A Victoria Szpunberg (Buenos Aires, 1973) se le derrumbó su padre en el portal de casa. Un ictus. Ambulancia, intervención quirúrgica, convalecencia y vuelta al hogar. Pero ya nada fue igual en sus vidas. “Expulsan un cuerpo que ya no reconoces, inválido física y neuronalmente”, explica Szpunberg. Ella pasó a ser una abnegada cuidadora, que tuvo que relegar casi todo en pos de esta nueva faceta. Él entró en un proceso de degeneración imparable, con diversos achaques agravándose, hasta convertir su vida en un tortuoso discurrir “de días de mierda”.
Así de gráfica es Szpunberg, que recuerda con semejante expresión a la protagonista de Cinco lobitos, emparedada entre un bebé y una madre terminal. Aquel sacrificio extremo lo ha volcado en El peso de un cuerpo, obra que tras su éxito en Cataluña recala en el Teatro Valle-Inclán a partir del próximo 30 de noviembre. “No es autoficción ni dramaturgia del yo pero sí está basada en la experiencia con mi padre, cuando comprobé la escasa ayuda que podía prestarme el sistema sanitario público y la enorme cantidad de dinero que requiere atender adecuadamente a un anciano enfermo. Hablo de mucho, mucho dinero”.
Szpunberg parte así de un realismo social a lo Ken Loach que poco a poco vira hacia un expresionismo esperpéntico justificado en las alucinaciones que, fruto del ictus, tiene el padre. Por ejemplo, en la residencia donde es ‘recolocado’ por un tiempo ve grandes cabezudos caracterizados como Stalin, Lenin y Marx, un trampantojo a buen seguro relacionado con su fe comunista.
“Al darle el ictus a mi padre comprobé la enorme cantidad de dinero que exige cuidar a un anciano”. Szpunberg
“Esto de las alucinaciones —apunta Szpunberg, directora también del montaje— me ha dado mucho juego para plantear a fondo un extrañamiento de la realidad, que es algo que suele estar en mi obra, porque yo pienso que la realidad no es una cosa tan sencilla como nos quieren hacer creer sino algo que admite muchas perspectivas. Lo constatas cuando convives con una persona que tiene alucinaciones. Hace que empieces a cuestionarte todo”.
Aclara Szpunberg, además, que no quería hacer con el trauma una pieza de excesiva condensación trágica. “Al contrario, esta es una obra de celebración”, afirma. ¿Y eso? “Pues porque es verdad que la pérdida de un ser querido lleva aparejada el dolor pero a la vez, en este mundo tóxico, es un milagro que triunfe el amor, el que te dio y el que le diste, y eso hay que celebrarlo”.
También, por qué no decirlo, porque la enfermedad termina siendo un fardo insoportable para el que cuida y para el que es cuidado. Por esta razón, el texto —troceado en cortas y ágiles escenas— arranca con una frase de brutal honestidad: “No me hubiera imaginado nunca deseándole la muerte a alguien, menos aún a mi padre”.
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En el elenco descolla Laia Marull. La acompañan David Marcé, Carles Pedragosa y Sabina Witt. Todos ellos se mueven por un espacio escénico ideado por Judit Colomer, con una escalera que se pierde por las alturas y que, sin embargo, no toca el suelo. Es la del portal donde el ictus derriba al padre, una estructura que cobra un carácter simbólico pero no gratuito porque Szpunberg luego le da un sentido físico dentro de la trama.
Esta se desarrolla en un barrio concreto: el Raval de Barcelona, un territorio laberíntico y caótico, que contrasta con el racionalismo rectilíneo del Ensanche y que Szpunberg acaba de reivindicar en el Liceu con la ópera La gata perduda, en la que ella firma el libreto. Su apuesta en El peso de un cuerpo la resume así: “Teatro comprometido con mi tiempo pero sin caer en lo panfletario”.