“No quiero culpar a los musicólogos, sobre todo a los alemanes, pero es cierto que siempre han considerado Arabella como una especie de hermana pequeña de El caballero de la rosa. Pero, si la analizas un poco a fondo, esa consideración no se sostiene”, apunta, reivindicativo, David Afkham a El Cultural. Christof Loy, mientras mira desde un alto ventanal del Teatro Real hacia el Palacio, suscribe la afirmación: “A mí siempre me han dicho lo mismo: que era una obra que estaba un poco por debajo de las más conocidas de su cosecha. Pero yo cuando empecé a estudiarla tuve claro muy rápido que no era así. Igual veía cosas que otros no veían, o que los que la minusvaloraban no habían profundizado lo suficiente”.
Ambos forman el tándem que pondrá en escena, a partir del martes 24 en el coliseo madrileño, una nueva producción del título de Strauss, el último que salió de otro tándem, gloria indeleble de la historia de la ópera: el que formó el compositor con el poeta Hugo von Hofmannsthal. Juntos dieron a luz seis grandes óperas, un ciclo que la trágica muerte del escritor en 1929 impidió que aumentara. Sucumbió, todavía sin haber rematado del todo el libreto de Arabella, a un infarto que le sobrevino cuando se dirigía al entierro de su hijo Franz, que se había suicidado.
Richard Strauss, en 1923, le había dado por carta una instrucción muy clara: quería que le escribiera “un segundo Caballero de la rosa”. Algo “agradable”, explicitaba, y que, claro, le diera pie a un éxito similar. “Delicado, divertido y sentimental”, eran otros adjetivos que el compositor bávaro aportaba en la epístola para orientar a su ‘proveedor oficial’ de textos. Hofmannsthal optó por fundir un par de argumentos que ya tenía y de ahí salió una especie de opereta o cuento de hadas con, eso sí, un hondo poso social y dramático.
Una historia pues que combina géneros y que somete a Arabella, hija mayor de unos condes (en el Real, la soprano Sara Jakubiak), al humillante trance de ser esposada (léase vendida) por el mejor postor para reflotar así las finanzas de su familia, en quiebra por culpa de la afición del padre al juego. A la hermana más joven, Zdenka (Sarah Defrise), no le van mejor las cosas: dado que no se la puede poner en el mercado con una dote decente, la solución es vestirla como a un chico.
De nuevo, la pareja Strauss-Hofmannsthal, paradigma de la fructífera sinergia entre música y palabra, perfilaban una familia disfuncional, esta ubicada en la Viena de 1860, albores pues del Imperio austrohúngaro. Aunque Loy, que ya dirigió –magistralmente– el Capriccio de Strauss en el Real hace tres años, prefiere ser ambiguo en cuanto a la ubicación cronológica. De esa manera intenta facilitar la identificación del público contemporáneo con lo que ocurre sobre la escena.
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Loy admite que el caso de Arabella, emparejada por sus padres con un rico terrateniente rural procedente de Croacia (Mandryka), no es algo que ocurra de manera tan extrema en la sociedad europea de hoy. “Pero sí –apostilla– es cierto que el origen familiar y la posición socoeconómica de las personas todavía cuentan mucho, por eso no veo el drama de Arabella y Zdenka tan alejado de nuestro presente”. Arrima así, con este argumento, el ascua de la Viena imperial a la sardina de nuestra sociedad líquida, no sin razón.
La identificación, en cualquier caso, procede a juicio del director germano del hecho de que tanto partitura como libreto constituyen un ejemplar entrelazamiento de “verdad y belleza”. Algo que comparte su compatriota Afkham, director de nuestra Orquesta Nacional, con la que acaba de renovar hasta de 2026: “Esta ópera, que usa el recurso de los motivos –incluyendo referencias de la tradición eslava– con maestría, es como un espejo que refleja al espectador. Nos asoma a nosotros mismos. Su honestidad es su belleza, por eso ambos conceptos están interconectados. Además, el humor y la ironía dan vida y credibilidad a los personajes. Es una disección humana magnífica”.
Y no es fácil encontrar otro regista que la pueda mostrar mejor sobre las tablas que Loy. No hay que olvidar que ya estrenó Arabella en Gotemburgo hace casi dos décadas. Luego la ha paseado por Frankfurt, Ámsterdam y Barcelona (en el Liceo estuvo en 2014). Y ahora llega a Madrid con la misma producción. “Pero se puede decir que es nueva. Cuando Joan Matabosch me pidió hacerla aquí, le dije que sí pero que quería trabajarla desde el principio. No me apetecía sacar de la nevera el risotto y recalentarlo”, explica con tan ilustrativa metáfora. Loy, que se define como un adicto a la búsqueda de matices y significados en el subtexto, afirma que ahora está más capacitado para ser más claro y preciso a la hora de entregar esta obra al público. “Yo asocio este trabajo de tantos años a la escultura. Ahora tengo la pieza mucho más perfilada”.
En su puesta en escena juega con el extremo contraste entre la blancura de la enorme caja que enmarca la acción y el negro que predomina en el vestuario. “Es una manera, casi, de desnudar a los personajes”, señala Loy. Para conseguir ese efecto emplea una mampara que abre y cierra a su antojo. Con ella hace distintos planos, incluidos unos primeros (“close up”) más cercanos para subrayar la psique de Arabella y compañía. La escenografía practica así una alternancia entre realismo ambiental y la abstracción psicológica.
Con esta última busca alcanzar la zona misteriosa que se agazapa en sus mentes. Un empeño que también ha ejercido para penetrar en los arcanos de la personalidad de Strauss, un artista tan desconcertante, que en apariencia era un bávaro rudo, de básica masculinidad, pero que alumbró –con la ayuda de magníficos libretistas, sí– inolvidables criaturas femeninas. “Yo creo que esa fachada era un mero blindaje, típico de personas hipersensibles. Le permitía protegerse de su entorno”.
Y vaya que tuvo que hacerlo. Strauss vivió con plena conciencia (y habría que añadir aquiescencia) el auge del nazismo en los años 30. Arabella se estrenó, de hecho, en Dresde, con las butacas del Sächsisches Staatstheater atestadas de camisas pardas. Una presencia que no le desagradaba por entonces en absoluto. Ese mismo año, además, fue nombrado presidente de la Cámara de Música del Tercer Reich. “Es un tema complicado…”, anticipa Loy, dolido y pensativo, mientras busca una explicación. “Era un hombre mayor, de casi 70 años en esa época, y se sintió halagado por Hitler y Goebbels. Ese fue su error. Pero estos pronto comprobarían que se habían equivocado, porque Strauss era como un niño: incontrolable”.
Strauss-Hofmannsthal, un incómodo 'matrimonio'
No es fácil encontrar fotos de Hofmannsthal y Strauss juntos. Puede parecer un detalle menor pero no lo es. Denota el tipo de relación que tuvieron. Básicamente, pragmática, a pesar de que fue el efusivo arte lírico lo que los unió. No había química entre ellos, por lo que seguramente en la época actual, con el mail y el Whatsapp, habrían estado encantados. Ellos sostenían un profuso intercambio epistolar, rico en ideas que iban de ida y vuelta hasta perfilar tramas, personajes y ambientaciones. Sin ir más lejos, en Arabella, tras una confusión inicial, convinieron que la almendra dramática de la historia estaba en el corazón de la hija puesta en almoneda por sus padres.
Dice Loy que evitaban deliberadamente coincidir en el mismo lugar a la misma hora. “Se repartían dos roles muy claros. Strauss era el hombre y Hofmannsthal la mujer que intentaba evitar que le pusiera la mano encima”. Aunque en realidad fue Strauss el que le dio primero calabazas al libretista. A principios de 1900, Hofmannsthal, que ya admiraba al autor de Capriccio y estaba convencido de que con su música ampliaría el potencial expresivo de sus palabras, perseguía al compositor para que orquestara el proyecto de un ballet. Strauss, en primera instancia, ni se molestó en contestarle. Ante el pressing que le hizo, finalmente le escribió una nota indicándole que tenía planes distintos.
Pero con los años acabarían firmando al alimón Electra (1909), El caballero de la Rosa (1911), Ariadna en Naxos (1916), La mujer sin sombra (1919), La Helena egipcia (1928) y Arabella (1933). Ahí es nada. Hofmannsthal otorgó solidez y talento al capítulo que suele ser más endeble en la historia de la ópera: el de las dramaturgias, muchas veces un obstáculo para la degustación del género. Hofmannstahl, por cierto, era judío, como Stefan Zweig (con este Strauss hizo La mujer silenciosa). Otra aparente contradicción de aquel bávaro al que los nazis elevaron a la condición de capo máximo de la música en Alemania.