El vienés Ulrich Seidl (Viena, 1952) pertenece a esa estirpe de cineastas que, de Luis Buñuel a Pier Paolo Pasolini, han hecho de la destrucción de los tabúes y la transgresión del orden social la razón de ser de su praxis fílmica. Al igual que sus subversivos antecesores, Seidl siente una afinidad con la idea del cine como un arte de lo real, lo que le ha llevado a compaginar, en sus cuatro décadas de trayectoria, ficciones y documentales.
El díptico que forman Rimini y Sparta, sus obras más recientes, se decanta por lo ficcional, como ya lo hiciera la Trilogía Paraíso (2012-2013), en la que el austríaco certificó las deficiencias del proyecto social europeo de la mano de tres figuras femeninas afligidas por la soledad, la crisis de fe y la falta de libertades.
En Rimini y Sparta, el fallecimiento de una madre impone el regreso al hogar familiar, en la Baja Austria, de dos hermanos, Richie y Ewald, ya cincuentones, que no parecen demasiado interesados en cuidar de su padre, un nostálgico del nazismo que vegeta en una residencia geriátrica. Ambas películas arrancan con una suerte de tableau vivant fílmico en el que diez ancianos intentan entonar una canción sobre “un bonito día”.
Además de por la fina y cruda ironía de la representación, el momento sobrecoge por el modo en que Seidl, renegando de toda compasión de raigambre humanista, disecciona la cara más lúgubre de la existencia humana y la vida en sociedad. Su mirada es implacable, pero también secretamente empática, en cuanto que el director de Días perros (2001) se sabe un actor más del teatro del absurdo que alumbran sus películas.
Rimini, que persigue las andanzas de Richie (Michael Thomas), ejemplifica el interés de Seidl por los juegos de apariencias. El protagonista se presenta como un cantante melódico que triunfa, en la temporada de invierno, en los hoteles del balneario italiano que da título al filme. Sin embargo, pronto se descubre que Richie gana un sueldo extra ofreciendo servicios sexuales a sus veteranas admiradoras.
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En el caso de Sparta, que aborda la difícil negociación de Ewald con sus impulsos pederastas, la recepción del filme se vio enturbiada por un reportaje del semanario Der Spiegel en el que varios tutores de jóvenes actores acusaban a Seidl de haber expuesto a los chicos a situaciones incómodas, y de no haber suministrado suficiente información sobre la temática. Vista la película, la polémica resulta casi paradójica, en cuanto que Sparta es una de las obras más recatadas y elípticas de un cineasta proclive a las provocaciones.
El filme podría formar un ejemplar programa doble con Mantícora, la última película de Carlos Vermut. Y es que Seidl enhebra lo que parece imposible: por un lado, el estudio del modus operandi de un depredador sexual que busca niños en la marginalidad rumana; por el otro, el retrato del tormento de un hombre plenamente consciente de la inmoralidad de sus actos. Así es como Seidl afianza su crítica a un continente, el europeo, extraviado en sus propias contradicciones.