En el salón del Gran Duque del Palacio de Liria, enfrente de los dos imponentes retratatos de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, pintados por Rubens y Antonio Moro, llama la atención una armadura de un adolescente con un impacto de bala a la altura del corazón. Lo lógico sería pensar que ese agujero en el metal desvela un afortunando encuentro con la muerte durante la juventud del militar en el que depositaron su confianza Carlos V y Felipe II, de un personaje que vertebra el siglo XVI español. Sin embargo, esconde una historia más truculenta: según cuentan desde la Fundación Casa de Alba, la coraza se convirtió durante la Guerra Civil en una diana de tiro para un miliciano comunista del 5º Regimiento.
También en el medio de esa estancia sobresale una estatuilla caricaturesca en madera policromada en la que el Gran Duque holla una hidra de tres cabezas que representa a la reina Isabel de Inglaterra, el papa Paulo IV y el elector de Sajonia, enemigos de la Monarquía Hispánica. Seguramente hecha en el taller de Flandes, está datada en 1568, justo después de la batalla de Jemmingen, uno de los primeros enfrentamientos de la guerra de los Ochenta Años y saldado con victoria del experimentado general. Solo unos meses antes el Rey Prudente le había encomendado a Alba el gobierno de los Países Bajos para castigar a los rebeldes y a los herejes protestantes.
Ese enorme desafío al que el duque se enfrentó —y fracasó— durante seis años, y sobre todo las campañas militares que se encandenaron entre abril de 1572 y diciembre de 1573, son el sujeto de estudio de la nueva obra de Àlex Claramunt, director de la revista Desperta Ferro Historia Moderna y autor de diversos libros sobre la historia militar de los siglos XVI y XVII. En Es necesario castigo (Desperta Ferro) reconstruye estos acontecimientos utilizando fuentes neerlandesas favorables a ambos bandos y presenta una imagen global sobre las causas y los orígenes de la revuelta flamenca contra España.
"Mi libro no es una biografía del duque, sino un estudio que no existía de forma específica sobre su gobierno y sus campañas en los Países Bajos", ha explicado Claramunt durante la presentación de su trabajo en el Palacio de Liria. La figura del mejor soldado del rey ha sido tradicionalmente asociada entre la población neerlandesa a la tiranía, la represión —su Tribunal de los Tumultos condenó a muerte a 1.083 personas— y la mala administración. Según el investigador, fue la razón de Estado y no el fanatismo religioso amplificado por la propaganda protestante lo que guio sus acciones.
El Gran Duque, como "criado de su Majestad", fue en realidad una especie de parche temporal: debía blandir la espada y hacer el trabajo sucio con los insurrectos a la espera de que Felipe II, quien le remitía instrucciones minuciosas, viajase allí para atender los ruegos de sus vasallos. Sin embargo, las muertes del príncipe don Carlos y la reina Isabel o el estallido de la rebelión de las Alpujarras alteraron los planes. "Se vio abandonado en Flandes. Era un militar y quedó abocado a gobernar durante seis años una de las regiones más problemáticas de Europa", resume el autor.
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Crisis fiscal... y climática
A pesar de su incontestable éxito bélico en 1568, el duque de Alba se enfrentó a una violenta guerra civil —los rebeldes se decían representantes del rey y aspiraban a obtener la tolerancia religiosa y el respeto a los privilegios locales—. "En sus cartas dice que por la orografía de los Países Bajos, con laberintos de ríos, canales, lagunas y pocos diques transitables a merced del viento y los oleajes, se trataba de una guerra que no se parecía a ninguna otra en la que hubiera liderado a tropas", destaca Claramunt. El asedio de Harlem, que duró ocho meses en medio de un invierno extremo, con trincheras enfangadas, es el paradigma de esa ferocidad.
El caldo de cultivo de la rebelión fue una crisis fiscal a raíz de los impuestos impopulares sobre la renta y los bienes muebles e inmuebles implantados por el duque que erosionó la autoridad de los funcionarios reales. Pero esto no se puede descontextualizar de la acusada crisis de subsistencia derivada de las malas cosechas y las inundaciones producto de los efectos de un fenómeno climático conocido como Pequeña Edad del Hielo, o de la interrupción del comercio marítimo y la pesca a raíz de las piraterías de los "mendigos del mar".
Desde que se encaminó hacia Bruselas, el duque de Alba previó la necesidad de someter al conjunto de la población a la vigilancia armada de sus tropas en esa misión de mantener el orden. Alojar y alimentar a más de 10.000 soldados españoles se reveló en otra de las causas del malestar social. "En Países Bajos no había la tradición de acoger a las tropas como en Italia", explica Claramunt. "Fue un impactante para todos. Los católicos estaban contentos de que los españoles castigasen a los herejes, pero muy pocos se prestaron a darles refugio".
La irregularidad de las pagas, así como la conducta indisciplinada de algunos militares, también tendrían nefastas consecuencias. El propio Alba admitía la rapacidad de sus tropas y ya en enero de 1568 escribió a Felipe II que "la gente [...] está tan mal disciplinada que no me puedo valer con ella; venían tan avezados de robar, que no era costumbre ya hacerse secretamente". El gobernador fue normalmente implacable ante estos excesos: en una ocasión quiso ejecutar a tres de sus hombres por robar un carnero, pero le convencieran para que solo castigase a uno echándolo a suertes.
El libro de Claramunt es un extraordinario análisis de los inicios de la Guerra de Flandes y de la actuación (desmitificada) del Gran Duque como gobernante. Además, cuenta un ilustrativo aparato gráfico de grabados, dibujos, cartografía de la época —la estrategia de Alba en sus campañas, lideradas sobre el terreno por su hijo don Fadrique, se fundó en un conocimiento minucioso de la topografía de la zona—, lienzos y los mapas elaborados por el equipo de Desperta Ferro para seguir al detalle todos los movimientos de tropas en lo que constituyó "un momento decisivo en la historia de Europa".