Los lectores de José Soto Chica ya sabrán de la importancia de la batalla del río Frígido, acaecida entre los días 5 y 6 de septiembre del año 394 en la frontera italoeslovena. El sangriento choque entre dos ejércitos romanos, el más duro de todo el periodo que va de 350 a 550, fue un momento clave en la génesis de los visigodos: los federados bárbaros, utilizados como carne de cañón por el emperador Teodosio el Grande frente a las huestes del rebelde Arbogastes, el magister militum de Occidente, se unirían en base a un resentimiento compartido y un caudillo, Alarico, en un proceso que desembocaría en el saqueo de Roma en 410.
Pero esta batalla también se toma como punto de partida del nuevo ensayo del historiador, El águila y los cuervos (Desperta Ferro), una novedosa, provocadora, valiente y extraordinariamente narrada historia de la caída del Imperio romano. A pesar de sumergirse en uno de los temas más analizados por la historiografía desde hace siglos, Soto Chica es capaz de sorprender con nuevos planteamientos, derribar tópicos y lanzar inquietantes observaciones que se proyectan como lecciones sobre la incierta coyuntura actual.
Lo que sucedió a orillas del río Frígido conjuga, según el historiador, los principales elementos que explican por qué fue despuesto el último augusto occidental, el niño Rómulo Augusto, en el año 476: una continua, violenta y creciente inestabilidad política, la cada vez mayor influencia de los altos mandos del ejército sobre los emperadores, el progresivo peso de los bárbaros en los incuantificables conflictos civiles romanos —en el siglo IV hubo una veintena de destructivas guerras fratricidas—, la importancia de la administración imperial para gestionar y controlar de forma eficaz los territorios bajo su dominio, la creciente desafección y desconfianza de las élites hacia el gobierno y la ascendente incapacidad de la capital para garantizar la seguridad.
Y si el libro se abre con un episodio bélico, se cierra también con otra, pero con las tornas completamente cambiadas. En la actual Vouillé, en Aquitania, se enfrentaron en 507 dos reyes bárbaros, Alarico II y Clodoveo, con sus ejércitos atestados de soldados romanos, desde simples campesinos a nobles. "Esto da una lección sobre la caída de Roma. Para un romano del año 394 hubiera sido impensable que un siglo más tarde los hijos de senadores estuvieran matándose por monarcas godos. Para mí, una batalla abre el proceso de la desaparición del Imperio y otra lo cierra", resume Soto Chica.
El cambio climático, las pandemias, un colapso económico y demográfico, el auge del cristianismo, la presión de los bárbaros en las fronteras, la corrupción o incluso la contaminación del agua por el uso de cañerías de plomo son algunas de las causas que se han esgrimido para justificar este terremoto histórico. "Yo lo que veo —arranca el historiador— es una conflictividad política brutal, una lucha despiadada por el poder que genera continuas guerras civiles, continuos golpes de Estado, y una ambición desmedida, una acumulación de poder sin igual en toda la historia de Roma y probablemente de la humanidad: muy pocas familias en Occidente controlan la mayor parte de la tierra y de la riqueza existente".
[Estos fueron los hispanos más influyentes del Imperio romano]
Soto Chica señala tres motivos principales en el declive de la Ciudad Eterna. Primero, esa violenta contienda entre las élites por amasar más poder a costa de los recursos imperiales y sin pavor a derramar la propia sangre romana. Segundo, la tendencia de la aristocracia a desligarse de sus obligaciones con respecto al fisco y al gobierno estatal, llegando a independizarse de facto. Y tercero, la desequilibrada distribución de la fuerza militar que se impuso a Occidente a finales del IV y que propició la aparición de los llamados "generalísimos", unas figuras que relegaban al emperador a un segundo plano.
De esto último el responsable fue el hispano Teodosio el Grande, el emperador oriental. "Es la clave de la ruina de Occidente", sentencia el doctor en Historia Medieval. "Por interés político propio y tras enfrentarse a dos intentos de usurpación, optó por acumular poder militar en Oriente [desplazó muchas unidades veteranas de tropas occidentales y nombró a cinco magister militum que actuaban como contrapeso] para debilitar a la otra parte". Pero sin duda le salió mal la jugada: quería a un hombre de su confianza al frente del trono y del Estado, Arbogastes, que también terminaría rebelándose. Teodosio sería incapaz de enmendar esta reforma y favoreció ese pulso despiadado entre el caudillo militar y la corte imperial que en el siglo V que consumiría los recursos de Roma.
No obstante, Soto Chica señala cuatro nombres especialmente funestos. En enero de 395, Estilicón, que había combatido en el río Frígido, se hizo con el poder efectivo en Occidente. "Fue un genial militar, pero un pésimo político que sacrificó las posibilidades de reorganización y equilibrio en aras de su propia ambición personal: controlar también Oriente". El emperador Honorio, hijo de Teodosio, es para el historiador "una persona totalmente nula, sin inteligencia ni voluntad".
Su hermanastra, la brillante y poderosa Gala Placidia, también se mostró dispuesta a quebrar internamente la estabilidad imperial con tal de prevalecer en el trono, y enfrentar a sus tres generales principales condujo a la pérdida de África, una indispensable fuente de recursos, en favor de los vándalos. El último personaje de la lista es Ricimero: "Fue un generalísimo que entendió perfectamente la situación y se alió con el dinero, formando un tándem brutal con la aristocracia senatorial italiana. Y juntos sacrificaron las últimas posibilidades del Imperio", expone el investigador.
[Las últimas habitaciones halladas en Pompeya desvelan más secretos: una manta, camas y una cuña]
¿Y cuál fue el verdadero papel de los bárbaros en el derrumbe de la Urbs? ¿Qué falló en ese proceso de integración para que al final sean los romanos los que acabaron combatiendo a sus órdenes? "En el Ejército romano del siglo IV había más o menos los mismos bárbaros que en época de Augusto. A Roma lo que le falla es que la integración fuera la única opción", responde Soto Chica. "Los bárbaros se dan cuenta en el siglo V que hasta entonces habían sido los marginados, pero que ahora tenían el poder porque el Estado lo estaba perdiendo. Y ahí la aristocracia senatorial dice que le sale más barato aliarse con un rey bárbaro que le garantice seguir mandando que pagar impuestos al gobierno de Rávena". Pero al final, los cuervos que habían pugnado por librarse del control del águila, también cayeron como ella.
¿Por qué Oriente prosperó?
Una de las principales novedades del enfoque que presenta Soto Chica, investigador del Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas de la Universidad de Granada, en este libro es el ejercicio de historia comparada, de analizar al Imperio romano en relación con sus estados homólogos contemporáneos, como la Persia sasánida o la India gupta. Y también, como se ha ido desprendiendo de los párrafos anteriores, en la narración está siempre presente la evolución de la parte oriental, capitaneada por Constantinopla, que pervivió, se renovó, se fortaleció y, a partir de 533, se expandió. La mediocridad y las malas decisiones se interponen, según el historiador, en esa idea de la caída como un proceso inevitable.
"Si a alguien del año 400 le hubieran preguntado por la parte del Imperio que iba a sobrevivir, hubiese dicho que Occidente porque tenía mejores condiciones de partida", subraya el también autor de Imperios y bárbaros. "Pero Oriente se dotó de una estructura equilibrada de poder y no hubo nada parecido a la aristocracia senatorial occidental, a una casta tan rica e influyente".
A todas estas conclusiones llega tras hacer un exhaustivo análisis de las fortalezas y debilidades del Imperio romano de la segunda mitad del siglo IV —fue un ciclo de crecimiento económico y demográfico, con buen clima para el cultivo, con la mayor actividad comercial y bancaria de toda la historia de Roma y con una presión fiscal más tolerable de lo que se ha aducido—, los episodios bélicos e invasiones que condujeron a Roma a un retroceso a principios del V —los ingresos se redujeron en un 65%, sus ejércitos en un 50%, la población en un 30% y el territorio en más de un 20%— y de una restauración lograda en el reinado de Constancio III, hacia 420, que se desbarataría por las luchas internas y el egoísmo de la aristocracia.
Como en sus ensayos anteriores, Soto Chica deslumbra con su manejo de las fuentes antiguas, a quien se enfrenta y enfrenta, y con su notable capacidad narrativa, que convierte un tema sumamente complejo en una suerte de thriller histórico. Además, en esta ocasión sorprende con muchas comparaciones de datos económicos o sociales de la Antigüedad con los del presente. "He querido hacer lo que se supone que un historiador debe de hacer: acercar la historia a la gente y hacerla comprensible y, sobre todo, hacerla útil", concluye. Y provoca con sentencias que muchos otros no se atreverían a escribir: "Nuestra época es mucho más clasista y más rígida, socialmente hablando, que la tan criticada Roma tardía" —esto lo justifica con ejemplos de emperadores que llegaron al trono siendo hijos de charcuteros, taberneras o esclavos—.
Y una última pregunta: ¿qué lecciones enseña la caída del Imperio romano? "A valorar mucho la seguridad, la estabilidad, la prosperidad, cosas que damos por ciertas; y también a que debemos ser más exigentes con nuestras élites intelectuales, políticas, económicas...", responde Soto Chica. "He hecho bien mi trabajo como historiador porque he llegado a conclusiones que ni quería ni pretendía llegar".