados, que al abrir brecha fueron casi todos pasados por la espada, como la mayoría de habitantes pese a los deseos del monarca.
Asesinatos, una búsqueda frenética de botín, peleas de tudescos con españoles en disputa de lo robado, una tercera parte de los edificios devorados por las llamas… la locura en San Quintín duró un par de jornadas. Felipe II entró en la ciudad el 30 de agosto. Las calles estaban llenas de cadáveres; "algunos de ellos olían mal, y en muchos faltaban pedazos, que les comían los perros de noche", describió un testigo. A otras fuentes todo aquello les pareció "otra destrucción de Jerusalén". Se ha dicho que el Rey Prudente nunca olvidó el dantesco espectáculo.
Monasterio de San Lorenzo
Para celebrar la victoria en la batalla de San Quintín, el rey Felipe II ordenó construir el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Con 33.327 metros cuadrados, el complejo incluye palacio real, basílica, panteón, biblioteca, colegio y monasterio. Fue ideado por el propio monarca y su arquitecto, Juan Bautista de Toledo, aunque luego intervinieron otros, como Juan de Herrera. Las obras se llevaron a cabo entre 1562 y 1584 y su decoración se prolongó durante años.