Es ya un icono del teatro contemporáneo. Una de las figuras que viene ampliando sus límites desde que en 1981 fundara la Socìetas Rafaello Sanzio, plataforma para la experimentación más radical. Los festivales internacionales se lo rifan: todos quieren ‘adornar’ sus programaciones con su nombre. Pero no es un director fácilmente digerible. Romeo Castellucci (Cesena, 1960) tiene ‘espinas’. Al regista le persiguen las polémicas. Se ha tenido que enfrentar a boicots y manifestaciones contra sus propuestas. Aquí en España, sin ir más lejos, le dieron duro los animalistas por sacar, en su producción de Moses und Aron para el Teatro Real, un toro charolés de 1.500 kilos. "No daba crédito", apunta por teléfono desde Estrasburgo, antes de presentar allí su último trabajo, Bros, que traerá también al Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid (días 24, 25 y 26 en Conde Duque) y a Temporada Alta de Gerona (18 y 19).
Pregunta. ¿De dónde surge la inspiración para Bros?
Respuesta. [Suspira] Ahhh, la inspiración… Siempre es difícil saber de dónde viene. Quizá fue de la experiencia real de encontrarme rodeado de policías en París durante las revueltas de los 'chalecos amarillos.' Estaba haciendo un trabajo para la Ópera de París y durante el mes y medio que permanecí en la ciudad mi casa estuvo circundada por la policía. Pero no hay una razón intelectual. No quiero demostrar nada, ninguna teoría social, no existe una intención precisa.
P. ¿No está por tanto detrás la preocupación por el auge de las ideas reaccionarias de la extrema derecha?
R. No, nada que ver. No hay un sentido político. Además, en Italia ha ganado la izquierda recientemente… [risas]. Yo no trabajo sobre las crónicas de los periódicos. Esto un proyecto más antropológico sobre la policía entendida como estructura primitiva de organización social, como hermandad, como unión totémica. Es un trabajo basado sobre una pesadilla, una pesadilla muy lúcida.
P. En Bros, dice, no quiere criticar a la policía porque sería demasiado obvio, sino más bien profundizar en la relación de los ciudadanos con la ley. ¿En qué sentido?
R. La relación con la ley es tan antigua como el hombre. Los tutores de las leyes, las fuerzas del orden, provocan el caos, lo cual es paradójico. Es algo que se ve muy bien en películas de cine mudo como las de Buster Keaton. Los policías están legitimados por los ciudadanos a usar la violencia. En la ley está contenida la violencia, la presupone. Tenemos una necesidad antropológica, incluso de
teológica de ella.
"Los ataques físicos son los más inocuos. Lo peor es cuando la corrección política te hace pensar que estás equivocado"
P. Bueno, en el fondo, es la ley –escrita o no– la que permite la convivencia.
R. Sí, el contrato social. A la postre necesitamos que alguien imponga la ley en la calle. No creo que la humanidad pueda vivir sin policía. Además, una sociedad sin policía es una sociedad bajo control, que es peor. Significa que la policía es interna: unos nos controlamos a los otros.
P. ¿Diría que el miedo inoculado sobre la sociedad es una excusa para la construcción de Estados policiales, que conocen los más mínimos detalles de la vida íntima de los ciudadanos?
R. Quizá en algunos países sí está sucediendo esto. Pero a mí me preocupa más cómo los jóvenes abdican de la libertad y se autocontrolan ellos solos. La comunicación es la que tiene hoy el dominio. Lo grave es que lo elegimos, lo queremos. Deseamos esas rejas invisibles, besamos esos barrotes. Somos una sociedad que ya no sabe ni puede poner distancia de sus dispositivos tecnológicos a través de los que se puede saber todo de nosotros y nos marcan qué desear y qué temer. Esa es la verdadera policía en mi opinión.
P. ¿Cuándo habla de 'la comunicación' se refiere a las redes sociales?
R. Sí, por supuesto, pero también a los grandes medios de comunicación. Hay un espejismo de libertad y de comunidad ahí dentro. Parece una interacción espontánea pero hay alguien que marca las reglas, el límite de los caracteres que puedes usar, las imágenes que pueden verse y las que no, las tendencias… Y todo queda registrado, y todos controlan a todos.
P. Otra forma de control que está en Bros es la velocidad de la vida contemporánea, que crea la sensación de vivir en un presente absoluto donde no cabe ni el pasado ni el futuro.
R. Sí, así es. En el escenario solo hay personas normales, no son actores. Llevan unos cascos a través de los que reciben instrucciones de manera inmediata. No hay tiempo para pensar y decidir. Todo se comprime en un presente absoluto. La conciencia así se desactiva. Puede ser una metáfora de la vida contemporánea, aunque eso queda a la interpretación de cada espectador. No me corresponde a mí decirlo.
Estela pasoliniana
Lo de la 'gente normal' que diría Pulp, es una querencia muy marcada en los directores italianos. Recuerden a Pasolini y sus ragazzi di vita en Accatone (amén de los campesionos de El evangelio según San Mateo). Una apuesta que, más recientemente, han seguido, por ejemplo, los hermanos Taviani con su incursión en una cárcel de Roma para reclutar el elenco de su magnífica versión de Julio César de Shakespeare (Cesare deve morire, Oso de Oro en Berlín). Y sobre las tablas del Canal, hace nada, tuvimos a la ya legendaria troupe de Pippo Delbono en acción: seres redimidos de campos de refugiados, centros de desintoxicación, psiquiátricos… Para Castellucci era fundamental contar con esa 'virginidad' para Bros (los intérpretes salen a escena sin saber apenas nada del espectáculo): “Es que los actores profesionales tienen ya el oficio interiorizado y sus modos de protegerse. Algo que sería aquí un problema. Por otro lado, supone un encuentro con cada una de las ciudades a las que vamos, con sus gentes”.
P. Usted es un regista famoso por llevar los límites del teatro siempre más allá de lo establecido. ¿Cree que hay algún límite que no se pueda traspasar?
R. Los hay, pero yo no pretendo formular una teoría general al respecto. Cada uno se fija los suyos. En el teatro no se puede hacer todo. Yo soy muy contrario a usar la sangre y la violencia de verdad. Para mí es tabú, algo inaceptable. No lo soporto.
P. Es curioso porque, al mismo tiempo, defiende que el teatro debe ser violento.
R. Claro, porque la violencia no es solo física. Hay por ejemplo una violencia lingüística. La tragedia griega nos enseñó que las palabras son bellas pero se pueden revolver contra nosotros. A Edipo, cuanto más habla, más lo margina la sociedad que lo rodea. Es el abismo de no poder decir lo que somos, para qué hemos nacido, por qué nuestro cuerpo es así… El teatro debe hablar del problema de estar vivos. Esta es la violencia a la que me refiero. Yo no soy violento, violenta es la propia vida. Cuando naces, empieza la batalla.
La izquierda puritana
P. Como creador artístico, ¿siente que cada vez tiene más barreras que sortear para expresarse libremente?
R. Sin duda, estamos en medio de una involución, para mí es difícil poder expresarme. De la censura hemos pasado a algo peor: la autocensura. El espacio de la libertad es mucho más estrecho que hace 20 años. Hay una regresión, una reacción y una represión que estrechan la libertad de expresión, y muchas veces nacen de la izquierda. Es algo desconcertante, paradójico e incluso doloroso. No es progresismo sino oscurantismo, un renacimiento del puritanismo. Una sutil forma de fascismo.
P. ¿Entonces la reciente victoria de la izquierda en Italia que mencionaba al principio no es una buena noticia para el teatro?
R. [Risas] No, no exageremos. Vamos a ver, yo siempre la he votado. Estoy muy contento de que el centroizquierda haya ganado, sobre todo porque es europeísta, como yo lo soy, mucho. De todas formas, el control no viene de los políticos. La censura es el palacio de cristal en el que nos metemos y que no vemos por eso: por ser transparente. Todos se controlan mutuamente. Si no eres homosexual, no puedes trabajar sobre un personaje homosexual. Si no eres una mujer, no puedes mostrar el cuerpo de una mujer ni pensar como ella. Si no eres negro, no puedes hablar de África. A la postre es un asunto con trasfondo identitario que remite al discurso de la derecha. Y así creamos guetos: cada uno hace su pequeña cosa. Es lo contrario de la cultura.
“Estamos en medio de una involución. para mí es difícil poder expresarme. De la censura hemos pasado a la autocensura”
P. ¿Y qué debe hacer la cultura para romper los muros de ese palacio 'invisible'?
R. Yo me esfuerzo por no sentirme condicionado, por no tener frenos. No pensar en la crítica posterior. He sido bastante atacado. Y siempre he intentado sacar adelante mi trabajo a pesar de estas presiones. Hacer teatro así se convierte en un gesto político. El asunto es que ahora no está tan claro con quién debes combatir. No es ya contra un gobierno, o contra unos manifestantes, sino contra algo más difuso. Eso es lo inquietante de los últimos años.
P. El otro día en Roma los neofascistas asaltaron el sindicato CGIL, una acción squadrista típica de los tiempos mussolinianos. ¿Usted ha sufrido algo parecido últimamente?
R. No. Hace años sí tuve dificultades cuando representábamos Sul concetto di Volto del Figlio di Dio. Entonces me persiguieron las mismas fuerzas fascistas que atacaron este sindicato: Forza Nuova, Casa Pound… Se manifestaban fuera del teatro. Recientemente, sí he tenido problemas en Estados Unidos con Democracy in America, por lo mismo que decía: como no soy estadounidense, muchos creen que no puedo hablar de su democracia. Menudo argumento. Solo pudimos montarla en Nueva York, en el resto de ciudades las funciones fueron canceladas. No hubo ataques violentos, que en realidad son los más inocuos, lo peor es cuando desde la corrección política te quieren hacer sentir que estás equivocado.
P. ¿Pero el rechazo venía de círculos trumpistas?
R. No, no. La verdad es que no sé dónde se situaban políticamente los detractores de la obra pero no eran secuaces de Trump, quizá lo contrario, yo qué sé… El caso que los programadores nos tumbaron el espectáculo.
P. Aquí en España tuvo también una fricción por el toro que sacó en el Teatro Real a propósito de Moses und Aron de Schönberg…
R. ¡Ah! [La interjección muestra lo estupefacto que todavía le deja el asunto] No me lo podía creer. Yo amo a los animales. Aquel toro estaba perfectamente atendido. En el escenario se movía por donde quería. Tampoco lo drogábamos, como se llegó a decir. En fin, no daba crédito. Qué polémica tan absurda.