Ambientada en una lustrosa sala de cine de la localidad de Margate, en la costa este de Inglaterra, a principios de la década de 1980, El imperio de la luz reafirma el espíritu de autopreservación que parece imperar en el gran cine de autor contemporáneo. Un impulso conservacionista que nació, allá por 2014, cuando una nómina de cineastas nostálgicos –liderados por Quentin Tarantino, Christopher Nolan, Judd Apatow y J.J. Abrams– salió en defensa del soporte fotoquímico frente a la amenaza de la compañía Kodak de cerrar su división de producción y revelado de celuloide.
Un año antes, el lapidario Paul Schrader había abierto su película The Canyons con una colección de estampas de históricos cines californianos clausurados y en ruinas. Más esperanzado, Tarantino abrió la veda de los homenajes a las viejas salas de cine con la escena de Érase una vez en… Hollywood (2019) en la que Sharon Tate visitaba el mítico Regency Village Theatre de Los Ángeles. Un guante romántico que, el año pasado, recogieron tanto Steven Spielberg como Damien Chazelle en las agridulces y metafílmicas Los Fabelman y Babylon.
Por su parte, Sam Mendes, quien triunfó en el teatro británico antes de conquistar Hollywood con American Beauty (1999), se suma a la celebración del cine como ritual colectivo poniendo un pie en la cinefilia y dejando el otro fuera de la sala. De hecho, durante gran parte de El imperio de la luz, la protagonista, Hilary (Olivia Colman), cumple con sus tareas como encargada del majestuoso cine Empire manifestando un desinterés absoluto por las películas que allí se proyectan, de Granujas a todo ritmo (1980) a Toro salvaje (1980).
Ambos personajes, situados en los márgenes de la sociedad, protagonizan un 'affaire' improbable y arrebatado
Para el director de Camino a la perdición (2002), la devoción por el séptimo arte cotiza a la misma altura que su preocupación por cuestiones que atañen al ámbito de lo social e histórico, un territorio familiar para el autor de Revolutionary Road (2008) y 1917 (2019).
El imperio de la luz se despliega alternando los puntos de vista de Hilary, una mujer de mediana edad que batalla contra una enfermedad mental, y Stephen (Micheal Ward), un joven descendiente de trinitenses que sufre la creciente ola de racismo que azota la Inglaterra de la era Thatcher. Ambos personajes, situados en los márgenes de la sociedad, protagonizan un affaire improbable y arrebatado.
Esta premisa remite inicialmente a Solo el cielo lo sabe (1955), en la que el maestro del melodrama, Douglas Sirk, imaginó el romance entre una viuda de clase alta (Jane Wyman) y su joven jardinero (Rock Hudson). Sin embargo, cuando Mendes cita de forma explícita la melancólica Bienvenido, Mr. Chance (1979), se hace patente la influencia del imaginario transgresor y libertario de Hal Hasby, cuya Harold y Maude, con su romance entre un adolescente pesaroso y una alegre septuagenaria, podría verse como una versión punk de la comedida El imperio de la luz.
Mendes se emplea a fondo en la confección de una ecuación romántica de horizonte aciago. La habilidad del director de Un lugar donde quedarse (2009) para manejar un registro intimista alumbra un nuevo recital actoral de Olivia Colman, quien camina con determinación por la cuerda floja de la inocencia y la pesadumbre.
Ante el guion de El imperio de la luz surge la duda sobre la confianza de Mendes en el poder de los gestos y emociones de sus personajes. Una sospecha avivada por la fijación del cineasta por un tipo de escritura metafórica.
Prejuicios racistas
Así, al director de Skyfall (2012) no le basta con observar cómo el amor entre Hilary y Stephen resquebraja prejuicios racistas, sino que necesita subrayar la cuestión interracial explicitando la raíz mestiza de la música ska-punk que escucha el joven. Luego, para remarcar la vulnerabilidad de la pareja, Mendes concibe una subtrama sobre una paloma con el ala rota a la que Stephen rehabilita con suma delicadeza, mientras que, en otro pasaje, Hilary rememora la vergüenza que impedía a su padre solicitar cualquier tipo de ayuda, un claro reflejo de la falta de autoestima de la protagonista.
Por suerte, ninguna de estas metáforas alcanza la dimensión pueril de la bolsa de basura que agitaba el viento en American Beauty; sin embargo, el énfasis con el que Mendes presenta la sala cinematográfica como un refugio frente a las injusticias del mundo bordea la pura tosquedad.
Más allá de su escritura grandilocuente, El imperio de la luz acaba meciendo sensorialmente al espectador gracias a su condición de envolvente cápsula del tiempo, en la que suenan temas de Joni Mitchell y Bob Dylan, y donde la cabina de proyección de la sala Empire se presenta como un abigarrado mural fotográfico de mitos de la gran pantalla.
Un viaje al pasado que el flamante director de fotografía Roger Deakins –colaborador habitual de Mendes, los hermanos Coen y Denis Villeneuve– convierte en una preciosista galería de espacios en penumbra (el apartamento de Hilary, el despacho del hipócrita gerente del cine) y de haces de luz procedentes de farolas, fuegos artificiales y proyectores fílmicos. Un diálogo sombrío-lumínico que extiende al conjunto del filme la máxima escrita en la entrada del Empire: “Descubre la luz en el seno de las tinieblas”.
Teatro inglés, cine americano
La pasión de Sam Mendes por el cine floreció mucho antes de que el británico se convirtiera en estrella de la dirección escénica, en los años 90, a los mandos del teatro Donmar Warehouse de Londres. De hecho, su ingreso en la Universidad de Cambridge para estudiar literatura inglesa se produjo solo después de que su solicitud para estudiar cine en Warwick fuese rechazada. Según recogió Stephen Lowenstein en su libro My First Movie, los tres “momentos fílmicos seminales” del Mendes cinéfilo proceden de obras prendadas del imaginario yanqui: Paris, Texas (1984), Repo Man (1984) e Historias verdaderas (1986), el musical dirigido, escrito y protagonizado por David Byrne.