Es posible afirmar, desde un punto de vista científico, que el negro no es un color ya que lo percibimos cuando un objeto o superficie absorbe por completo la luz que recibe. Pero sí lo es, claramente, para el arte. Ha sido uno de los pigmentos básicos para construir imágenes desde los orígenes de la pintura, en las cuevas, pero en el siglo XIX, con la Revolución Industrial y la producción de colores sintéticos que permitieron un enriquecimiento de sus matices, se convirtió en un signo de los tiempos.
No solo era negro, como subrayaba Baudelaire en El pintor de la vida moderna, el atuendo del hombre contemporáneo: el carbón, la metalurgia, los trenes o la contaminación de las ciudades oscurecieron el universo visual decimonónico. Los impresionistas celebraron el color y la claridad pero no consiguieron arrancar la semilla negra que algunos pintores tan modernos como ellos habían trasplantado desde la pintura holandesa (Rembrandt, Frans Hals) y española (Goya, Velázquez).
Esta exposición que comisaría Carlos Reyero pretende revisar cómo, más allá de su consabido iluminismo, Joaquín Sorolla recurrió también a la paleta oscura. Sus fuentes al hacerlo habrían sido tres: el mencionado contexto visual, la pintura española y la escena internacional, sin quitar ojo a Whistler.
Este es fundamental en el primer capítulo de la muestra, “Armonías en negro y gris”, con un amplio conjunto de retratos, muchos procedentes de colecciones privadas, en los que Sorolla pone en práctica los modelos musicales que el pintor estadounidense adaptó a la combinación tonal: las sinfonías, las armonías y los arreglos. En ellos, se suma a una tendencia de ascetismo cromático que recorría Europa y que cultivaban en especial ciertos pintores nórdicos que, como se menciona de pasada en el catálogo, Sorolla había tenido ocasión de estudiar.
Existe en España, dice Reyero, una “especie de escuela del gris” a la que pertenecerían también Ramón Casas y Santiago Rusiñol; caracterizada por la elegancia y el cosmopolitismo, no busca el tenebrismo sino que, por el contrario, nada en la claridad “sin las estridencias del color”. Al vestir a sus personajes de negro o gris, sobre fondos casi vacíos o desprovistos de anécdota, Sorolla recalca su distinción, su “buen gusto”.
En el segundo y breve capítulo “Negro simbólico”, en línea con la visión de una “España negra” y con sus inicios como pintor de dramas sociales, Sorolla carga las tintas en el retrato de escenas o personajes siniestros por su inmoralidad, foscos por sus condiciones de vida.
El tercero, “Superficies negras y oscuras” incide en cuestiones compositivas, llamando la atención sobre la vena japonista del pintor, quien poseyó tres álbumes de estampas de ese origen, uno de los cuales se expone en la sala. Se explora aquí la potencia gráfica de la gran mancha negra, del contraste lumínico, y se da cabida por otra parte al ambiente sorollista por excelencia, la playa mediterránea, con un grupo de cuadritos de barcas invadidas por sombras muy fotográficas.
En la exposición se explora la potencia gráfica de la gran mancha negra, del contraste lumínico
Finalmente, en “Monocromías”, reencontramos el ascetismo del color en los “sorollas” sin sol: paisajes naturales o urbanos en días nublados y melancólicos, sumergidos en gris.
Nos topamos además, intercalados en el recorrido, con tres asuntos meta-artísticos de gran interés. En primer lugar, Reyero apunta a la relevancia que en esta faceta de Sorolla podría tener la fotografía que, con el cine, intensificó la “cultura visual monocromática”. Recordemos que inició su carrera como ayudante del fotógrafo Antonio García Pérez, con cuya hija se casó, y que mostró gran aprecio por el arte fotográfico, coleccionando obras de importantes autores.
La exposición incluye reproducciones fotográficas de sus propios cuadros, realizadas quizá con propósito documental, que nos hacen entender, de un lado, cómo los conocieron la gran mayoría de sus contemporáneos (en blanco y negro, en periódicos y revistas) y, de otro, cómo circulaba la información en los estudios de los pintores, algo a lo que alude además la reproducción fotográfica de El caballero de la mano en el pecho de El Greco en el retrato de Cossío.
El segundo motivo apenas esbozado es el de la paleta como instrumento. Se ha colgado una de las de Sorolla, con una figura, y protagoniza el estupendo retrato de Agustín Otermín. La paleta contiene el sello del pintor y es posible contemplar la disposición en ella de sus colores como una pre-pintura, como una informe declaración de intenciones artísticas.
El tercero se centra en un trabajo poco conocido de Sorolla: las fantásticas siete escenas que pintó para ser reproducidas como ilustraciones de La sorpresa de Zahara, dos de las cuales se exponen. El reducido cromatismo obedece aquí a la necesidad de traducir las obras al fotograbado, lo que de nuevo nos refiere a las interferencias entre los medios de creación y transmisión de imágenes… en unos tiempos en los que a la pintura le sentaba bien el luto.
2023, el año de la inmersión
En 2023 se cumplirá el centenario de la muerte de Joaquín Sorolla (Valencia, 1863 - Cercedilla, 1923) y ya han dado comienzo las celebraciones. Desde el 23 de junio se puede visitar en el Museo Esteban Vicente de Segovia A la luz del jardín. Sorolla-Vicente, con más cuadros del segundo que del primero –presente como referencia–, y la Fundación Bancaja de Valencia acaba de inaugurar La edad dichosa. La infancia en la pintura de Sorolla, exposición que amplía la ya presentada en febrero en el Museo Sorolla de Madrid, colaborador necesario en todos estos homenajes con éxito de público asegurado: así se ha comprobado también fuera de nuestras fronteras en la recientemente clausurada Sorolla. Pittore di Luce, en el Palacio Real de Milán. Poco sabemos sobre la planificación de las exposiciones del Año Sorolla, que ha sido declarado “acontecimiento de interés público” por el Gobierno, más allá de que se organizará en el Museo de Bellas Artes de Valencia una titulada Sorolla. Orígenes, con obras de su primera época en Valencia y de que se espera que vengan desde La Habana a su ciudad natal las 32 obras que posee el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, y que viajen desde Nueva York a su museo en Madrid algunas de la Hispanic Society de Nueva York. Y no, no nos libraremos: habrá “exposición” inmersiva, promovida por el Museo Sorolla, que incorporará a la misma algunos cuadros de verdad.