"Alirón, alirón, Alfonsito es un ladrón", entonaba el pueblo de Madrid en la mañana del 14 de abril de 1931, celebrando el exilio de su rey y la proclamación de la República. El escritor Josep Pla recogía en su crónica que la alegría de la gente había barrido de un golpe a un régimen que se creía sólido y ante la indiferencia de la aristocracia y el ejército. Alfonso XIII, víctima de la literatura enemiga —los panfletos del libertario Ángel Samblancat, por ejemplo, enumeraban todos los motes adjudicados al monarca, de Narizotas II a El del mal número—, veía su vieja pesadilla hecha realidad: una versión incruenta del febrero ruso de 1917 triunfante en España.
Aquel joven que había ascendido al trono en 1902 con la etiqueta de salvador de la patria tras el Desastre del 98 era expulsado de su país tres décadas más tarde entre acusaciones de corrupción. Su figura había evolucionado desde el españolismo regeneracionista de la etapa inicial hasta el proyecto nacionalista y reaccionario que presidió su crepúsculo. Y esa transformación no solo es palpable en su actuación política, también se desprende del análisis de las ceremonias, las imágenes y los discursos tejidos en torno a la Corona, así como de las iniciativas culturales y propagandísticas.
Tanto los hagiógrafos como los críticos alfonsinos han retratado al rey como un personaje pétreo, inamovible, cuyas acciones aventuraban un claro resultado ya desde los 16 años. Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Complutense de Madrid, derriba en El rey patriota (Galaxia Gutenberg) esa imagen inmovilista, y lo hace poniendo el foco en las relaciones entre la monarquía y la identidad nacional, en los proyectos nacionalistas que dieron sentido a su reinado.
"La principal novedad es que se aborda la figura de Alfonso XIII como nunca antes se la había abordado", explica el historiador. "Tradicionalmente los libros sobre el rey se habían centrado exclusivamente en su actividad política. Sin embargo, la historiografía se ha transformado mucho en los últimos 20 años y tendemos a tener una visión mucho más amplia de la vida política, que incluye aspectos culturales y sociales. Mi biografía trata de insertar esta figura, que es fundamental en la España del siglo XX, dentro de esa visión mucho más amplia y considerar su caso muy interesante para estudiar el fenómeno de las monarquías escénicas, que explican la supervivencia de estas instituciones que provienen del Antiguo Régimen en la época de la política de masas".
A lo largo de su reinado, Alfonso XIII reivindicó a Agustina de Aragón, hizo una ofrenda al apóstol Santiago, visitó Covadonga, escenario mítico de la Reconquista, y las ruinas de Numancia, y hasta participó en el traslado de los restos del Cid Campeador a la catedral de Burgos en 1921, en las celebraciones por el séptimo aniversario del templo. Aunque formado en un nacionalismo historicista, su radicalización —el acercamiento hacia los círculos conservadores se produjo a raíz de la revolución de febrero de 1917 que acabó con la abdicación del zar ruso y tras el desmembramiento de varios imperios tras la Gran Guerra— fue palpable también en este aspecto, por ejemplo, abrazando el patriotismo sin fisuras que abanderaban los legionarios del Tercio de Millán-Astray, uno de sus jefes predilectos.
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"La implicación y la vinculación de la Corona con la nación suponía también la defensa y exaltación de los principales mitos nacionales elaborados durante el siglo XIX", detalla Moreno Luzón. "El caso del traslado de los huesos del Cid justo cuando se produjo el Desastre de Annual es una reivindicación de la figura histórica en su versión más nacionalista, el Cid como caballero español católico en el momento en que se aborda una nueva cruzada imperial en Marruecos, como precedente directo de esa misión histórica de España".
Los primeros tres lustros en el trono los utilizaron Alfonso XIII y sus colaboradores para desarrollar una política cultural que presentase la imagen de una nueva España dispuesta a modernizarse tras la pérdida del imperio. "A eso contribuye un grupo extraordinario de gente ligado a la cultura como Joaquín Sorolla, Mariano Benlliure o el marqués de la Vega Inclán, responsable de la política patrimonial y turística, que ven unas posibilidades enormes para mejorar la imagen de la monarquía", enumera el historiador. "En la segunda parte del reinado, estas iniciativas se convierten en algo menos innovador, que adquiere tintes más reaccionarios y tiene su culminación en las exposiciones de 1929 en Barcelona y Sevilla".
Entre otras cosas, el monarca se interesó por los palacios y reales sitios. En el monasterio de San Lorenzo del Escorial impulsó la recuperación de las habitaciones de Felipe II, el rey que representaba la cumbre del Imperio español. Restauró, además, los Alcázares de Sevilla o la ermita de San Antonio de la Florida para hacer un mausoleo a Goya; y promovió las casas de Cervantes en Valladolid o la de El Greco en Toledo.
Pero en esa "guerra cultural", el monarca tuvo tres némesis principales: Miguel de Unamuno, al principio favorable y luego ferviente crítico del "rey cabaret" o "káiser Codorníu", epítome de un ambiente podrido y como le gustaba apodarle —en una polémica audiencia en palacio que tuvo lugar en abril de 1922, el escritor no solo se presentó con retraso y vestido con un traje corriente, sino que le espetó a su anfitrión que, como monarca constitucional, lo mejor era que no tomara iniciativa alguna—; el novelista Vicente Blasco Ibáñez, autor del panfleto Una nación secuestrada, que emulaba el célebre J'accuse de Émile Zola que había dividido Francia; y el socialista Indalecio Prieto, que centró los debates parlamentarios en los comportamientos más polémicos del rey.
"Lo más polémico fue su continua intervención en política, estaba en la arena de la lucha partidista", resume Moreno Luzón. "Luego se le añaden otros cargos de frivolidad que tienen que ver con sus diversiones, como su viaje en el verano de 1922 a un resort internacional de la élite europea en Deauville, en la costa de Normandía, un sitio de casinos, hipódromos y cabarets; o su militarismo: consideraba al Ejército algo propio y al de África como un ámbito reservado, y Prieto le culpa directamente de ser el responsable del Desastre". Sobre los rumores de corrupción, que moldearon la imagen de Alfonso XIII en su última etapa —Valle-Inclán llegó a decir que se le echó de España por ladrón—, asegura el historiador que son "difíciles de demostrar".
Deriva absolutista
Sobre el papel desempeñado en el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera, Alfonso XIII estuvo "informado, por lo menos a grandes rasgos, de lo que se preparaba en el verano de 1923, y en cuanto se produjo hizo todo lo posible para que saliese adelante", afirma Moreno Luzón. "A pesar de que es algo que se ha discutido muchísimo, el apoyo del rey es claro al golpe de Estado. Y además estaba muy contento y muy orgulloso de su actuación porque le parecía que era la solución para España".
"A partir de cierto momento", añade el historiador, "el rey se convence de que es necesaria esa solución e incluso llega a barajar la posibilidad de ser él mismo dictador. Esto no se ha destacado mucho, pero está clarísimo que se lo dice a mucha gente. Por ejemplo, dice que va a esperar a que el príncipe de Asturias, que por otro lado era un enfermo, llegase a la mayoría de edad en mayo de 1923 para hacerse con un gobierno autoritario personalmente y después convocar un referéndum; y si los españoles se mostraban en contra, abdicar para que pudiera reinar su hijo".
El polifacético Alfonso XIII —sus múltiples papeles le disfrazaron de soldado valeroso, aristócrata a la moderna, dandi cosmopolita, príncipe humanitario, encantador picaflor o productor de películas pornográficas, aunque Moreno Luzón reconoce que es imposible probar documentalmente que el rey encargase los tres filmes X que custodia la Filmoteca Valenciana—, huérfano de padre casi desde su nacimiento, estuvo imbuido por un fervor católico vinculado a la figura materna, la reina María Cristina de Habsburgo-Lorena. También su devoción se multiplicó en su última etapa vital
La obra la arranca Moreno Luzón narrando la agonía final del monarca en su suite del Grand Hotel de Roma, donde moriría el 28 de febrero de 1941, abrazando el manto de la virgen del Pilar, a quien había otorgado honores de capitán general en 1908 y convertido en patrona de la Guardia Civil en 1913. Un gesto con un profundo carácter simbólico que convertía a la Corona en cemento que fusionó la identidad nacional española y el catolicismo.