¿La fórmula? Una ristra de canciones engarzada con acordes imperiosos, voz destemplada y letras inclasificables.
¿El autor? Un enjuto hidalgo de chupa claveteada, cresta inapetente y ojos abisales.
¿Resultado? Una de las leyendas más extravagantes de la música española. Incluso dentro del estilo en el que milita, el punk.
Manolo Kabezabolo siempre ha representado a lo antisistema dentro de lo antisistema. A lo bizarro dentro de lo bizarro. Desde el origen, hace cuatro décadas. Entonces, su nombre de rima consonante rulaba de casete en casete, de cedé en cedé, como si se tratara de una sustancia prohibida. Y la escucha no daba lugar a las medias tintas: asombro, fanatismo o incredulidad. Nadie entendía si aquella grafía rubricada en tinta de bolígrafo o rotulador iba en serio o era una mofa pasajera.
Sin necesidad de Twitter ni de términos como fake news, esa rareza generó todo tipo de elucubraciones. Hubo quienes aseguraban que era el trasunto underground de un reputado profesional. Quien le tachaba de toxicómano cuya misión artística era sacar unas monedas para el siguiente chute. O incluso quien veía a un empleado de tarjeta y corbata que en sus ratos libres jugaba a la rebeldía.
Ninguno acertó. Manolo Kabezabolo era un ser real. Un chaval nacido el 8 de febrero de 1966 en Carenas, una localidad de la provincia de Zaragoza, que solía rondar los garitos de heavy de la ciudad y que ya hacía pinitos con la guitarra. Hasta su adolescencia y primera juventud atendía al nombre de Manuel Méndez Lozano, tanto cuando se dirigían a él en el colegio como cuando fichaba en un puesto de trabajo o en el cuartel, donde se alistó voluntariamente a la mili.
Con un padre en el ejército y unas inquietudes distintas a las familiares, su devenir se fue truncando cuando se aficionó primero al rock duro y, poco a poco, a vertientes más punkis encarnadas por grupos como Eskorbuto, Cicatriz, T.N.T. o La Polla Records. Y explosionó del todo cuando un amigo de Madrid se presentó en el pueblo de su madre con el ‘Never mind the bollocks’, de Sex Pistols. Solía gastar las madrugadas por el Berlín, por el Infiernos, por el Utopía y por otros locales del rollo en Zaragoza.
“Ya no es lo mismo, antes había más de 20”, señala ahora el cantante, sentado en una librería de Madrid, reconociendo que anda algo perdido del circuito. Manolo Kabezabolo vive ahora, a sus 58 años, en un pueblo de Lérida y su vínculo con el mundillo se mantiene gracias a los discos que aún graba junto a su banda, Los ke no dan pie kon bolo. Con ellos prepara una gira de aniversario por esas cuatro décadas desde que empezó a tocar. Además, este viernes 17 de mayo estrena el documental Si todavía te kedan dientes es ke no estuviste ahí, dirigido por José Alberto Andrés Lacasta.
Ambos atienden a EL CULTURAL en una conversación que transita entre el recuerdo de esos espacios de reunión, las recaídas psicológicas del protagonista, las drogas o esas historias inventadas a su alrededor. Es una mañana soleada y Manolo Kabezabolo luce una camiseta de The Adicts y una tímida melena moteada de canas. Con amabilidad y laconismo en sus respuestas, vuelve a esos inicios por la urbe. Los garitos, apunta, eran sitios de “activismos sociales”. “Ahora con la tecnología será distinto. Antes salías y te encontrabas con gente”, arguye.
"Todos los estilos musicales tenían una actitud punk. Ahora para una protestar es difícil juntar a gente. Eso ha desaparecido"
Él encontró, aparte, un refugio. Procediendo de una localidad cercana pero periférica y de una formación más tradicional, vio que esa gente y esos grupos hablaban de ciertas cosas que le interesaban. Empezó a acumular cintas con motivos combativos y a probar con sus propias creaciones. A veces, ríe, parte de esa colección terminaba en la basura, víctima de la cólera paterna. Simultáneamente, Manolo Kabezabolo se dejaba llevar por composiciones improvisadas. No sabía que ahí radicaba el germen de su oficio.
“Cambiaba la letra a la canciones, escribiendo sobre los profesores o algún alumno. Y una vez me pidieron un trabajo sobre una imagen y lo hice con una poesía, no sé por qué. A partir de ahí, empecé”, sintetiza. A mediados de los ochenta, con una mayoría de edad recién cumplida, ya subía a algún escenario y se granjeaba la admiración de sus compañeros. El clamor provocó que registrara en un casete algunos de sus temas. Lo repartió por el ambiente con un título inequívoco: 'Pa' los colegas. Y comenzó ese mecanismo de copia a doble pletina que rodó más allá de las fronteras aragonesas.
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La pólvora estaba servida. Sólo faltaba la llama para que prendiera. Pero se cruzó un elemento que entorpecía la propagación: Manolo Kabezabolo tuvo un “brote” y le ingresaron en un psiquiátrico. “Te inhabilitan y tú mismo crees que estás tarado”, define. En aquellos momentos ya había dejado un empleo como instalador de gas y había abandonado su carrera militar. Esa primera crisis, unida a lo rudimentario de su grabación, fue engrandeciendo la mencionada leyenda. Consiguió dejar el centro y volver al ruedo, en modo “autista”. Al verle en esa situación, un amigo le ofreció una raya de ‘speed’.
Esa sustancia que afilaba mandíbulas y electrificaba las piernas le espabiló. Los estupefacientes se convirtieron en una bendición y en materia prima de sus versos. Con ‘Ya hera ora’, de 1995, llegó el terremoto. “Ya llevaba 11 años tocando, pero creo que se vendieron 20.000 copias”, masculla. El título, con faltas de ortografía marca de la casa, era una alusión a eso que le repetían sus seguidores. Incluía canciones míticas como El aborto de la gallina, Un papel morao o Tuna punk, donde mezclaba el humor y el surrealismo con cierta apología de las drogas.
Mantenía, no obstante, sus periodos en clínicas. Consiguieron desde su círculo más próximo que le permitieran salir para actuar, como si fuera parte del proceso curativo. Y organizaron giras infinitas, con más de 200 conciertos en un año. “Le preguntaron a mi psiquiatra y lo autorizó. Si no, seguramente me habría quedado ahí dentro toda la vida. La música siempre me ha ayudado. No a evadirme, pero sí a llevar las cosas de otra manera”, concede, reflexionando sobre ese efecto sanador: “Mi futuro era muy oscuro dentro del psiquiátrico y fuera. Por donde me movía estaba la heroína, en la que no caí porque me daban tirria las agujas. Fumé algún chino y eso, pero si me hubiera pinchado no estaría aquí”.
Publicó cuatro álbumes en seis años. El halo de misterio se atenuaba, pero crecían los acólitos. Tal y como apunta la escritora Cristina Morales en el documental, Manolo Kabezabolo reflejaba las “vergüenzas sociales” en sus letras. Una multitud coreaba Nino Gramo, Otro pirulo o 50.000 petas mientras él posaba en actuaciones televisadas como El rey del espiz (en alusión a ese polvo de anfetamina). Usaba una mezcla de “retranca” y “mala leche”, según Lacasta, que lo califica de “pionero”. “Nunca lo he pensado, pero puede que fuera el primero que reivindicaba que nos poníamos hasta el culo todos los días”, exclama el cantante.
"He llegado a tocar sin guitarra o con las cuerdas rotas, viendo al público bailar desde la primera a la última fila"
Durante los momentos de parón regresaban los fantasmas. Y alentaba esas teorías “estrambóticas”, como que se había ido a vivir a Asia. “Oí que me había mudado a Laos, me había casado con una japonesa y preparaba un disco influenciado por la cultura nipona”, indica. “A veces me las cuentan y las desmiento. Otras, cuento yo algo mío de verdad y me dicen que es mentira”, añade, sentenciando que un gran porcentaje de lo que se rumoreaba y sigue impreso en artículos es falso. También gracias a esas fabulaciones nutría sus espectáculos: “Hubo una parte de público que a lo mejor se movía por eso. Yo prefería que no hubiera sido así”.
Incluso con ese tirón inintencionado de finales del siglo pasado, Manolo Kabezabolo ha atravesado épocas duras. En largos tramos ha necesitado la ayuda económica de sus progenitores, aunque hubiera conseguido en su día un subsidio por los problemas mentales. De 2001 a 2008 no sacó nada. Luego vinieron dos discos nuevos, ya alterando el contenido. “He cambiado la temática, ya no hablo tanto de drogas”, se excusa quien ha detenido su consumo y prefiere centrarse en la defensa de causas sociales como la memoria histórica o la insumisión.
También critica el discurso actual sobre salud mental, plagado de recetas de azucarillo: “Se habla, pero de forma más frívola. Las medicaciones que te dan en psiquiatría no solucionan el problema. Y las reparte hasta el médico de cabecera. La depresión y otras enfermedades se tienen que tratar y hace falta terapia, pero no hay personal”.
Echa de menos esa época en la que “la juventud” gozaba de “una frescura y unas inquietudes que se han perdido”. “Había una sensación de que se podían hacer cosas, había ganas. Todos los estilos musicales tenían una actitud punk. Ahora para una protestar es difícil juntar a gente. Eso ha desaparecido”, lamenta Manolo Kabezabolo, a quien todavía le persigue el apelativo de “inadaptado” o “loco”. Él opta por no pronunciarse ante esas denominaciones, ni siquiera cuando le preguntan por el secreto de un éxito basado en lo informal. “Cuanto peor tocaba y peor cantaba, más gustaba”, coinciden algunos de los participantes en la película.
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“No lo sé. A veces dicen: ‘esto no puede ser’, porque una estrofa tiene cuatro versos, otra siete y otra doce. Pero yo lo cojo y sale. Y he llegado a tocar sin guitarra o con las cuerdas rotas, viendo al público bailar desde la primera a la última fila”, reflexiona el artista sobre ese furor, sentenciando: “Creo que la fórmula es la sinceridad, no esconder nada. Contar las cosas como las vivía y como las sentía. De forma directa, sin metáforas”.