El día que fue encarcelado en el fuerte de San Cristóbal, en Pamplona, el gallego José Fernández se quedó petrificado al contemplar una inscripción muy cerca de la puerta de acceso que decía: "Entrarás y no saldrás". Como resumió un compañero cenetista de celda, aquel lugar era "un infierno de piedra, miseria física y moral, malos tratos, hacinamiento, piojos, humillaciones y hambre y más hambre", donde se alimentaban a base de sopa de bichos. También fue escenario de un singular acontecimiento enmarcado en el fragor de la Guerra Civil española: una de las mayores fugas carcelarias de la historia de Europa.
La fortaleza, una obra de ingeniería situada en el monte Ezkaba, a unos diez kilómetros de la capital navarra, se empezó a construir en 1878, durante el reinado de Alfonso XII, como bastión para proteger la ciudad ante una nueva guerra carlista o una hipotética invasión francesa. Estuvo en desuso hasta 1934, cuando se reconvirtió en cárcel para encerrar a varios miles de participantes en la Revolución de octubre. Durante la guerra, las autoridades franquistas enrejaron allí a multitud de simpatizantes de las agrupaciones del Frente Popular detenidos en todo el territorio sublevado.
El 22 de mayo de 1938, el censo del fuerte de San Cristóbal contabilizaba 2.487 reclusos, la mayoría obreros del campo y la ciudad, jornaleros, mineros, vendedores, mecánicos, carpinteros…. Al apagarse el día, 795 de ellos habían logrado escapar gracias a una fuga minuciosamente diseñada durante los seis meses anteriores —elaborando croquis y con mensajes en esperanto— y en la que habían participado alrededor de medio centenar de reos: el comunista Leopoldo Pico, el panadero y centrocampista del Unión Delicias de Valladolid Baltasar Rabanillo, el anarquista Juan Alzuaz, el chocolatero Calixto Carbonero…
El suceso es célebre en Navarra, pero bastante desconocido en el resto de la geografía peninsular a pesar de tratarse de uno de los episodios más fascinantes —y trágicos— de la contienda fratricida, como señala el periodista Alejandro Torrús, que acaba de publicar La gran evasión española (Ediciones B).
El autor ya advierte en la introducción al lector que no sostiene un libro de historia, sino uno de "vidas humanas", un ejercicio de divulgación que narra las memorias de los prisioneros y sus familias, así como el esfuerzo de estas últimas por desenterrar los cuerpos de los ejecutados como conejos en medio del monte y arrojados a fosas comunes. Estos relatos personales se mezclan con las investigaciones académicas, la crónica periodística y ciertas pinceladas de ficción —claramente señaladas— para recrear con mayor viveza y dramatismo las escenas de persecuciones y lances.
Disyuntiva terrible
Porque como bien señala Torrús, la fuga no fue ni mucho menos exitosa. Dos centinelas consiguieron salir del fuerte y dar la voz de alarma a las autoridades rebeldes. En poco más de dos horas se desplegó un operativo de caza conformado por cientos de soldados, requetés, guardias civiles, falangistas, "margaritas" —mujeres militantes en el carlismo—, curas y vecinos fuertemente armados para interceptar a los fugados.
"Lo que sucedió en los alrededores del monte Ezkaba durante los siguientes días fue una auténtica cacería. Un horror. Doscientos seis hombres fueron asesinados en el mismo momento de su captura con el pretexto de que habían intentado huir o se habían resistido a la detención de manera violenta. Los demás fueron detenidos y devueltos al penal, donde encontraron más hambre, más malos tratos y nuevas condenas [46 más fallecieron en los años posteriores]", relata el periodista.
Solo tres hombres —el investigador Fermín Ezkieta, especialista en el tema, incluye a un cuarto— lograron llegar a su destino: Francia. El evento y el dato evocan la hazaña en la que se inspiró el director John Sturges para rodar la película La gran evasión (1963): el intento de fuga de un grupo de 76 oficiales aliados encerrados en un campo nazi en Polonia a través de un túnel de 102 metros de longitud que ellos mismos habían construido. Un idéntico número de británicos, tres, consiguió salvarse.
Quizá una de las cuestiones más llamativas de la rebelión del fuerte de San Cristóbal consista en responder a la pregunta de por qué solo 795 presos se atrevieron a cruzar el portón de la cárcel cuando los funcionarios y los 92 militares del Batallón 331 acantonado en Pamplona que los vigilaban fueron reducidos en apenas media hora. Un par de ejemplos recogidos por Torrús ayudan a imaginarse la tremenda disyuntiva a la que se enfrentaron los cautivos y que debían sortear en escasos minutos.
Según varios testimonios, un prisionero que se apellidaba Ruipérez y era del pueblo salmantino de Peñaranda de Bracamonte cruzó las puertas de la prisión al grito de "¡libertad querida, hoy te vuelvo a ver!". Sin embargo, se quedó estupefacto al comprobar que fuera no estaba el Ejército republicano ni había autobuses dispuestos a conducirlos a sus hogares. La única certidumbre eran los 40 kilómetros hasta la frontera con Francia, que debían recorrer convertidos en presas humanas. El hombre decidió regresar a su celda. También los hermanos Galindo, naturales de Coca, Segovia, tomaron caminos opuestos. Fue la última vez que se vieron.