¿Qué sentido tenía ponerse a escribir una ópera sobre la ópera en la Alemania de principios de los 40? El contexto ya lo conocen: Hitler había desatado su megalomanía y pretendía dominar el mundo al precio que fuese. Mientras avanzaban sus tropas, los campos de exterminio se aplicaban en eliminar ‘razas inferiores', la judía con particular saña y eficacia. Richard Strauss, sin embargo, estimó que era el momento oportuno de desarrollar un tema al que había dedicado muchos pensamientos durante toda su carrera: si en la ópera debía pesar más la palabra o la música. Es la encrucijada estética que está en la médula ideológica de Capriccio, ópera que el Teatro Real estrena, por primera vez en su historia, el próximo lunes 27. La decisión del compositor bávaro, tan apegado siempre a la literatura y casi octogenario por entonces, podría parecer de una frivolidad obscena. Pero el asunto, como veremos, es mucho más complejo y no admite descalificaciones precipitadas.
El director de escena encargado de ponerla en pie en el coliseo madrileño, Christof Loy, tiene una batería de argumentos para defender a su compatriota. El primordial es que esa discusión entre un compositor (Flammand), un poeta (Olivier), un director de teatro (La Roche) y una condesa viuda que ejerce de mecenas (Madeleine) trasciende la significación artística para convertirse en una metáfora universal sobre la condición humana. “Todo artista debe tomar infinitas decisiones para la creación de una obra de arte. Es lo mismo que debe hacer toda persona para construir su propia vida. Esa es la traslación que seguramente tenía Strauss en la cabeza. Por eso escoge personas de carne y hueso, apasionadas y vitales, para representar la poesía, la música y la belleza. No se queda en un terreno abstracto o vaporoso”, explica Loy a El Cultural en una sala de ensayo del Teatro Real.
De ese modo, desmonta los cargos de elitismo y ensimismamiento estético que se han imputado en ocasiones a este título con el que Strauss finiquitó su magistral trayectoria lírica. Algunos estudiosos de la historia de la ópera, de hecho, lo han puesto como ilustrativo ejemplo de una máxima de Schopenhauer: “Inocente y pura, la historia de la filosofía, de las ciencias y de las artes sigue su curso a pesar de la historia del mundo”. En este caso, a pesar de Auschwitz, Stalingrado, el gueto de Varsovia…
"Goebbels exigió a los artistas que fueran también combatientes. Strauss le respondió con esteCapriccio." Joan Matabosch
Joan Matabosch, director artístico del teatro madrileño, también rebate tal perspectiva. Recuerda cómo el propio Strauss albergó en origen alguna reserva sobre este proyecto, que partió de Stefan Zweig, el cual le propuso al músico confeccionar una ópera a partir del libreto del abad Giovanni BattistaCasti Prima la musica e poi la parole, ya empleado por Antonio Salieri para una ópera bufa en el siglo XVIII. Strauss le preguntaba a su colega escritor por la pertinencia de abordar esa cuestión de ‘laboratorio' artístico. La dificultad de trabajar juntos, por culpa de la persecución nazi sobre Zweig, demoró unos años la posibilidad de acometerla. Finalmente, en 1939, Strauss despejó sus reticencias y se puso manos a la obra, con Clemens Krauss como libretista. “Fue un particular acto de resistencia del anciano compositor”, reivindica Matabosch. “Goebbels, ministro nazi de la propaganda, acababa de lanzar un llamamiento a los artistas para que también ellos fueran combatientes. El führer, decía, quería un arte marcial, viril, grandioso, solemne, que levantara al pueblo. La respuesta de Strauss fue una auténtica insolencia: una refinada controversia intelectual sobre la ópera que, encima, es un homenaje a la Francia que acababa de ser ocupada”.
Ambos, Matabosch y Loy, han sido los artífices de este estreno histórico en Madrid. En una cena juntos, el primero tanteó al regista preguntándole qué óperas de Strauss todavía no había dirigido. Le contestó que Electra, Salomé,Capriccio… Al gestor catalán se le encendió la bombilla cuando se percató de que esta última jamás se había visto en el Real. Apremió a Loy para que se decantara por Capriccio para su vuelta al teatro, diez años después de su versión de la Lulú, que originó masivas desbandadas en los descansos: al público le costó digerir entonces la combinación del dodecafonismo de Alban Berg con la austeridad escénica del director alemán. Este le pidió a Matabosch una semana para pensarlo. “No quería tomar una decisión a la ligera. Creía que con Capriccio había que ir con cuidado. Pero en cuanto me sumergí en ella, experimenté una relación de identidad muy fuerte con el personaje del director de teatro. Más que sentir que quería hacerla, lo que sentí fue un deber de dar el paso al frente”, señala Loy.
Aparte de esa conexión espiritual y gremial con el personaje de La Roche, a Loy también le motivaron las diversas síntesis que cristalizan en esta ópera. La primera, y central, claro, es la relativa a la dialéctica entre partitura (en manos de Asher Fisch en el foso del Real) y libreto. “Madeleine, la condesa que se ve obligada a elegir, llega a una sabia conclusión: esa necesidad de escoger es absurda. Cualquier preferencia, supondría una pérdida. Es como renunciar al corazón o al cerebro para tomar decisiones en la vida. Los dos son imprescindibles”. Otro compendio también muy llamativo es el que simboliza esa condesa enamorada de las artes que instiga a los creadores para dar lo mejor de sí mismos, a la que da voz en Madrid la soprano Malin Byström. A jucio de Loy, aúna rasgos de diversos personajes femeninos de otras óperas precedentes de Strauss. De Salomé toma su aire de femme fatale; de Arabella, sus constantes dudas; y de Ariadna, su promiscuidad. Es un curioso hallazgo que refuerza el carácter testamental de Capriccio.
El secreto de Strauss
Loy además pone sobre la mesa otra original teoría: para conocer la verdadera personalidad de Richard Strauss debemos escrutar precisamente a todas estas mujeres. Ellas son una destilación de sus arcanos íntimos. “Creo que sus biógrafos y los autores que han escrito sobre él no han dado con la tecla de su conciencia. Lo pintan como un ser primitivo, elemental, fumador, jugador de cartas, nada artista… Pero era un ser un vulnerable, de ahí deriva su capacidad para perfilar caracteres femeninos complejos y profundos”. Es una radicalidad humanista que, en cualquier caso, permea en todos los seres que circulan por ese salón aristocrático donde transcurre el debate. Uno de los grandes aciertos del tándem Strauss/Krauss fue dotar de encarnadura emocional a los implicados en una charla formal que, de fondo, encubre una intriga romántica: un compositor y un poeta peleando, cada uno con sus armas, por la chica.
"Los biógrafos de Strauss no han dado con la tecla de su personalidad. Lo pintan como un ser primitivo y elemental pero era alguien vulnerable." Loy
El dilema de la bella condesa se subraya en sus parlamentos frente a un espejo, elemento que aparece en el libreto original y al que Loy ha dado realce en su poética puesta en escena. No es su estilo subrayar los símbolos pero aquí le parecía un objeto crucial para reflejar (nunca mejor dicho) los pensamientos de Madeleine, que ve en su superficie la joven que fue y la anciana que será. Loy se muestra en esta producción menos austero que en Lulú, donde buscaba poner la música por encima de todo y evitar distracciones con el atrezzo. Aquí, por ejemplo, echa mano de cierto mobiliario que permite al espectador situarse en un entorno pudiente. También incorpora desde el principio a los sirvientes, que en el original sólo aparecen al final para cuestionar las disquisiciones artísticas de sus amos. En el Real figuran desde el principio, sentados alrededor de los tertulianos, muy interesados al principio y cayendo en la abulia poco a poco mientras sus parlamentos se extienden sin alcanzar concreción.
Estreno bajo linternas
Los que no bajaron la atención en ningún momento fueron los muniqueses que se acercaron a su estreno en el Teatro Nacional de la capital bávara el 28 de octubre de 1942. Debían desplazarse por la ciudad con linternas ya que estaba a oscuras para no orientar a los aviones aliados que la martirizaban. Un ejemplo de hasta qué punto el arte (la cultura) es un alimento del espíritu al que resulta imposible renunciar.
Goebbels auspició aquel estreno. Pero Strauss, que había visto cómo sus nietos eran hostigados en el colegio por su ascendencia judía (de su nuera), puso en la pieza cargas de profundidad contra el régimen nazi. En ese coloquio sobre el sexo de los ángeles, La Roche, habla en un momento de una catástrofe que les rodea, de la que son conscientes pero toleran. Con esta obra Strauss se despidió de la ópera. Krauss intentó persuadirle para alumbrar otra más. Pero declinó. “¿No es este re bemol mayor un final perfecto para mi producción teatral? Lo único que le queda a uno por escribir es el testamento”, le contestó. Acaso ya lo había escrito: en forma de rebelde capricho.