La mujer que ocupa el centro de la película suele ser un personaje en la periferia del relato. Es la madre que no es madre biológica, la madrastra, una nulípara en términos clínicos, esto es, una mujer sin hijos.
Recién cumplidos los cuarenta, la profesora de instituto Rachel se enamora de Ali, un padre separado, al tiempo que se encariña con su hija de cuatro años, en custodia compartida. Interpretada por Virginie Efira, a quien vimos como lasciva monja en Benedetta, Rachel trata de encontrar su espacio en la nueva familia a la que pertenece, tanto en su relación con la niña como, en menor medida, con el padre y su exmujer, Alice, a quien da vida Chiara Mastroianni.
Los hijos de otros es un relato ciertamente expeditivo (pone el foco en la narrativa esencial y sin dar vueltas) sobre un proceso de integración y rechazo social muy habitual fuera de la pantalla pero escasamente representado en ella, al menos desde la mirada protagonista.
La naturaleza expeditiva del filme dirigido por Rebecca Zlotowski (París, 1980), como si ninguna parte de todo el proceso debiera quedar fuera del plano, queda definida con el encuentro de la pareja, filmado prácticamente como un emparejamiento que no necesita mostrar motivaciones ni detalles románticos. Lo importante, para la película, es lo que ese emparejamiento trae consigo, la familia “de adopción”, y el modo en que Rachel va a lidiar con todo ello.
Así, el primer encuentro de Rachel con la pequeña Leila (y viceversa) se tomará más tiempo y delicadeza en su representación, pues pareciera que produce más cambios y preocupaciones en la protagonista que la relación con Ali, superficialmente explorada y causante del inesperado y abrupto desenlace, sin duda lo peor de la función. Será en el momento en que Rachel se da cuenta que está criando a los hijos de otros (en un momento dado, su hermana pequeña se quedará embarazada), que se plantea la necesidad de tener su propio hijo.
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A pesar de las apariciones de Frederick Wiseman –interpretando al ginecólogo de Rachel, urgiéndola a tener hijos antes de que el reloj reproductivo se detenga–, la estética de la ficción no adopta un manifiesto registro de captura documental.
El tratamiento de la puesta en escena, acaso de espíritu truffautiano (el empleo del iris shot cerrando y abriendo capítulos, al tiempo que “encierra” a su protagonista), pero en verdad carente de inventiva y lírica alguna (nos preguntamos qué película habría salido en manos de Mia Hansen-Love, por ejemplo), confía exclusivamente en la solvencia del texto y las apreciables interpretaciones, pero no se vincula de forma orgánica en ningún caso a la naturaleza notarial de la propuesta: la de dar testimonio de cómo una mujer de mediana edad ve su futuro determinado por las presiones sociales, profesionales y familiares de tener un hijo que posiblemente (no queda nunca claro), en lo más profundo de sus convicciones, no quiere tener. O quizá sí.