En 1976 hubo 108 atracos a entidades bancarias en España; en 1984, 6.239. Un botín de 4 mil millones de pesetas. Brutal incremento en aquella democracia recién descorchada que hizo que batiéramos el récord del mundo de asaltos a bancos y cajas. "Tantos como en todo el territorio de Estados Unidos", enuncia en su libro ¿Nos matan con heroína? (Libros Crudos) el historiador Juan Carlos Usó, especialista en el impacto sociológico de la drogas en España.
“¡Esto es un atraco, todo el mundo al suelo!”, era el grito habitual que sobresaltaba a bancarios y clientes. El método de los asaltantes, la mayoría bisoños chorizos bajo el síndrome de abstinencia, era poco elaborado: intimidar a los presentes con armas de fuego, muchas veces de pega. La caja fuerte era un hueso duro. Llevaba demasiado tiempo roerlo. Así que se conformaban con los billetes a mano que había en los cajones. Juntos, rara vez sumaban un millón de pesetas (6 mil euros). Y, luego, salir pitando (Deprisa, deprisa, como en el título de la emblemática película quinqui de Carlos Saura) y mimetizarse con el resto de transeúntes. En muy pocas ocasiones, la Policía conseguía echarles el guante en el acto.
Lo cierto es que los maderos andaban desbordados. Las emisora policial no paraba de escupir avisos, como recuerda Arturo Lezcano en Madrid, 1983 (Libros del K.O.), que analiza las causa del aquelarre delictivo. Más bien, lo de las radios policiales era una vomitona. Los asaltos se diseminaban por gasolineras, farmacias, tiendas, joyerías (como la Payber, que la mafia policial imputaba al Nani cuando irrumpió en su piso de San Blas), casas particulares…
[Enciclopedia quinqui: la historia de España a través de sus 'macarras ibéricos']
Se robaba de todo en todas partes. Lezcano se remite a las Crónicas quinquis (Libros del K.O.) de Javier Valenzuela para ilustrarlo. El cronista de sucesos de El País en los 80 enumera las ‘incidencias’ registradas por la Jefatura Superior de Policía un martes cualquiera en Madrid: “Un asalto a punta de navaja con un botín de treinta y cinco pesetas; un trapero desposeído de su carrito; un robo de cinco litros de gasolina; y la sustracción de dieciséis ruedas de automóviles”.
Los bancos eran un filón porque tenían la ventaja de que el beneficio, más cuantioso que el ofrecido por otros objetivos, era inmediato. Los billetes se podían emplear, por ejemplo, para pillar jaco sin mayor dilación. Ese era el círculo vicioso que disparó los números de las estadísticas criminales. En él se vieron atrapados sobre todo miles de jóvenes pertenecientes a familias de orígenes rurales que se habían asentado en las periferias de las grandes urbes españolas. Las oportunidades laborales eras escasas y representaban, por lo general, un horizonte de sacrificio y precariedad (construcción, hostelería…) poco estimulante. La escasa información sobre las drogas también contribuyó a que cayeran como chinches por una dependencia aniquiladora.
Valenzuela, con cuatro pinceladas numéricas sobre Madrid, evidencia el meollo de la cuestión: “Con más de 200.000 parados sobre una población ocupada de 1.300.000 personas, 35.000 chabolas e infraviviendas y entre 10.000 y 20.000 mil heroinómanos, según datos municipales, una de las principales producciones humanas del Madrid de los ochenta no puede ser otra que la de delincuentes”. Por su parte, Lezcano aclara que lo dar el palo en entidades financieras era en los albores de la transición una práctica más habitual entre grupos terroristas (como el GRAPO), que financiaban así la compra de armas y la logística necesaria para sus atentados.
“Luego pasó a ser el modo de vida mucha gente. Se erigió, de hecho, en el delito estrella para una legión de jóvenes delincuentes, porque, según cuentan testimonios de la época, era tanto o más fácil hacerse un banco que cualquier otro establecimiento comercial, y mucho más rentable”, añade Lezcano, que trae a colación el caso de Francisco Romero, entonces empleado de banca en Cea Bermúdez, en una oficina situada frente a la casa de Landelino Lavilla (ministro con Suárez y presidente del Congreso de los Diputados). “A mí me atracaron cuatro veces”, señala. “Era todo muy rápido, con las prisas de conseguir dinero para la droga. Iban a la ventanilla donde atendía el cajero y muchas veces se llevaban lo que tenía él allí, sin más”. Los sindicatos bancarios consiguieron reforzar la seguridad. Ante la avalancha de irrupciones violentas, se decidió blindar las sucursales. También se empleaban estrategias como numerar algunos tacos de dinero y la pinza, un dispositivo escondido en los fajos que activaba la alarma.
El proceso de reconfiguración del cuerpo de policía, repleto de exponentes curtidos en el viejo régimen con propensión a resolver los casos por cauces extrajudiciales (que se lo digan al Nani), rebajó la eficacia en la protección de entidades. “En los 70, la Policía Armada había custodiado los bancos, pero en 1983, con la expansión de sucursales bancarias y los cambios políticos, se había dejado la vigilancia de las oficinas a expensas de los propios bancos. Los policías tenía con sus propios líos”, explica Lezcano, fundador también de la productora Ailalelo.
Otro factor que pudo tener su influencia en el crescendo delictivo fue la conocida como la reforma Ledesma (denominación tomada del apellido del ministro de Justicia entonces), que sacó a la calle a miles de presos con su revisión de la Ley de Enjuiciamiento Criminal en lo relativo a la prisión provisional. Salieron muchos que, en virtud de normas procesales que extendieron su vigencia desde el franquismo a la democracia, llevaban años en prisión preventiva. Es decir, sin que una sentencia judicial hubiese delineado todavía su suerte. Era una anomalía que abarcaba a la mayoría de los internos. Las cifras de excarcelados por ese motivo difieren en la hemeroteca (El País indicó que 9.000), pero lo que sí es seguro es que fue un porcentaje amplio de reclusos. Todos ellos, sin embargo, volvieron a una realidad hostil y con pocas ganas de darles una segunda oportunidad.
El imberbe gobierno de Felipe González, que había arrasado en las elecciónes de octubre del 82, fue puesto en la picota por la oposición y la prensa conservadora, que no desaprovecharon la coyuntura de la inseguridad para atizarle. Lo tenían fácil porque era grande el cabreo reinante entre una mayoría de españolitos que, al coger el coche por las mañanas para ir a currar, se encontraban el hueco del radiocasete con los cables colgando. Era lo menos que te podía pasar durante aquella tragedia generacional con muchos responsables y mucha carne de cañón.