Al vicealmirante Bruni d'Entrecasteaux le dolían mucho las muelas y no hizo caso de la advertencia de un marino escrupuloso: una columna de humo se alzaba en medio del bosque de la Recherche, como así había sido bautizada una isla remota del extremo oriental del archipiélago Salomón, al sur de Pacífico. Ante la fatiga de la tripulación y los devastadores efectos de una plaga de escorbuto, el líder de la expedición naval francesa, que moriría unas semanas más tarde, el 21 de julio de 1793, dijo que los indígenas tenían derecho a hacer fuego y mandó zarpar hacia alta mar en dirección a Nueva Guinea.
Entrecasteaux tenía delante de sus narices lo que estaba rastreando. Al mando de un par de fragatas llevaba dos años navegando el océano Índico y Oceanía en busca de Jean-François de La Pérouse y el derrotero de su famosa expedición, que perseguía dar la vuelta al mundo y firmar un hito científico para rivalizar con el británico James Cook. Desde 1788 no se sabía nada del navegante predilecto de Luis XVI ni de sus dos navíos, la Boussole y el Astrolabe.
El vicealmirante, tras adelantarse a los casacas rojas y catalogar numerosas islas aún desconocidas en nombre de Francia y su rey, mientras era guillotinado por la Revolución, había fracasado en su principal cometido. Además, de los 219 hombres que abandonaron Brest, entre ellos varios científicos, solo regresaría medio centenar. El misterio en torno a la muerte de La Pérouse empezó a ser resuelto en 1827, cuando un explorador inglés halló en el archipiélago Salomón indicios del naufragio del Astrolabe.
Al año siguiente, el marino francés Durmont d'Urville confirmó el descubrimiento —y encontró el otro pecio— en unas islas llamadas Vanikoro, también conocidas… ¡como la Recherche! Varias excavaciones arqueológicas realizadas hace un par de décadas revelaron valiosos vestigios que confirmaron la supervivencia de los marineros galos durante varios años después del naufragio. ¿La columna de humo que despreció Entrecasteaux procedería de un fuego encendido por sus compatriotas? ¿Estaría el propio La Pérouse entre ellos? Nunca se sabrá, pero el socorrista hizo omisión de funciones.
Este desgraciado personaje forma parte del grupo que el escritor galo Bruno Léandri ha bautizado como Los fracasados de la aventura (Errata Naturae), título de un libro que podría calificarse como una suerte de diccionario biográfico de pioneros ineptos, pilotos temerarios, naturalistas incautos, exploradores utópicos, navegantes necios y, sobre todo, aventureros insensatos. Escrita en forma de breves capítulos con un estilo muy ocurrente, la obra ilustrada por David Sánchez le da una vuelta de tuerca a esa constante fijación que tenemos por los hitos de héroes y precursores: en realidad, fueron los afortunados, los que tuvieron éxito, de la profusa terna de los que se atrevieron a romper los límites.
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Un sastre 'volador'
Un lógico sentimiento de tragedia, descorazonador, articula la treintena de microhistorias del libro. Marc-Joseph Marion du Fresne, por ejemplo, un corsario y traficante de esclavos de Saint-Malo al que se le encargó la misión de devolver a un indígen a su lugar de origen, Tahití, y explorar varias islas australes prometedoras, acabó cocinado en 1772 por unos maoríes que al principio le habían recibido de forma cálida y amistosa, nombrándolo incluso jefe del clan. Más recientemente, en 2018, el estadounidense John Allen Chau, un joven embebido de histeria religiosa, fue saludado con flechazos (mortales) por una tribu aislada que pretendía evangelizar en las islas Andamán.
Los episodios, divididos en siete ejes temáticos —exploración, la conquista del aire, el Polo, la montaña, hazañas científicas, el mar y la peripecia mediática—, abarcan desde el siglo XVIII hasta la actualidad, despegando en la época de las grandes expediciones y recordando los fracasos mediatizados de los últimos años, como los ochenta muertos que el rally Dakar, una "gran eyaculación de gases de escape", se ha cobrado desde su primera edición en 1979.
Léandri incluye descalabros sonados que han inspirado películas, como el de Percy Fawcett, un militar y topógrafo enamorado de la Amazonia que desapareció cuando buscaba la desconocida "Ciudad de Z"; y otros escalofriantes, como el protagonizado por el sastre austriaco Franz Reichelt, quien guardó las telas y las tijeras para diseñar el primer paracaídas de la historia. Tras experimentar con varios maniquíes, convocó a la prensa el 4 de febrero de 1912 en la primera planta de la Torre Eiffel. Saltó al vacío con una convicción pasmosa y su rudimentario aparato no ralentizó ni un segundo las leyes de la gravedad. Fueron 60 metros de caída libre filmada sin interrupción. ¿El resultado? Un cuerpo dislocado y una muerte anunciada.
Hay una historia con un barco todavía más famoso que indulta en parte a Bruni d'Entrecasteaux. Los restos del Titanic fueron hallados por el oceanógrafo estadounidense Robert Ballard en 1985 en el fondo del Atlántico norte. La operación la había arrancado su colega francés Jean-Louis Michel, a bordo de Le Suroît, pero por culpa de corrientes desfavorables y varias tormentas, dejó atrás una minúscula porción del kilométrico sector que iban a explorar. Justo donde descansaba el pecio. La delgada línea entre el éxito, engrosar los libros de historia, y el fracaso.