"Encuentro una fascinación por esa clase social (que no es la mía), pero a la que entiendo porque yo, desde una situación cómoda, no dejo de estar dentro de cierto mundo de marginación. Creo que es un problema puramente sensitivo. Me parece más apasionante cinematográficamente reflejar eso que hacer una alta comedia. Es un tema morboso y estético mío”, dijo Eloy de la Iglesia poco antes de morir un 23 de marzo de 2006.
El vasco miraba donde nadie ya mira en el cine español e internacional, cada vez más pulcro técnicamente, pero que parece haber olvidado a los desposeídos y los miembros más “dudosos” de nuestra sociedad para sustituirlos por héroes perfectos que ejercen como “rol models”. El cine de hoy tiene mucho más brillo, pero quizá menos verdadera belleza, porque solo la encuentra en el buen gusto, que como decía Picasso, es el principal enemigo del arte.
El maestro de lo prohibido tenía 62 años al morir y, si no se lo hubiera llevado un tumor maligno, este 2024 habría alcanzado unos espléndidos 80 con su obra más rabiosamente moderna que nunca, y disfrutando de un reconocimiento artístico que no tuvo en vida.
Exposiciones como la que organizó Tabakalera de San Sebastián repasando su trayectoria en 2019, Oscuro objeto de deseo; documentales como Quinqui Stars (2018) de Juan Vicente Córdoba o libros como Los marginados: Marginalidad urbana y fenómeno quinqui en España, de Iñigo López Simón, publicado el año pasado, entre muchos otros fastos, han avivado el interés por esa época y devuelto la dignidad artística a unas películas que supieron reflejarla de manera fiel. Porque en los tiempos de gloria en taquilla de Eloy de la Iglesia se le acusó de oportunista, soez, provocador fútil, morboso…
Sus películas del cine quinqui, esos delincuentes de poca monta que surgían de los extrarradios obreros de Madrid en tiempos de paro juvenil y epidemia de drogas en los 70 y 80, son las más conocidas. Sin duda, visto en retrospectiva, el aspecto que sigue resultando más “escandaloso”, y quizá aun más sorprendente hoy que entonces, es la forma en que De la Iglesia refleja las relaciones sexuales de hombres maduros con chicos menores de edad, algo que seguramente ningún productor actual se atrevería a financiar a no ser que el filme tuviera un tono moralista.
Sucede todo el rato, en Los placeres ocultos (1977) vemos a un rico banquero (Simón Andreu) enamorado de un menor de barriada (Tony Fuentes); en El diputado (1978), una película que sigue siendo un clásico de culto en Estados Unidos donde tuvo mucho éxito, aún es más atrevido y se monta un trío entre un político treintañero comunista (José Sacristán), su esposa (María Luisa San José) y un joven de 15 años (José Luis Alonso). Y en El pico (1983) y su secuela, rodada un año más tarde, el personaje de José Luis Manzano, su actor fetiche y amante en la vida real, se prostituye siendo un menor con hombres adultos para pagar su adicción a la heroína.
La exaltación de la belleza adolescente es una constante en la filmografía de Eloy de la Iglesia. Miembro del Partido Comunista y marxista, en su fascinación por los bajos fondos hay una indiscutible pulsión erótica, una atracción sexual evidente por los cuerpos jóvenes y la actitud de esos “quinquis” de extrarradio, que viven la vida con la marca de la tragedia, ajenos a las convenciones burguesas en las que creció el propio De la Iglesia.
En Italia Pasolini y en Alemania Fassbinder, con cines distintos al suyo, también explotaron esa fascinación carnal por el joven de barriada, bruto, salvaje y sexi. ¿Por qué no puede ser la atracción física una forma de compromiso político?
¿Hay que cancelar a Eloy de la Iglesia porque sus personajes se acuestan con menores, y no solo no son repulsivos y acaban fatal sino que son buenas personas, como el artista que interpreta Quique San Francisco en El pico? Es absurdo confundir los actos de la vida real con los de las películas y no entender que cine y el arte en general no están para juzgar, para eso está la policía y los tribunales, sino para, entre otras cosas, profundizar en la psique y mostrarnos también, como hace el director, la complejidad de la vida y los ángulos más íntimos del ser humano.
Las películas no son vehículos de propaganda de ninguna moralidad porque el Ministerio de Igualdad y el cine tienen simplemente naturalezas distintas. Los jueces están para condenar a los asesinos, la narrativa, para que podamos empatizar con él y es compatible.
Se echa en falta a un Eloy de la Iglesia en el cine actual, no solo porque presenta como héroes a personajes marginados, de “dudosa moralidad” y despreciados por la sociedad, o porque indaga en nuestra sexualidad sin hipocresías, también por su voluntad de hacer de notario de una época.
Las películas del director se inscriben totalmente en el momento en que se ruedan, son constantes las escenas en las que vemos en el Telediario lo que sucede en el país y se enfrenta sin ambages a los temas de mayor controversia y actualidad como la delincuencia juvenil, la droga, el terrorismo o el aborto, con esa voluntad de reflejar un momento concreto, el final de la dictadura y el nacimiento de la democracia.
La política se cuela por todas las rendijas, los personajes son hijos de su tiempo, a la vez efímeros y eternos, porque esa imagen congelada, al ser tan concreta y específica, adquiere a la vez plena universalidad. De la Iglesia, en su obsesión también por la juventud, refleja lo fugaz, lo efímero, constatando la grandeza del cine para hacerla inmortal. Y existe mucha más verdad en la honestidad, en la que no oculta sino que celebra su atracción erótica por los menores, que en la forma artera que se presenta actualmente en el audiovisual como reclamo.
De la Iglesia rueda con un estilo tendente a lo tosco, descuidado, en unas películas que avanzan a trompicones, de secuencia en secuencia, en las que siempre se empuja la trama. No es el Carlos Saura de Deprisa, deprisa (1981), más autoral, más “poético”, De la Iglesia utiliza una narrativa muchas veces elemental en películas donde suceden muchas cosas y que aspiran a ser “entretenidas” y no deslumbrar en festivales.
El tema principal suele ser la forma en que los personajes se enfrentan a la falta de dinero y de recursos. En Colegas (1982), Antonio Flores y José Luis Manzano comienzan a delinquir para pagar un aborto; en Navajeros (1980), seguramente su gran obra maestra, el personaje de El Jaro/Manzano adquiere su máxima expresión en su calidad de ídolo sexual y fatalidad, el delincuente entendido no como personaje repudiable de la sociedad sino como víctima de ella y de sí mismo.
El Jaro roba e, incluso, llega a matar, no porque sea peor sino porque aspira a más viniendo de un lugar en el que el único futuro posible es un trabajo miserable y una vida de sacrificios inútiles.
En la mejor tradición del cine negro estadounidense, una influencia inagotable para el cineasta, sus delincuentes se convierten en héroes trágicos, espejos deformantes de una sociedad enferma. Aunque el modelo más perfecto de joven descarriado lo creó, sin embargo, un italiano como Pasolini en Accattone (1981), el vasco lo emulará una y otra vez: un tipo que no destaca por sus actos heroicos sino que es más bien turbio y por momentos despreciable.
En El Pico y su secuela, que fueron grandes éxitos en su época, el muso Manzano interpreta a un personaje distinto, ya que es el hijo de un comandante de la guardia civil que cae a los bajos fondos por su adicción a la heroína.
Invitación a la reconciliación en un País Vasco en llamas, en la película el personaje pertenece a la clase media alta, pero vemos de nuevo la figura del descarriado como producto de los vicios de la sociedad biempensante, aplastado por un padre dominante que ha trazado un camino que el joven no desea. Resulta más interesante y brutal aun la segunda parte, rodada casi enteramente en una cárcel donde la sordidez se vuelve a convertir al mismo tiempo en una exaltación de la humanidad en su estado más crudo.
Los personajes que interpreta Manzano no son nunca, de todos modos, tan villanos como el Vittorio Accattone de Pasolini, al que dio vida Franco Citti. De la Iglesia siempre lo salva, cosa que no hace el italiano.
En los personajes de Manzano, el mal surge como fatalidad, como consecuencia lógica de haber tomado el camino equivocado, pero no por voluntad propia, nunca es "malo". De todos modos, el vasco sí construyó algunos villanos más pavorosos. En La semana del asesino (1972), por ejemplo, película enigmática como pocas, un obrero que vive miserablemente acaba cometiendo una serie de homicidios a los que parece fatalmente abocado, como si escaparan a su propio control.
En dos títulos muestra de manera más clara su gran capacidad para reflejar el momento social y político. En Miedo a salir de noche (1980), agudísima película, toca un asunto tan contemporáneo como la forma en que el miedo acaba creando el propio monstruo que temía, y la forma en que se convierte en un mecanismo de control social.
Y en La estanquera de Vallecas (1987) vemos el desconcierto de la policía y la propia sociedad ante un atraco en un momento en el que España “aprende” a ser democrática, pero aun no sabe muy bien cuáles son las nuevas reglas y despunta el poder de la prensa al adquirir su libertad.
Mimado en la época de Pilar Miró al frente del ICAA en los primeros 80, como explica su biógrafo Eduardo Fuembuena, fue víctima del mismo sistema (basado en la dependencia de la financiación pública) que primero lo ayudó, ya que cuando cayó su protectora en 1989, fue apartado de las subvenciones y del propio cine.
Y es que, entre 1987 -cuando rodó su penúltima película, La estanquera de Vallecas- y 2003, cuando terminó la última, Los novios búlgaros, pasan 14 años de silencio que contrastan con la hiperactividad de un cineasta que llegó a estrenar dos películas por año en sus tiempos de bonanza.