En escena, una merveilleuse (Patricia Ruz) y un incroyable (Jesús Barranco). Son las figuras de porcelana que habitan El encanto de una hora, texto de juventud de Jacinto Benavente escrito en 1892 en el que da vida a “dos cuerpos frágiles y olvidados” en un salón donde lo único que pasa es el tiempo implacable.
Esta pieza, que puede verse en el Teatro Español, forma parte del ‘Teatro fantástico’ que acuñó Benavente, adelantándose a su época a través de un simbolismo desconocido a finales del siglo XIX y que se desarrolló de forma paralela a las creaciones de Maurice Maeterlinck, Edgar Allan Poe, E.T.A Hoffmann o Guy de Maupassant.
Carlos Tuñón, director del montaje, se fijó en este texto de nuestro Nobel porque rompía con la norma naturalista y animaba a la clase burguesa a mirar como un niño: “Benavente le dice al burgués aburrido e insatisfecho que sueñe como un niño, que encuentre en el amor un campo de salvación y en el ‘otro’ un propósito de vida”.
"Menos intelectuales, menos tesis doctorales, menos argumentos de autoridad, menos hablar del autor y sus pretensiones y más teatro de práctica". Carlos Tuñón
Según el director, que en 2016 subió a escena Animales nocturnos, de Juan Mayorga, la puesta en escena se asienta sobre la materia con la que se construye el tiempo, sobre todo en cómo percibimos su paso: “Es la vuelta al primer espíritu de un autor fundamental para entender España, o al menos una España con ansia de renovación, en disputa, un hervidero de opiniones y de posturas enfrentadas, ingenua y herida”.
[¿Un dramaturgo que reescribe sus obras?]
Un salón de baile congelado en el tiempo, prendas de diferentes épocas, músicas pegadas a las paredes, una colección de momentos, de recuerdos y más recuerdos... “En esta obra – puntualiza Tuñón– está todo lo que luego firmaron Federico García Lorca, Jean-Paul Sartre y Samuel Beckett, el nihilismo, la amargura, la ironía, la humanidad, la empatía, el disfrute con el juego teatral, el amor al oficio y la disidencia... Todo está aquí”.
Los olvidos y las presencias no son lo más importante para el director de la pieza, cuyo primer contacto con la obra de Benavente fue en la RESAD, en un taller impartido por Eduardo Vasco. Aquel encuentro le hizo ver que no hay que ir al teatro para que nos cuenten siempre la misma historia: “Hay que dejar de poner etiquetas, reducciones y definiciones. Hay que dejar a los filólogos en las academias y en las universidades. Menos intelectuales, menos tesis doctorales, menos argumentos de autoridad, menos hablar del autor y sus pretensiones y más teatro de práctica, más experiencia, más cuerpo, más atmósfera y más sentidos”.
Tuñón, que reconce a El Cultural estar preparando La vida es sueño, de Calderón, para mayo de 2023, resume la idea del teatro dirigiendo su mirada al monólogo de Crispín en Los intereses creados: “El autor solo pide que aniñéis cuanto sea posible vuestro espíritu. El mundo está ya viejo y chochea; el arte no se resigna a envejecer, y por parecer niño finge balbuceos... Y he aquí que estos viejos polichinelas pretenden hoy divertirnos con sus niñerías”.
100 años de un Nobel
Por la extraordinaria capacidad dramática que exhibía con virtuosismo en todos los géneros, desde la tragedia hasta la comedia; por su ilimitada penetración en el alma humana, que incluía un dominio absoluto de la ironía, a través de conflictos en torno a la soledad, la dignidad, la compasión y la búsquedad de la felicidad (siempre desde el ambiente burgués al que pertenecía), y por ser la primera gloria literaria española del momento, Jacinto Benavente (1866-1954) fue reconocido con el Premio Nobel de Literatura en 1922.
Destronaba así a José Echegaray, hasta entonces “el monarca absoluto de la escena española” (como lo calificó Lázaro Carreter) y poseedor del Nobel en la misma categoría desde 1904. Chocaban así, en las más alta cotas del reconocimiento, dos estilos, dos ‘temperaturas’ teatrales que se sustanciaron en obras como El gran galeoto (Echegaray) y El nido ajeno (Benavente). Énfasis folletinesco frente a comedia delicada, conflicto abierto frente a insinuación y optimismo.
Benavente recibió la noticia del Nobel casi al mismo tiempo que la de la muerte de su madre. Se encontraba en América como director artístico de la compañía de Lola Membrives, entre las fronteras de Chile y Argentina, desde donde partiría para Estados Unidos. Tras la gira, en 1923, llega a España como un triunfador y es reconocido con la Gran Cruz de Alfonso XIII. “Soy de los que creen que nuestro Benavente no tiene hoy quien le supere como autor dramático”, sentenciaría Unamuno.