Dos óperas de Giuseppe Verdi nacidas en distintas épocas coinciden en los cartelloni del Liceu y del Real. La primera, Il trovatore, nacida, tras los llamados años de galera, en el seno de la famosa trilogía de principios de los años 50 –junto a Rigoletto y La traviata–; la segunda, Aida, en los años de madurez. Dos obras muy distintas en las que, de diversa manera, resplandece el genio de Busseto.
En Il trovatore, basada en el drama de Antonio García Gutiérrez y estrenada en el Teatro Apollo de Roma en 1853, Verdi, que propugnaba una forma vocal más ajustada a la prosodia de la lengua, no quiso prescindir de la pureza del canto pretérito, pero trató de dar forma a un estilo distinto, a través del que se propiciaba el nacimiento del llamado canto di slancio, que viene a ser una suerte de conjunción de la técnica belcantista más pura y las exigencias dramáticas del arte lírico de la segunda mitad del siglo XIX.
Y que Verdi había venido fraguando en sus últimos años de galeras y concretando en retazos de obras inmediatamente anteriores como Luisa Miller (1849) o Sitffelio (1850); y, naturalmente, Rigoletto (1851). La influencia de esos nuevos modos se extendería a toda su producción futura, tras páginas maestras como Don Carlo o Simon Boccanegra, llegarían cada vez más estilizados no solo a Aida, sino que darían forma a los dos últimos frutos del compositor: Otello y Falstaff.
'Il trovatore' concilia el bel canto con las exigencias dramáticas del siglo XIX. Esa fórmula, más estilizada, llegaría a 'Aida'
Claro que el melodismo y la configuración dramática de la ópera protagonizada por la esclava etíope, la disposición general de elementos y sus rasgos curiosamente intimistas tenían ya poco que ver con el arrebato que definía en buena parte la entraña de la obra sobre el drama de García Guitérrez, que Verdi quería que se cantara “con el diablo en el cuerpo”. Es decir, con pasión, con entrega, con intensidad, con vigor, hasta con fiereza. Lo más importante de Aida es la pintura humana, la delicadeza en la descripción de cada personaje; los momentos de íntima poesía, el lirismo intenso que acaba por impregnar al cuadro masivo, de tan espectacular despliegue.
Y son muchos los pasajes que nos los proporcionan y que no dejan de poseer una impronta psicológica. A pesar de su inevitable cartón piedra, se nos revela en ella una vez más el militante anticlericalismo de Verdi, cuya pluma se humaniza extraordinariamente en el final, con ese auténtico adiós a la vida de los dos enamorados. La construcción musical va en progresión hasta que cuaja la maravillosa melodía que hace elevarse a las dos voces, una a una primero, a la vez después, hasta un etéreo Si bemol agudo.
Originalidad también en la disposición escénica, en dos planos claramente diferenciados: en el inferior, Aida y Radamés; en el superior, Amneris. Escena que cerraba aquella primera representación en El Cairo del 24 de diciembre de 1871. Para defender los nada fáciles papeles titulares de ambas óperas se cuenta con voces importantes del actual firmamento lírico.
La distribución que podríamos considerar titular en el Real –primera función el 24– viene constituida por Krassimira Stoyanova (Aida), una lírico-spinto de acerada emisión y rotundos agudos; Jamie Barton (Amneris), mezzo de firme aliento y densa materia vocal; Piotr Beczala (Radamés), tenor lírico pleno de reconocible mordiente y soleada zona superior; Carlos Álvarez (Amonasro), oscuro y compacto, vibrante y sólido, y Alexander Vinogradov (Ramfis), tremolante y pétreo.
[Aida, llega el Verdi faraónico]
La batuta se la reparten Nicola Luissoti, director musical del Real, de elevadas concepciones y preclaros criterios verdianos (11 funciones); Daniel Oren, siempre práctico y conocedor (7) y Diego García Rodríguez, flexible e imaginativo (1). La puesta en escena es la tan aplaudida y monumental, totalmente realista, de Hugo de Ana, que se ha visto en el teatro en otras temporadas. Podríamos apuntar también la presencia alternativa de otros estupendos cantantes: Anna Netrebko, Jorge de León, Artur Rucinski, Simón Orfila…
En el Liceu se anuncia para Il trovatore un primer reparto bien pertrechado. Leonora será Saioa Hernández, lírico-spinto radiante, de bien proyectada emisión y timbre bellamente coloreado. Le va bien el cometido. Ksenia Dudnikova, de penumbroso espectro y ancho aliento, cantará Azucena. Vittorio Grigolo, un lírico, quizá demasiado, será Manrico, y el poderoso Juan Jesús Rodríguez servirá al malvado de la función, el Conde de Luna. Anotemos que otro importante barítono español, Ángel Òdena, de vibrato cierto y sólidos medios, se hará cargo de la parte en funciones posteriores. La primera es el 27 de octubre.
La producción, de París y Ámsterdam, viene firmada por el siempre sorprendente, y a veces discutible, pero habitualmente interesante, Àlex Ollé, que sitúa la acción durante la I Guerra mundial, algo a priori chocante. Habrá que ver. El experto y bien orientado Riccardo Frizza empuña la batuta.