Son muchos los personajes que rivalizan por ocupar los lugares de honor de la lista de enemigos más temibles de la Antigua Roma. Desde la época republicana, con el cartaginés Aníbal Barca y el rey del Ponto Mitrídates el Grande, hasta la imperial, en la que sobresalen el traidor querusco Arminio o la reina guerrera Boudica, entre otros, las legiones de la Urbs tuvieron que combatir de forma infatigable en tres continentes diferentes para reducir todas estas amenazas. Sin embargo, solo uno de ellos, el caudillo godo Alarico, logró penetrar en el mismísimo corazón de los romanos y saquear durante tres días la Ciudad Eterna.
El ataque empezó en la noche del 24 de agosto de 410 d.C., durante el decimoquinto año de reinado del emperador Honorio. Los godos, un grupo de extranjeros, de "bárbaros" procedentes del norte del Danubio que, paradójicamente, querían formar parte de aquello que estaban destruyendo —"Vivir con los romanos para que los hombres creyeran que todos eran una sola familia o pueblo" es lo que supuestamente planteó Alarico al césar—, entraron en Roma por la puerta Salaria y se desató el caos. "La ciudad que otrora cautivó los corazones y las mentes del mundo ha sido tomada", escribió San Jerónimo. Desde el año 390 a.C., obra de los galos, nadie había violado la estabilidad de la Urbs.
Un relato sensacionalista de aquellos hechos cuenta que cuando el emperador Honorio, asentado en un palacio cerca del puerto militar de Rávena, se enteró de que Roma había sido atacada, se fue corriendo al corral de gallinas y soltó un suspiró de alivio al comprobar que su ave favorita, Roma, todavía cacareaba. El rumor, más allá de ser fantasioso, refleja la soberbia y superioridad moral romana en su relación con los pueblos godos, de los que no comprendían sus extrañas costumbres, como tatuarse la piel con tinta azul. Plinio, de hecho, no entendía por qué alguien querría escribir "en su propio cuerpo".
Aunque todavía tendrían que transcurrir otros 66 años para que se certificase la caída del Imperio romano de Occidente, el saqueo de Roma fue uno de los terremotos más relevantes de la Antigüedad, como así lo interpreta el historiador estadounidense Douglas Boin en su biografía sobre Alarico el Godo, traducida ahora al español por Ático de los Libros. El caudillo de los bárbaros, del que no ha sobrevivido una referencia histórica verosímil hasta que entró en la veintena, es, según el autor, "una de las figuras más denostadas de la historia de Roma".
El trabajo de Boin es complejo y resulta muy interesante por muchas cuestiones, pero empecemos por lo no tan bueno. El profesor asociado de Historia de la Universidad de San Luis no parece concordar con esa responsabilidad de que los historiadores no deben hacer juicios maniqueos. En su relato abusa en muchas ocasiones de un partidismo favorable hacia los godos y Alarico —el subtítulo del libro promete una caída de Roma vista por los bárbaros y la lectura dibuja más bien un intento de reparación de su imagen de salvajes— y de términos y expresiones que denotan un cierto deje presentista.
Pero a pesar de ello y de que muchos párrafos están plagados de interrogantes y de suposiciones como "puede que" o "tal vez" —el historiador se queja de que las fuentes son muy parcas y hay "décadas enteras" de la existencia de Alarico que "han desaparecido"—, Boin ha armado una historia detallada, fascinante y cautivadora de ese equilibrio entre la guerra y las alianzas que caracterizaron la relación entre el Imperio romano y los godos. Sin temor a la escasez de recursos históricos, el resultado final es loable y va acompañado de un estilo narrativo vibrante.
La batalla crucial
Alarico, natural de la tribu de los tervingios, nació en la década de 370 en la isla de Peuce, en la actual Rumanía, probablemente en una casa humilde en la que protegerse de la lluvia el viento. Creció en la frontera romana, aprendiendo a desarrollar una identidad propia, pero, aprendiendo a desarrollar una identidad propia pero siempre a la sombra de Roma. "Se convirtió en adulto en una época en la que políticos de alto rango querían ver muertos a los muchachos godos, como él, cuando pocos romanos de a pie se preocupaban por reconocer las crueldades que se habían perpetrado en sus propias fronteras, y cuando incluso los romanos cultos hacían comentarios que deshumanizaban a su pueblo. Con todo, casi de forma inexplicable, (...) imaginó que al otro lado del río podría estar esperándole un futuro mejor", narra Boin.
La primera mención sobre Alarico corresponde a 391, cuando cruzó el Danubio con un grupo de hombres y asaltó un convoy militar del emperador Teodosio, sucesor de Valente, muerto en la sangrienta batalla de Adrianópolis (378). Al año siguiente se había convertido ya en soldado romano junto a más de veinte mil jóvenes godos. Eran foederati, confederados leales a los intereses del Imperio, pero no ciudadanos romanos. Lejos quedaba ya el edicto de Caracalla del año 212 que hizo que toda persona nacida libre y residente en una provincia recibiese la ciudadanía de forma automática.
Teodosio, a quien no le quitaba el sueño derramar la sangre de sus aliados, salió victorioso de la batalla del río Frígido (394) frente a quienes trataban de usurpar su trono. Para Alarico, participante del terrible choque, supuso una enorme conmoción presenciar cómo morían unos diez mil hermanos godos. Fue el punto de ruptura en su relación con Roma, una herida que no cicatrizó ni con el título de general de la provincia de Ilírico, en los Balcanes, y que terminaría empujándole, tras retirarse a Atenas, a encabezar un ejército con el que marchar sobre Italia hasta en dos ocasiones.
En la primera de ellas, en la que reclamó tierras y una recompensa a su pueblo por los servicios prestados y recibió las carcajadas del Senado, Alarico bloqueó la entrada de grano en Roma hasta que sus demandas fueron cumplidas. La segunda, ya en 410, la negativa de Honorio de conceder la ciudadanía romana a los godos se saldó de la forma más dramática. "Su decisión de atacar la ciudad, si bien hay que reconocer que fue extrema, fue su última bala, y tal vez la más efectiva, para ganarse la atención de un Gobierno que se negaba a convertirlo a él en un socio auténtico, y a su pueblo, en ciudadanos de pleno derecho", justifica Douglas Boin.
De su libro también es destacable la radiografía que presenta de la multiculturalidad del Bajo Imperio romano, el proceso de conversión al cristianismo y cómo la nueva fe se introdujo en los territorios de Gotia. También aportan mucho las menciones a los resultados de las investigaciones arqueológicas realizadas sobre el territorio y el pueblo gótico que profundizan en su forma de vida y ayudan a sustentar las hipótesis que maneja el historiador.
Alarico murió de forma repentina, probablemente tras contraer una enfermedad, muy poco después del saqueo de Roma. Fue enterrado en la actual Cosenza, un pequeño pueblo de la región calabresa al sur de Italia. Algunos autores clásicos señalaron que el caudillo fue enterrado con la colección de objetos preciados que los romanos habían robado durante el pillaje del templo de Jerusalén en 70 d.C. y habían guardado durante años en el foro de la Paz. Esa leyenda ha provocado numerosas operaciones de búsqueda de su tumba, incluidos los nazis en la década de 1930, pero todas han resultado en vano.