El Teatro de la Zarzuela de Madrid va a ser el ilustrado y aventajado escenario del estreno mundial de la ópera La Celestina de Felipe Pedrell. Un hecho que termina nada menos que con 119 años de silencio. Por unas causas o por otras esta gran obra, terminada en 1902, no llegó a estrenarse nunca. Honor que le cabe al coliseo de la calle de Jovellanos de Madrid, bien que considerando las características de la composición, su extensión, sus exigencias y sus necesidades escénicas, se haga en versión concertante. Una lástima, pero otros teatros, con más medios y también de rango nacional, no han querido o no han podido atreverse con esta gran aventura.
El texto original de Fernando de Rojas, extraído de su Tragicomedia de Calisto y Melibea, escrito en castellano antiguo, estimuló al ilustre musicólogo, pedagogo y compositor catalán, entre cuyos numerosos alumnos figuró Manuel de Falla, para aproximarse al nexo fatídico de la pasión amorosa.
Para los primeros románticos La Celestina poseía un significado trascendente y oculto, lo que decidió definitivamente a Pedrell, que quedó prendido de la tensión entre los extremos, el placer mudado en dolor y el amor que acaba en la muerte. Todo eso lleva a una partitura muy apasionada y densa, con una orquestación muy potente y que hace que cueste mucho que las voces pesen por encima de la masa orquestal.
La Celestina muestra, como otras obras líricas salidas de la misma mano, raramente perfectas y a veces desiguales, el curioso germanismo que el autor supo combinar con la tradición de su Cataluña natal y que en este caso aparece bañada y envuelta en rasgos multicolores, que aúnan poderosamente un lenguaje que sintetiza de manera muy sabia estilemas de rango wagneriano (ecos parsifalianos) y tocados eventualmente de rasgos emanados de un compositor coetáneo como Richard Strauss. A lo que hay que añadir el manejo de situaciones y ecos emparentados con lo más granado de la tradición verista. E incluso, en el manejo del tempo, con los modos propios de un Debussy.
Pedrell había comenzado la escritura por el último acto de la tragicomedia a fin de evitar la fatiga que siempre llega al final. Hay una gran evolución de estilo sin duda entre su anterior obra, Els Pirineus, y de la que hoy hablamos, más madura y desenvuelta en el tratamiento armónico, más rica en detalles rítmicos. Los motivos guías son numerosos, hasta 36, que vienen dados a veces por líneas de pocos compases, pero que van ilustrando y dando forma a la acción caracterizándola armónicamente. La relación del texto y de la música es más estrecha y sugerente.
Sobre la adaptación, el propio compositor afirmó que "las condiciones irrepresentables de la obra original de Fernando de Rojas se han adaptado, perfecta y armónicamente, a las condiciones y exigencias del drama lírico, reduciendo el inmenso plan a formas accesibles, conservando incólumes todas las líneas generales de la acción, su desarrollo y cataclismo, y respetando esa parte escultural del lenguaje de la composición primitiva, que por modo tan extraordinaria se prestaba a ser magnificado por la exaltación de la palabra cantada".
Es muy interesante lo que comenta el profesor Emilio Casares cuando afirma que "a Fernando de Rojas le interesaba la finalidad ejemplar de los amores truncados por los desatinos, mientras que Pedrell se sitúa lejos de ello buscando ese tema eterno de la ópera del siglo XIX: el del amor que se transforma en muerte presentando en escena la dualidad amor-muerte vista en tantas óperas españolas como Los amantes de Teruel de Bretón".
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No menos sorprendente es el empleo de músicas históricas, algo quizá inevitable en un gran musicólogo, que no podía resistir la tentación de buscar recursos en ese manantial. De ahí que el trabajo con materiales de procedencia musicológica sea relevante, si bien en menor proporción de lo que lo había sido en Los Pirineos. No es raro por tanto encontrar de vez en cuando romances populares en la composición.
El elenco
Pese a las buenas relaciones de Pedrell con el empresario del Liceu Albert Bernis, el estreno no se llegó a producir en el plazo esperado. Tuvieron que pasar muchos años hasta un estreno parcial, en 1921, con la Orquesta de Pau Casals. Pocos días más tarde se ofrecían unos fragmentos del primer acto en un concierto organizado por el Orfeó Graciens. La última muestra parcial de la ópera tuvo lugar el 3 de julio de 2008 en el Liceu. Se cantaron algunos fragmentos bajo la dirección de Antoni Ros Marbà, con la presencia del narrador José María Pou, empleando una edición crítica de Francesc Bonastre.
Lo que se va a escuchar por fin en esta ocasión en el Teatro de la Zarzuela es la ópera completa en edición trabajada por el musicólogo gallego David Ferreiro Carballo del Instituto Complutense de Ciencias Musicales, ICCMU, y de la Sociedad Española de Musicología. Es lo que van a manejar los once esforzados cantantes protagonistas de la ópera, escogidos entre los mejores de nuestro patio vocal: la mezzo lírica Maite Beaumont (que, ante el abandono de la cantante prevista, Ketevan Kemoklidze, se ha atrevido en 15 días a enfrentarse con un miura semejante), el tenor spinto Andeka Gorrotxategi, la soprano lírica Miren Urbieta-Vega, el barítono de carácter Juan Jesús Rodríguez, el bajo-barítono Simón Orfila, las sopranos Sofía Esparza y Lucía Tavira, y el bajo Javier Castañeda, entre otros.
Al frente de la nave, la mano segura y firme, elástica y musical, y el concepto siempre riguroso y conocedor de Guillermo García Calvo, que tendrá la nada fácil misión de coordinar, calibrar, balancear y frasear, todo en busca de la mayor claridad tratando de que las líneas vocales no queden sepultadas en el poderoso caudal instrumental. De tal forma se podrá degustar una partitura recreadora de un tema que recordemos fue ya fue trabajado en su día por Amadeo Vives –obra no terminada– y, más modernamente, por Joaquín Nin Culmell. La Celestina de este fue estrenada precisamente en el mismo Teatro madrileño en el año 2008. Obra estimable, de lenguaje muy distinto al de la que ahora se presenta, por fin, en su integridad.