Pocos directores españoles están tan cerca de una concepción artística del cine como Lois Patiño (Vigo, 1983). Poeta de la imagen, debutó de manera rotunda en el largometraje con Costa da morte (2013), que le valió el premio al mejor director emergente en Locarno, donde retrataba entre lo telúrico y lo místico esa región gallega que los romanos consideraban el fin del mundo.
Inagotable buscador, cortometrajes como Noite Sem Distancia (2015), Fajr (2017) o El sembrador de estrellas (2022) y largos como el mencionado o Lúa Vermella se convierten en verdaderos espacios de indagación artística, en busca de la belleza y lo trascendente.
En su nuevo filme, Samsara, ganador del Premio Especial del Jurado en la sección Encounters del Festival de Berlín, explora el Bardo Thodol o “Libro tibetano de los muertos”, uno de los textos esenciales de la religión budista.
La samsara del título se refiere, como nos explica Patiño, al ciclo budista de muerte, vida y reencarnación, o ciclo del sufrimiento. "La aspiración en el budismo es trascender el samsara para llegar a la iluminación, a la paz, llamada Nirvana. El samsara es esa rueda de ir de un cuerpo a otro”, asegura.
Con un interludio de quince minutos en el que el espectador debe cerrar los ojos y dejarse transportar por los impulsos lumínicos y los sonidos a su propio subconsciente, la primera parte de Samsara sucede en un templo budista de Laos, en un paisaje bellísimo, en el que conocemos a un joven monje que lee a una mujer anciana ese “libro de los muertos” para prepararla para su propia desaparición. En la segunda, la mujer se reencarna en Zanzíbar, en Tanzania.
Pregunta. “Ser o no ser”, decía Hamlet. ¿El cine aborda en pocas ocasiones esa idea de la muerte que define la propia existencia?
Respuesta. Hay muchas muertes en el cine, pero no se ha abordado tanto la representación de la muerte o la manera de enfocar o enfrentar la propia muerte. En este caso adopté la idea que busca el budismo a través del Libro de los muertos. La voluntad de este libro es describir lo que te vas a encontrar cuando fallezcas. Hay una descripción muy detallada para frenar la incertidumbre: “Vas a escuchar esto, vas a ver lo otro…”. La incertidumbre es el estado de desasosiego y gracias a esa lectura puedes estar más calmado, porque ya sabes lo que va a suceder.
P. ¿Samsara es una película vital sobre la muerte?
R. La idea de tener la muerte presente sirve para aprovechar la vida. Me interesa el concepto de “ser para la muerte” de Heidegger, en ponerte en la posición de tu posible finitud. Es ahí donde emerge tu esencia. Es lo que te hace estar presente y darlo todo, vivir en el momento. Si te pones en la posibilidad de que puedes morir ahora, concentras tu energía en vivir la vida intensamente, aprovechándola al máximo desde tu perspectiva.
«Por ejemplo, cuando en la segunda parte de la película llegamos a Zanzíbar, después de haber hecho el viaje en el más allá, mi voluntad era redescubrir el mundo desde la mayor inocencia. Entonces, nos reencarnamos en una niña, en un animal. Y descubrimos el mundo desde esa inocencia, estamos mucho mas atentos a todo, tocamos las cosas. Primero hay un viaje muy etéreo y espectral, para luego llegar a esa inocencia.
P. ¿La esencia del arte es la búsqueda de la belleza?
R. Me interesa como cineasta extraer poesía y belleza al mundo. Hay otros cineastas que lo ven distinto. Acaba de estar en Madrid Ulrich Seidl y él nos confronta con los aspectos turbios que tenemos como sociedad. Pero a mí lo que me interesa es traer belleza, armonía… Samsara, por ejemplo, es una película espiritual, trata de ver como se materializa la espiritualidad en distintas culturas y religiones.
«Tenemos el budismo y, en Zanzíbar, el islam o las creencias de los masais. En Laos hay animistas. Trato de mostrar también una convivencia entre religiones, es una celebración de la diversidad cultural. Intento fomentar y proponer y mostrar valores positivos, casi como un mundo ideal, frente a esas guerras que vemos por motivos religiosos.
P. ¿Es posible captar lo trascendente?
R. Por un lado, en mi película anterior, Lúa Vermella, reflexionaba sobre cómo en la cultura gallega se ha imaginado el más allá y cómo es la relación con los muertos. Aquí vemos como otra cultura, otra religión, ha dado otras respuestas. Esta espiritualidad y trascendencia la vemos desde distintos prismas y perspectivas.
«Hay una conversación al final de Samsara en la que la madre le cuenta a la hija distintos modos de despedida, como que los masais abandonen en el bosque a sus muertos para que se los coman los animales. También emergen cuestiones políticas porque, como a los masais ya no les pertenecen las tierras, no se les permite continuar con sus creencias y han tenido que adaptarse a otras.
P. Esa samsara se refiere también a nuestra condición de seres pasajeros, a nuestra condición efímera. ¿Nos cuesta pensarnos finitos?
R. La idea de que estamos de paso es dura. En mis películas he tratado la relación entre el paisaje y el ser humano. La naturaleza permanece, pero las civilizaciones van cambiando. Hay una definición de paisaje que dice que son estratos de tiempo condensados en una imagen. Aparece la memoria del paisaje.
«Los seres humanos aquí estamos de paso. Aunque Madrid haya sido construido por el hombre, seguirá mutando. Como cineasta me gusta la idea del “ser para la muerte”, así que cada película la hago como si fuera la última. Pienso que si esto va a ser lo que me representará cuando me muera, tengo que logar que esté mi esencia al máximo y que sea la obra más potente posible para que merezca permanecer en el tiempo más que yo mismo. Hacemos obras no para ahora si no para intentar que nos superen en el tiempo y duren un poco más que nosotros.
P. La relación entre el cine y lo espectral es atávica. ¿Cómo la ve?
R. Jean Cocteau decía que el cine es “ver a la muerte haciendo su trabajo”. Nosotros estamos aquí hablando y la muerte hace su trabajo. El holandés Van Der Keuken decía que el cine tiene la capacidad de grabar la vida y la muerte al mismo tiempo. Captas la vida en toda su expresión, pero la muerte está ahí. Esa convivencia es muy interesante.
P. Esos monjes budistas jóvenes tienen redes sociales y uno quiere ser rapero. ¿Estamos en una cultura cada vez más globalizada?
R. Queríamos tratar de evitar esta idea desfasada de la antropología de espacios románticos vírgenes. Estamos en un mundo globalizado y aunque buscamos proteger las culturas minoritarias, para que no sean absorbidas por la cultura occidental, hay esta contaminación. El rap que hace el chaval no estaba en el guión, pero mientras estábamos en Laos conocimos a este chico que hace un hip hop de estilo americano.
«Igual que la presencia de los móviles, que puede sorprender de primeras en un monasterio, pero son adolescentes como los de cualquier otro lugar. Y, de hecho, más aburridos, porque no se les permite salir del templo ni hacer deporte o tocar música. El móvil es una presencia constante. Esta idea de la religión como algo fuera del tiempo pervive, pero a la vez son unos chicos jóvenes en contacto con el mundo.
P. El momento más sorprendente es ese intermedio en el que cerramos los ojos para cruzar ese lugar del “libro de los muertos” entre la vida y la muerte. Me recordaba a la mitología griega, representada en ese cuadro famoso del Prado, Caronte cruzando la laguna Estigia, de Joachim Patinir. ¿Fue una inspiración?
R. Ese es un cuadro que tengo muy presente. No fue una inspiración directamente, pero me interesa mucho ese espacio de transición, ese limbo. Muchos de mis trabajos tratan de mostralo. Aquí también hay un espacio espectral, que es la parte central de esta película y la motivación principal para hacerla. Se trata de reflexionar sobre ese espacio, que esta a la vez en la realidad y fuera de ella. Nunca olvido el apellido del pintor de ese cuadro porque se parece al mío. El “azul Pattinir” es impresionante. La idea de la laguna Estigia entre la vida y la muerte sin duda se relaciona con la parte central del filme, es ese recorrido.
«Un cortometraje que hice justo antes de Samsara, El sembrador de estrellas, que fue premiado en Berlín, transcurre en un Tokio nocturno, solo ves luces de la ciudad. Es también un viaje por el más allá, hay una conversación entre dos personajes que cruzan la ciudad como si fuera el Estigia. Pero en esta película la concepción es distinta, es budista, no te lleva a la muerte final, este viaje intermedio te lleva hasta el siguiente cuerpo. Se trata de una búsqueda también, al final, de lo sublime.
P. ¿Es cierto que se oyen sonidos durante ocho minutos después de muerto como dicen en la película?
R. Hay teorías científicas en torno a esa afirmación. Lo que no sé es si hay una actividad cerebral para recibir estas experiencias acústicas, pero el oído sigue escuchando. Desde el budismo también se cree en esto y por eso a las personas que han fallecido se les sigue leyendo el “libro de los muertos”.
P. ¿Cómo concibe ese intermedio en el que pide al espectador cerrar los ojos? ¿No es una paradoja en un medio como el cine que consiste en abrirlos?
R. Cerramos los ojos para despertar una memoria involuntaria de imágenes a través de una sugestión sonora, y a cada espectador le va a generar unas imágenes u otras. Yo vengo explorando un cine contemplativo que trata de llevar al espectador a una experiencia íntima. Y en este sentido quería dar un paso más allá y crear una experiencia de meditación colectiva. Aprovechar también el espacio privilegiado de la sala cinematográfica para darle la vuelta y convertirla en otra cosa durante quince minutos, trabajando a partir de sus elementos más esenciales, que son la luz y el sonido.
«Pido cerrar los ojos, pero las imágenes no desaparecen, lo que trato de hacer es evocar imágenes a partir de una sugestión sonora. Lo que le dije a Xabier Erkicia, el diseñador de sonido, es que hay dos partes a nivel sonoro. En la primera hizo su propia interpretación de los sonidos que se describen en el Bardo Thodol y, en la segunda mitad, le pedí que nos llevara a distintas atmósferas sonoras de distintos lugares del planeta, para que a nivel narrativo aparecieran como tentaciones de lugares donde reencarnarse el alma.
«Se trata de evocar imágenes en el espectador. Aparece una niña hablando en italiano con su abuelo, luego una mujer que está cocinando y hablando en un idioma de Timor que ha desaparecido. Luego aparecen unas abejas por el carácter simbólico que tiene en muchas culturas con respecto al fantasma y el espectro, en Galicia por ejemplo.